El Acento

Antonio Florido

Embriaguez (1) – Novela completa por entregas

Embriaguez (1)

“Una lágrima tiene un origen más profundo que una sonrisa…”
Cioran.

Las noches son todas diferentes. A pesar de lo que sintamos, aunque soportemos el paso del tiempo con el corazón destrozado o, por el contrario, nos conmueva la dicha de haber vivido algún acontecimiento importante, siempre la oscura presencia de las noches nos expresa algo inquietante y desconocido. No sé si serán las estrellas moribundas del cielo que nos miran desde arriba entristecidas. O tal vez el silencio de las calles solitarias, cuando la gente huye hacia sus casas buscando el calor de la familia. No lo sé. ¡Me lo he preguntado tantas veces!
Han dado las doce. Otro día a la basura. De nuevo la espera hasta que la miseria de mi boca diga ¡basta! y resbale por mi cuello, humedeciéndolo. Me levanto cansado. No he dormido. No necesito vestirme porque me eché sobre la cama con lo puesto. Odio tener que quitarme la ropa y verme desnudo. Me aborrezco. No soy capaz de soportar el dibujo de mi cuerpo cuando paso frente al espejo. No debo salir a la calle con estos pelos, me digo, sabiendo que a nadie le importa mi atuendo. Nadie volverá la cabeza para decir ¡ahí va ése!, pero me refresco la cara y me adecento, aunque sólo sea por la vanidad de saber que lo hago por mí. Me acerco a la ventana. Descorro las cortinas y aproximo mi rostro al cristal. Siento el frío de la calle desde aquí. Mi respiración, corta y rápida, deja un círculo de vaho sobre la superficie transparente. Hace frío, pienso, y me froto las manos apretando los nudillos con fuerza. Me coloco el abrigo. Lo abrocho hasta arriba. Y antes de salir descuelgo el capote y me lo echo por encima descuidadamente. Cualquiera que me vea salir con esta facha y a estas horas de la noche dirá que soy un loco. O un perturbado que busca la sensualidad oculta de los rincones iluminados y sonoros de la ciudad. Tal vez cualquier señora mayor que vaya por la calle, apresurada por alcanzar pronto su barrio, piense que soy un pobre mendigo o un insociable, que camina sin orden ni rumbo cierto. Y quizás tendría razón. ¿O es que no soy un loco? ¿Un loco que busca desesperadamente la ausencia del día para evacuar los miasmas que le roen el alma?
A las ocho, ya sabes, me dijiste ayer cuando con media sonrisa, fingida y preparada, me diste la mano. Tan solo con pensar en estas palabras siento un pinchazo en el corazón. Esperaba algo más de ti, Marina. Pero fuiste como siempre, como eres de verdad. Te conozco bien y sé que no serías capaz de traicionar tu propia forma de pensar, y que por nada del mundo te rebajarías ante este vagabundo de los sentimientos. A las ocho…, pienso mientras cierro la puerta con dos vueltas de llave y desciendo los escalones hasta el portal.
La noche se ha echado sobre las casas. Los tejados aparecen recogidos y quietos. La nieve cae de algunos aleros y choca con el suelo deshaciéndose en mil trocitos blancos. Avanzo con las manos cogidas al cuello del abrigo. Las horas muertas por delante hasta que a la noche le dé por irse más al oeste y de nuevo el sol se asome. El aire es gélido. Las manos, aunque las llevo enguantadas, me duelen. Pero no puedo dar marcha atrás. Está decidido. No en vano desde hace al menos un par de años suelo pasear por la ciudad a estas horas. Si al menos encontrara a alguien con quien poder conversar… No quiero que amanezca. La única noche en mi vida que he sentido hasta la extenuación el temor al nuevo día. Cuando las gasas negras vayan dando paso a un cielo rosáceo, y cuando la gente comience a salir de sus casas, en busca de las oficinas, habrá llegado el momento que temo. Ahora amanece sobre las siete y media. A las ocho se habrá hecho de día completamente. Y con el día y las luces se observan mejor los perfiles de la gente. Y el reflejo del dolor de cada uno destaca y refulge, formando un espectáculo tétrico, que sólo algunos somos capaces de comprender.
