El Acento

Antonio Florido

Embriaguez (4) Novela por entregas

Me deshago del tiempo que pasa por mi mente distraído. Se hace presente el ser, el animal que soy y que llora en silencio entre estas estructuras inermes. No sé lo que hacer. Cuando me deshabito, mi centro hueco se diluye en el mar de las pesadumbres y se sabe perdido. Necesito algún aliciente para seguir caminando. Las ocho y media. A mi lado aparece un bulto negro que llegó cabizbajo, silente, enrollado en su ser como un gusano de seda, envuelto en el oropel de la apariencia eterna. Ya somos dos seres solitarios. Pero no por haber multitud o variedad de animales sueltos, el hombre deja de estar solo. La soledad es profunda. Cincela las más duras superficies y se cuela por las fisuras del alma, hasta que se posa en tu entendimiento y te dice que nada merece la pena. Marina, mi fugaz y resbaladiza hermosura, se ha ido huyendo del destino incierto que yo le ofrecía. “Sólo unos meses”, me aseguró repetidamente, entornando los párpados y mintiendo. Pero en unos meses puede suceder de todo. Por ejemplo, que el amor, ese tenaz sentimiento, ese bruto que te agarra y te vuelve el sentido, desaparezca dejando tu cuerpo vacío y yermo. Es la primera vez que la certidumbre arraiga en mí desde que tengo uso de razón. Lo absoluto se ha revelado aterrador, mostrándome la cara más amarga de lo que es y existe. Me lamento en voz baja. De mis labios emanan susurros confusos que se mezclan con los ruidos del bullicio. De nuevo una ola de viajeros que corren con sus equipajes pesados. En medio de la algarabía, ajeno a todo, me reconozco más libre. Y si lanzo mis dolores al aire, sé que nadie se enterará. Por eso mi cuerpo continúa laxo sobre el banco, con la cabeza inclinada, los ojos abiertos, divisando desde mi pequeñez, las alturas del techo, comprendiendo que no soy nada en este mundo gigantesco. Nada en absoluto y que no le importo a nadie.
¿Se fue, verdad?
, oigo a mi lado sin saber a ciencia cierta si estoy soñando o se trata de un malentendido.
Sabía que estás enamorado. Lo supe al momento. Tus ojos te delataban.
Es Michel el que habla. Me extraño de su presencia en este sitio. Para ser sincero confieso que no me apetece hablar con nadie. Callo. Dejo que el tiempo pase suave junto a nosotros, envejeciéndonos un poco más. Él también se toma su tiempo. Oigo su respiración. Sus movimientos se muestran a través de los roces de sus prendas.
¿Qué hace usted aquí?
, le pregunto, recordando las palabras que el viejo me anunció en el Jardín.
He venido a hablar
, respondió, lacónico.
¿A hablar, de qué?, ¿de qué puedo yo hablar ahora?, ¿acaso no ve que me ahogo, que se me fue el alma colgada del último vagón?
, respondo.
Y me cubro la cara con las manos humedecidas. Es tanto el dolor que siento que mi yo se resiste a reconocer la verdad. La certeza de que la soledad se adueñó de mí se ha hecho presente. Sabía desde que salí esta noche de casa, lo que sucedería entre estas paredes ennegrecidas. Y sin embargo mi cuerpo, empujado por las manos misteriosas del destino, deambuló por las calles desiertas hasta encontrar el aroma de lo amargo. Hasta allí me llevó el olor pestilente de la ausencia. Abandono que encarnaría en ella, en mí, en todos los seres de la tierra, en todo lo que es, lo que posee materia y alma. Sólo las piedras rojizas del Edificio supieron el futuro desenlace. Ellas, que no sienten y que ignoran hasta el propio nombre que los seres humanos les hemos dado, no huyen de las cosas, no lo necesitan. Son eternas y felices. Lo único perdurable y firme. Las masas de carne como nosotros dos, sentados en este banco, somos el grupo de los olvidados, de los que no deben buscar ya nada, porque nada estará ya a su alcance.
Tiempo, tiempo, tiempo
, repite el Viejo.
Sólo Tiempo…
, acaba por declarar.
No comprendo…
, digo, con los labios cubiertos de babas.
Debes saber esperar. Como nosotros, los del Jardín. Nosotros esperamos pacientes que todo acabe. Luego, si has sabido ser resignado, sobrevendrá la felicidad.
Ignoro el sentido de las palabras de este hombre sin años, pero algo en ellas me atrapa. Y mientras le oigo en mi mente, mientras recuerdo sus palabras una y otra vez, una dulzura se apodera de mí y me calma.

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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