La Estación Central queda lejos de aquí. Debo caminar durante una hora larga, apresurado, para dar con mis huesos en ella. En cierta forma me gusta visitar de vez en cuando el enorme edificio de rojos ladrillos. Aunque su estilo deje mucho que desear, la sensación de encontrarse entre personas que van y vienen, rápida y fugazmente, es dulce. Sobre todo cuando les observo sin ninguna prisa y sabiendo que la cosa no va conmigo. En otras ocasiones me he sentado en un banco cerca del andén principal y allí he pasado largas horas simplemente mirando y analizando la gracia de los repartidores de prensa, o los apuros de los ancianos que no pueden subir al vagón. Es triste y a la vez interesante recrear la vista en todas estas personas que sólo tienen una cosa en común: todos sufren. Y quizás por saberlo, por comprender el dolor inmanente de estos pobres seres, mi dolor se amortigua. “No podemos padecer por los demás”, pensamiento que me causa una extraordinaria alegría en el alma pero que no basta para hoy. Cuando se presente la mañana y haya llegado a la Estación, sabré perfectamente lo que me espera. La sonrisa neutra y sin sustancia. La mano tendida. Los dedos, cálidos y fríos, a un tiempo. La apariencia, los sentimientos dormidos, anestesiados. “Bueno, que te vaya bien”, me saldrá de los labios mientras por dentro estaré comiéndote de amor. Pero hasta entonces aún me queda toda una noche por delante, por lo que avanzo por la calle lentamente, sin prisas, observando el dibujo cuadriculado de las baldosas, entreteniéndome en contar los huecos que el desgaste ha ido dejando sobre ellas. A veces intento caminar sin pisar las juntas de las losetas, como cuando era un niño y mi padre me llevaba de la mano. Por encima de mi cabeza se difuminan las luces somnolientas de las lámparas de gas. Hay una cada cincuenta metros, aproximadamente. ¡Qué más da!
La calle es larga. Un señor mayor ha pasado por la acera de enfrente y ni siquiera nos hemos cruzado las miradas. Cada uno a lo suyo. ¿Adónde irá ese hombre?, me pregunto, aunque sepa que en el fondo no me importa nada. ¿Será otro solitario insomne como yo? Continúo avanzando. He llegado hasta el cruce con la avenida principal donde aún se ven algunos locales abiertos. Sopla el viento con fuerza en esta zona desprotegida. Me aprieto el cuello todo lo que puedo. Pero me duele el frío en la cara, en los dedos, en las rodillas. Noto que las piernas se me vuelven blandas y temo que esta blandura me suba hasta los brazos, hasta el pecho, y que en un ataque inesperado me invada el cerebro y lo deje acolchado. Quiero pensar para no sentir el frío en mi cuerpo. Aunque me duela, aunque no lo desee profundamente, necesito pensar, lo que sea, aunque sólo acudan a mi mente ideas confusas o absurdas. Miro el reloj. Las doce y media. “Sólo ha pasado media hora…”, me digo, desesperado, y hecho la cuenta para saber lo que me falta. ¿Qué haré con el tiempo restante, con el tiempo infinito y dilatado? ¿Caminar? ¿Pensar? ¿Sufrir?
Me remuevo dentro del abrigo y me dirijo hacia el café más cercano. Entro. El local es amplio. Un camarero dormita echado sobre el mostrador esperando que alguno de los clientes le avise para que le llene la copa. A la derecha un viejo con gorro, bufanda y guantes mira hacia el suelo con los ojos entornados. ¿Duerme? A la izquierda otro hombre arrugado de edad incierta permanece erguido sobre su asiento mirando a la calle a través de la ventana. Delante tiene cuatro vasos pequeños y sucios. Nadie habla. Algunos solitarios merodean por la ciudad buscando entre las basuras restos semipodridos de fruta y algún trozo de bocadillo. Luego, cuando se cansan de caminar y comprenden que de nuevo deben agarrarse el estómago para distraerlo, se van al bar y con las pocas monedas que guardan en los bolsillos se emborrachan para distraer a la vida. Me acerco al mostrador. Vodka, por favor. El camarero, seguramente el dueño del local, abre los ojos, vuelve en sí y coloca delante de mí una copa grasienta; la toma en sus manos, coge un paño grande como una sábana, la limpia cuidadosamente y la llena. Luego me mira, receloso. Sus ojos son pequeños, Por encima de ellos una ceja espesa y negra le cruza de parte a parte dando la sensación de estar siempre malhumorado. Me quedo observándole y me doy cuenta de que apenas respira. Me asusto. ¿Se morirá? A veces, cuando analizo los rostros desconocidos me da por pensar que es la primera y la última vez que esa imagen pasará por mi mente. Somos tantas criaturas en este mundo que casi no nos conocemos. Llevamos incorporados muy dentro de nosotros el papel que cada uno debe asumir en la vida. Unos ponen copas, otros se las beben. Todos, en el fondo, cumplimos con lo nuestro y nos sentimos así algo más seguros, casi responsables. Cojo la copa y me siento lejos de los dos ancianos. Por la calle no pasa nadie. El cielo es negro, grotesco. La mayoría de la gente permanece a estas horas echada sobre sus camas. Duermen. Todos duermen. Si alguien quisiera entraría sigilosamente en sus casas y clavaría un enorme cuchillo sobre sus pechos. Apenas se darían cuenta. Y probablemente este acto sería una muestra de amor, que les sacaría definitivamente de este engaño que es el amor podrido. El licor me seca la garganta. Pido agua. El camarero me mira con cara de pocos amigos y me la sirve con menos ganas. Los viejos continúan cada uno a lo suyo. Huele a suciedad en este sitio. En el techo una lámpara arroja sobre los rostros una luz mortecina, que seguramente estará cansada ya de vernos. Cuento las mesas. Diez, cinco a cada lado de la puerta. Aún no habrá tenido tiempo o ganas de limpiar y una hilera de papeles yace sobre el suelo, justo debajo del mostrador, donde todos ponemos los pies buscando el estribo que aquí no existe. La suciedad es curiosa. Como una pequeña cordillera, se amontonan al azar pequeños trozos de servilletas arrugadas, sobrecitos de azúcar, colillas, barro, formando una imagen desoladora y repugnante.
Pienso en Marina. ¿Dormirá? Seguramente sí. Veo su cuerpo desnudo sobre el colchón mullido y sus manos agarrando el embozo de las sábanas. Su cabello se expandirá por la almohada y en el interior de su cerebro estarán brotando pequeños sueños apacibles. ¿En qué sueña mi hermosa Marina, me digo mientras acabo la primera copa nocturna?
Saco tabaco. Fumo, y mientras en mi pecho penetran las volutas mortales de la nicotina, la imagen y la sensualidad de Marina invaden mi corazón haciéndole temblar. ¿Duele el amor? ¿Duele tanto como para destrozar el destino de un hombre? Pido otra copa. Necesito evadir mi angustia, irme de aquí, lejos, a otro mundo, a un mundo donde el amor sea correspondido y donde podamos aferrarnos a la esperanza y a la felicidad. ¿El alcohol, qué tiene, que nos engaña con el velo tupido de la mentira, de la falsedad, cambiando nuestra realidad por otra realidad soñada, acaso más verdadera?
El camarero se acerca.
Usted no es de por aquí, ¿verdad?, me dice mientras acopla su malhumorada figura sobre la silla que hay junto a mí. Tiene ganas de hablar, se nota; el hombre estará cansado y aburrido, deseando que amanezca para irse a su casa a engañar a su mujer y a sus hijos. Para besarles con una sonrisa amortiguada y esclava de la rutina. Le comprendo, debe de ser atroz imaginar las noches ocultas, negras, severas, desde detrás de este mostrador. Este hombre también sufre, lo veo en sus ojos, que muestran ya una luz apagada, arrebatada por el trabajo y los sinsabores.
No, no soy de aquí, le respondo lacónicamente.
Si fuera inteligente se daría cuenta por la parquedad de mis palabras que no me apetece ahora mismo hablar con nadie. Se intercala en este momento entre los dos un instante de silencio algo incómodo. El camarero no sabe o no se atreve a seguir hablando. Al cabo, cuando nuestras palabras están a punto de chocar en el aire, el viejo de la gorra le pide otro vaso y aprovecho su ausencia para respirar profundamente. “Si estuvieras aquí… hermosa Marina”, pienso, mientras mi mente se siente enajenada. Miro de nuevo el reloj. Apenas la una de la madrugada. Aún siete horas para escoger las palabras, las miradas, para elegir las pausas, para pensar en ti, en tu cuerpo, en tu aroma, en la candidez de tus gestos. El amor me quema. Como una llama, como una lumbre hiere mi carne, abrasándola.
Recuerdo el primer día. Había quedado un puesto sin cubrir y el Director estaba que echaba los demonios por la boca.
¡Hay que sacar el trabajo como sea!, vociferaba todo el tiempo, delante de los empleados. Y todos mirábamos al suelo, humillados y temerosos. Hasta que aquella mañana, al abrirse la puerta, apareció tu gracia y tu belleza. Apareciste tú, Marina, Marina Maldonado, una mujer que cambiaría mi rutinaria y grisácea vida de corrector, para convertirla en un hervidero de sentimientos.
Hola, soy nueva, me llamo Marina…, dijiste cruzando tu mano con la mía.
Encantado…, te respondí, apretando levemente tus dedos y sintiendo la calidez de tu piel.
Me quedé desconcertado durante unos minutos. Me senté de nuevo. Coloqué los papeles ordenados en montones más ordenados, sólo por entretener al tiempo y para poder mirarte de soslayo. Limpié mi mesa de restos que no había echado, pasé un paño por los cajones y los dejé más limpios aún que de costumbre, y mientras mis brazos se recreaban en todas estas tareas, escuchaba el sonido de tu voz, notaba la trémula palidez de tu rostro, olía tu cuerpo afrutado, de niña, joven, tierna y hermosa.
¿Pueden los sentimientos irrumpir así, de esta manera, en la vida de un hombre? ¿Es que no hay otra forma de empezar a caminar por los senderos de la muerte? Sentí que algo importante ocurriría a partir de ahora en mi vida. No sé por qué, pero lo supe, lo imaginé. Quizás los duendes misteriosos del amor, o tal vez una realidad más real que la nuestra, que nos rodea y nos envuelve, sin darnos cuenta, y actúa sobre nosotros como si fuésemos ciegos. Una fuerza vital que aparece y desaparece de la vida de las personas sin avisar, fugazmente, provocando cataclismos y momentos de euforia que nos hacen gozar y sufrir. ¿No son el gozo y el sufrimiento, Marina, dos caras de la misma moneda?
No se puede pasar uno la vida llorando por los rincones, asustado, y mirando para otro lado. Cuando el amor nos conquista, avanzando por los caminos misteriosos y desconocidos de nuestros sentimientos, avasallándonos, ocupándonos, debemos mostrar nuestra cara más serena y honesta. Jamás el amor debería encontrarse con las puertas cerradas. Pero ahora yo no soy yo. Es otro el que habla, el que se lamenta sentado en este bar de pordioseros. Es el alma, desdoblada, la que toma las riendas de mi vida y me lleva de un lugar a otro, errabundo y ambulante.
¿Llena, por favor?, le digo al camarero que despierta de su letargo.
El alcohol está envolviéndome en una nube etérea de ilusión y esperanza. “Marina llegará temprano”, me digo, obsesionado con la idea de tener el tiempo suficiente para degustar la miel de sus ojos. Y así, convencido de que todo marchará a pedir de boca, me distraigo y me inflamo y continúo bebiendo otra copa más.
Uno de los viejos, el del gorro, se levanta, se acerca al mostrador, echa sobre él unas monedas y se va sin decir una palabra. La espalda curvada tira del cuerpo del hombre hacia abajo, acercándole a la tierra que pronto le retendrá para siempre. ¿Le volveré a ver?, me pregunto. “No, no veré más a este hombre, jamás nuestros destinos se cruzarán y para mí se habrá perdido la oportunidad de conocer la historia de este viejo, de este anciano que también fue niño algún día”. Al salir a la calle el viejo se detiene y mira al cielo, luego a un lado, después al otro. ¿Qué espera para marcharse? Así pasan algunos instantes, aguardando en medio de la nada, pisando la alfombra blanca de la podredumbre. Posiblemente no tenga el hombre ningún objetivo claro para lo que queda de la noche. ¿Adónde ir con este frío? Siguen sucediéndose los instantes eternos. Al fin se decide. Arrastrando sus piernas aviejadas, el anciano se agarra al cuello del abrigo y comienza a caminar hacia la calle de la Estación. Su destino le empuja, le cubre el cuerpo, en un esfuerzo inútil por vivir un día más. Un día más en el interior de un cubo de basura que es su vida, nuestra vida, donde los hedores más nauseabundos nos ahogan y nos envuelven en una atmósfera agobiante. Sólo quedamos dos, el anciano arrugado y yo, sentados en nuestras sillas, esperando ver la claridad del día, bebiendo nuestros pensamientos y ensuciando nuestro mundo de lodo y porquería. El camarero bosteza, abre los brazos, se estira hasta que le crujen los codos, luego lanza al aire un lamento triste y somnoliento, y dice: “¡Invita la casa!”. El viejo de mi izquierda despierta de un sueño angustiado y sonríe. Otra copa más para perder la memoria de los padecimientos, otro momento añadido a la existencia eterna de los mortales. ¿Qué le habrá pasado a este hombre que le ha hecho ser tan generoso? Es posible que la modorra de las primeras horas de la noche se le haya desvanecido y después de unos momentos de desconcierto haya pensado: “¡Qué más da!”. La ceja se le ha estirado y sus ojuelos brillan ahora sarcásticamente. Se acerca, llena las copas, primero la mía, luego la del viejo, y dando la vuelta comienza a recoger la suciedad del suelo, deshaciendo la cordillera de papeles, destrozando las montañas diminutas. Mira el reloj. “¡Las tres, señores!”, anuncia con voz alegre. ¿Es que este hombre vive dos vidas paralelas, una desde que abre el local hasta esta hora maldita y otra hasta que cierra? No me extrañaría, el ser humano es complejo y desconocido incluso para sí mismo.
Después de dos horas inacabables distrayendo al frío de la noche me decido a continuar mi errático paseo y salgo del bar sin mirar lo que dejo detrás. La noche sigue negra. El cielo, aumentada su curva por el aire congelado, muestra una hendidura donde caben todas las estrellas del universo. La nieve duerme, pintando un rubor blanquecino sobre las paredes y los tejados de las casas. No hay nadie por la calle. Me agarro al cuello, lo aprieto, y juntando mis dedos en el interior de los guantes comienzo a caminar buscando al viejo encorvado. “Mi hermosa Marina seguirá durmiendo, con el cuerpo sedoso y blanco, entre las sábanas. La maleta la tendrá ya preparada; ella es así. Probablemente suene junto a ella el tic tac del reloj de la mesilla, que habrá puesto para que toque a las seis. A esa hora, lejanos ya los dulces sueños, abrirá sus brazos al mundo, a un nuevo día. Se levantará desnuda de pensamientos, abrirá el agua de la ducha y, con un ligero bostezo, se sumergirá en la calidez y en el gozo infinito. Más tarde, a las siete, mirará atrás, a sus libros, y les dirá un adiós difuso y un ¡hasta siempre!”. Así desaparecerá mi hermosa Marina del mundo que me rodea. Por eso me impaciento, y camino más aprisa, esperando y deseando que el Tiempo se detenga, que se arruinen todas las vidas del mundo, que no me importa, pero que el tiempo se detenga, y que jamás llegue el momento en que el tren salga de la Estación. ¿Adónde ir, con este demonio que llevo dentro? Y sin importarme nada, me dirijo al Jardín público que hay junto al río, donde los solitarios de la ciudad acuden a respirar y a estar más solos que de costumbre.
Algunos van allí a decidir lo que hacer con sus vidas. ¡Es tan hermosa la corriente del Neva a esta hora nocturna! ¡Tan atrayentes sus sonoros lamentos, sus chasquidos, sus tonalidades! Llego. Una hilera de fronda bordea el paseo donde los bancos, de piedra, se desparraman y se pierden en la lejanía. Es enorme el Jardín, el pulmón de la ciudad. Me gusta el Rincón del Solitario. En medio de la nada surge, de pronto, una glorieta húmeda, rodeada de árboles milenarios, y alrededor de la misma ocho bancos sólidos. Sin embargo, lo más impactante es la estatua del centro: una hermosa efigie masculina. La colocaron aquí para recordar a todos los seres solitarios que a lo largo de los años han paseado por estos lugares, disfrutando de una vida apacible, tierna y serena. El rostro de la estatua transmite eso mismo: serenidad. Los ojos, gastados ya por la nieve, aparecen ciegos. “Mejor así”, me digo. ¿Para qué ver lo que hay a este lado del río? Me siento. Hace frío. Incluso recogido en este círculo de un verde casi negro, el frío se cuela por todos los poros. Es triste la vida de un hombre cuando éste siente que está solo de verdad. Triste y hermosa, a la vez, porque, ¿acaso no es hermosa, no es atractiva, la tristeza que emana de unos ojos profundos? Marina me dice que sí, desde la distancia. O tal vez son sus miradas abisales las que desde el otro lado de la ciudad me comunican sus pensamientos. Saco de nuevo tabaco. Fumo, Los dedos me duelen. El silencio es apenas abortado por los silbidos de las hojas al moverse. El Solitario mira al frente, quieto, ensimismado, hierático. Pasa el tiempo lento. El dolor también traspasa lentamente el tejido blando de nuestra existencia, horadándolo, comiéndolo hasta la extenuación. Sopla el viento ahora con más ímpetu. La nieve comienza a caer alborotada, colándose por todos los huecos del paisaje.
A lo lejos, entre las sombras de la noche, se dibuja de pronto una silueta torcida. ¿Será el viejo que salió antes que yo del bar de los pordioseros? La forma avanza moviendo una ola de silencio que paraliza el movimiento de las hojas. La niebla ha temblado. Un susurro viaja por el aire hasta alcanzar mis oídos. Miro a la estatua. Quieta, no se mueve. ¿Pensarán las estatuas de piedra? El viejo pues es evidente que se trata del mismo, continúa avanzando hacia la glorieta donde me encuentro. Trae los brazos escondidos en el fondo del abrigo. Sus pasos son cortos y pausados. Camina como si le doliesen los pies. Se acerca. Ya le veo el rostro. El encorvado ha alcanzado una estatura descomunal. Me asusto. Pero no, no es más alto el viejecillo, ahora que se encuentra más cerca me doy cuenta de que son las sombras proyectadas por las farolas las que le alargan el cuerpo. En la glorieta sólo estoy yo. Pronto seremos dos. Efectivamente, ha llegado, ha sacado las manos del interior del abrigo y ha colocado su arrugado cuerpo sobre el banco que tengo enfrente. Nos miramos. Pasan unos segundos de silencio y nuestros ojos se encuentran en el aire. Sonríe. Yo mantengo el semblante serio, no quiero tener conversación por esta noche, con la del camarero ya tuve bastante. El abuelo saca una petaca argentina y me la ofrece en el aire. ¿Acepto?, me pregunto, receloso. La petaca ha volado, sin saber cómo, hasta mis manos, ¿o son las manos del hombre las que la han depositado sobre las mías? Bebo. Es vodka del barato. Está oxidado, posiblemente hecho con alcohol de tercer grado, del que venden por la Avenida del Neva a estas horas. Bebo un poco más, otro sorbo. Aunque en el fondo no deseaba probar más, me alegro de que el alcohol caliente mi garganta y de comprobar que poco a poco lo voy notando en las venas. Me limpio las comisuras de los labios con el dorso de la mano y me recojo dentro de mí, en mi soledad, en mi desesperanza. ¿Y si viene acompañada por alguien, no sé, algún despistado que a última hora le dijo que la acompañaría? La idea me martiriza y hago todo lo posible por deshilachar el embrollo emocional que se formaría, llegado el caso. Me levanto, le devuelvo la petaca al solitario y me arrimo a la baranda que separa el paseo de las aguas del río. El viejo también se ha puesto de pie. Observo las luces onduladas que se reflejan en las aguas, respiro la humedad de las hojas y bostezo dos o tres veces.
Tiene sueño, ¿no? Es el viejo el que pregunta.
Un poco, sí, agrego desganado.
A estas horas es cuando nos atrapa El Sueño…”.
¿El sueño…?Pregunto algo confuso.
Sí, la primera vez sucede sobre las dos, dos y media de la noche, cuando estábamos sentados en esa taberna asquerosa, ¿recuerda? Nos agarra con ganas, con tantas ganas que a uno se le caen los ojos al suelo. Uno siente el peso de las noches sobre los párpados y no hay manera de aguantar como no sea con esto…. Y acabando la frase muestra el frasco de vodka.
Comprendo, le digo, por decirle algo al pobre solitario.
Y pienso en la soledad del hombre, del que dos ejemplos están ahora mirando las aguas frías del Neva. La soledad y la embriaguez de sentimientos que todos experimentamos cuando el sufrimiento nos dirige por la vida. ¿Cómo se llamará mi acompañante?, me pregunto en silencio. Y, como si unos hilos misteriosos le hubieran avisado, el viejo responde: “Michel, me llamo Michel, para servirle. Pero todos me llaman El Viejo”.
Me quedo desconcertado durante unos instantes, pero atino a responder un “Gracias” tan solitario como nosotros. Quizás sea de mala educación dejar a alguien con la palabra en la boca, pero el cuerpo, sin saber el motivo, me empuja hacia un lado, como si unas manos invisibles se posaran sobre mis hombros. Avanzo despacio flotando por la senda helada junto al río. Mis pasos dibujan un rastro en la blandura de la nieve. Saco otro cigarrillo. Fumo. Sé que no es bueno este vicio mío del tabaco, pero ahora poco me importa la vida si Marina se va en el tren de las ocho. Camino y camino. Sin embargo, es tan largo el paseo que a los pocos minutos me vuelvo y decido sentarme de nuevo en un banco de la glorieta. Al alcanzarla veo dos solitarios más. Me siento junto a ellos. Ahora soy yo el que desea algo de conversación. Me noto asustado.
La verdad pienso, es que mi vida es un asco. Tanto tiempo trabajando juntos, mesa con mesa, tantas miradas, tantos silencios compartidos, que no puedo imaginar llegar a la oficina y encontrar su mesa vacía. Marina Maldonado comenzó corrigiendo pequeñas muestras literarias. Debía pasar el periodo de prueba y debía ser yo, precisamente yo, el que le diera o no el visto bueno. La cosa era fácil. Le encargaba trabajos menudos, autores simples, de mente ahuecada… poca cosa. Ella miraba las cuartillas, mordía el extremo del lápiz poniendo una mueca graciosa; luego, cuando pasaban unos minutos, comenzaba a escribir, a subrayar, a pintar trazos sobre los papeles, rápida, vorazmente, como si en el trabajo le fuese la vida. A los diez días bajó el director. “Magnífica”, fue la palabra que salió de mi boca. Y a partir de ese día mi vida cambió para siempre. El trabajo ya no me aburría como antes, deseaba que llegaran las nueve de la mañana para llegar al despacho y encontrármela allí. A veces daba un rodeo por las calles vecinas, porque había salido tan pronto de casa que llegaba media hora antes. Entonces caminaba y caminaba absorto, respirando el aire fresco de la mañana. No me importaba la nieve, ni la lluvia, ni el viento. Nada era impedimento para que yo alcanzara la esquina de la calle y me quedara allí parado, como una señal, esperando la entrada de mi hermosa Marina.
¿Quiere?, me dijo alguien cercano.
Saliendo de mis pensamientos, miro a los tres hombres y asiento, apresando de nuevo la botella de licor y bebiendo hasta saciarme. Es bueno dejar la garganta acolchada para que las palabras, amasadas en el fondo de la mente, salgan suaves al aire. Delante de mí se ha sentado un hombrecillo que lleva un sombrero gris calado hasta las cejas. Me quedo observando su rostro. Delgado, nariz aguileña, piel oscura, curtida, y una repugnante nuez que se le mueve arriba y abajo cuando traga el dulce licor. Ríe. Su cara muestra una sonrisa eterna parecida a la de los tontos que ríen por nada, por el simple hecho de estar vivos. “Es idiota”, me digo, en un esfuerzo por soportar la repugnancia que me produce esa atroz mirada dulzona.
Me siento más olvidado que nunca. Y en esta oscuridad, acompañado de la miseria del mundo en forma de seres humanos, se me viene todo de golpe, y el pecho me duele, me duelen los brazos, siento el frío en las piernas, en los hombros. Desearía alguna mano cálida que me cubriese. Soy débil. El tonto de la risita no para de mirarme; el que está echado a su lado no ha abierto la boca desde que llegó, y a mí me ataca la soledad de esta noche sin fin cubierta de estrellas.

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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