El Acento

Antonio Florido

Un tango para los dioses africanos (1)

Por Roger Vilar

Mis recuerdos son muy difusos. Por más que me quiero remontar a la génesis exacta de los hechos, sólo acuden a mi mente calles nebulosas y el rostro de una anciana voraz que acecha en la sombra. Oscuridad de calles rota por luces de anuncios, boutiques, sex shops, bares donde corre la cocaína, table dances, restaurantes exóticos, era, en definitivas La Zona Rosa, con sus bailarinas, sus viejas perversas, sus antros gays… pero no fue ahí donde ocurrió el encuentro con Omó Saché, sino cerca, cuando ya las mismas calles pierden su iluminación y se ven antiguas casonas decrépitas, con lámparas mortecinas invitando a cafés y bares de menor categoría, algunos de estos casi campamento de tahúres improvisados, vendedores de drogas de baja calidad, torcidos cigarrillos de marihuana y ácidos que te consumen el cerebro en seis meses.
No sé por qué abandoné la zona con los mejores centros nocturnos, tal vez ya había acopiado información para dos o tres reportajes: algún secuestro, probablemente un crimen pasional, o quizás una banda de arlequines armados con metralletas. No sé a ciencia cierta, pero eran las tres o cuatro de la madrugada cuando me interné en un callejón con paredes llenas de grafitis que exponían mujeres con grandes tetas geométricas y letras muy, muy dibujadas, gariboleadas, con nombres de cantantes argentinos de tangos, Carlos Gardel, por supuesto, Hugo del Carril, y además el Gran Omó Saché. Me asombró este nombre tan poco rioplatense y proseguí hasta el final, donde un sucio foco rojo delataba la entrada de un bar o club llamado La Caverna.
La puerta se delataba grasienta, aunque no podía verla bien, o tal vez era esa la sensación que estaba en el aire de la madrugada y reptaba por mi cuello. O la consecuencia de ruidos que se enrollaban difusos: la música del interior, un tango gangoso, ronco. “Gime bandoneón, grave y rezongón, en la nocturna verbena”. Como si la voz hubiera pasado por mil borracheras y hubiera caído en un prostíbulo junto a un río pantanoso. “…Hace más honda mi pena. Con tu viruta sentimental vas enredando mi viejo mal.” Y sentí el llamado del abismo, de una melodía de manicomio sentimental. Las notas tomaron mis pies, traspuse la vieja cortina imaginando sedas del oriente y sultanes libidinosos.
La primera sensación fue de humo y de perfumes baratos muy penetrantes. Luego mis ojos se acostumbraron y en la penumbra vi mujeres agitando sus manos. O se sentaban, se paraban, aplaudían. Brindaban. Si, la mayoría eran mujeres. Damas ya entradas en los cuarenta años. Olorosas todavía a cremas de vendedor ambulante, vestidas con lentejuelas que quizás ellas mismas cosieron a telas inciertas compradas en el mercado del barrio. Eran, la mayoría, amas de casas que en las noches se ponían sus mejores prendas para escuchar a aquel Omó Saché, al cual yo no lograba ver todavía, pues el estrado, iluminado por luces rojas, azules, verdes, más parecido a un table dance que a proscenio argentino, escamoteaba al cantante. Bulto del que salía el ronco tango. “…hace más honda mi pena. Con tu viruta sentimental vas enredando mi viejo mal, un viejo mal que me ha dejado enamorado.” Cantaba. Repetía Omó Saché con aquella voz nada argentina, pero que contenía el dolor indecible de un moribundo que sonríe por última vez, y finge que los otros no conocen su enfermedad letal.
Me moví entre las muchas mujeres y los pocos hombres hasta alcanzar, de puro milagro, un lugar vacío en una mesa que estaba junto al escenario. Allí, filtrado entre vahos de cerveza, de sudores, entre luces que no recordaban el momento de apagarse, llegaba el fuerte tufo de Omó Saché, al que ahora divisaba yo como una gran ballena flotante, abriendo la boca gigantesca, de gruesos labios, para decir, recitar, producir el aceite de cada sílaba “Gime bandoneón, grave y rezongón, en la nocturna verbena. En mi corazón, tu gangoso son…” Y no, no parecía argentino aquel mulato ingente, enorme, rebosante de grasa, que cantaba tangos con una voz salida de los profundos ríos de África. Tono gangoso, de garganta que recita las canciones yorubas entre sacrificios de cabras y perros. Voz cargada de dolor que le imprimía una extraña realidad a la canción, un imán que me mantuvo inmóvil, mirando a aquella mole musical, hasta que descubrí que usaba muchísimos collares. Atuendos sagrados de lo que en mi país, Cuba, se conoce como santería, y que va desde el simple chisme y cuento de caminos, hasta la más profunda sabiduría ancestral.
Sin duda, el Gran Omó Saché era cubano. Pero su antepasado parecía ser una morsa, un cachalote, pues el hombre, tal vez porque le costaba trabajo desplazarse, cantaba sentado. “…hace más honda mi pena. Con tu viruta sentimental vas enredando mi viejo mal, un viejo mal que me ha dejado enamorado.” No pudo cerrar la boca por la gran cantidad de resoplidos que salía de su pecho. ¿Cuánto tardaría en recuperarse? Quien sabe, nadaba en su propio mar de sudor. La camisa, de colorines, pegada a su masa temblorosa.
Vi una mujer que salía del público. De edad imprecisa, tetas que sobresalían paradísimas, de una redondez compacta y tiesa, seguramente implantes. Movía las manos como formando abaniquitos en el aire. El pelo era rubio platinado, pero su cara era difícil de definir en las penumbras, entre el humo de los muchos cigarros. Ella subió trastabillando los escalones, tropezó con un cable, echó un gritito cascado y ridículo, propio de una garganta envejecida en la añoranza de glorias y lujos ya lejanos.
Un saxofonista la tomó de la mano, impidió la caída, y por fin la mujer llegó ante el Gran Omó Saché. Vi que se arrodillaba y extendía una especie de libretita o cuaderno muy pequeño y una pluma. No sé por qué, pero imaginé aquellos artilugios de color rosa y con dibujitos de corazones con flechas y cupidos algo lisiados. Omó Saché parecía no reparar en su presencia, continuaba con la cabeza baja, chorreando sudor. Hombre probablemente de origen humilde, quizás cantaba tangos para ganarse la comida, por lo que no estaría acostumbrado a tales zalamerías. Pero finalmente la platinada logró sacarlo de su mutismo, y la mano gigantesca garabateó en el minúsculo papel. Luego la señora le entregó algo, tal vez una tarjeta de presentación, y bajó, entre tropezones, los escalones del proscenio.
El Gran Omó Saché continuó inmóvil. Callado. Me pareció hombre de pocas palabras. Seguramente esa fue la causa por la que decidí acercarme, pues comúnmente no intentaba relacionarme con compatriotas. Sería lo de siempre, las quejas contra el exilio, y los recuerdos de una Cuba, que como diría Guillermo Cabrera Infante, estaba sólo en los recuerdos y los sueños, sin una existencia real. Sin embargo, Omó transpiraba otra esencia. ¿Sería cubano? ¿O era sólo una suposición mía? No lo sabía aún, pero debajo de su aspecto de mulato humilde había una profundidad atrayente, que acaso ni él mismo sospechaba.
Fue así que me acerqué y le hablé. Lentamente volvió su cabeza, se removieron sus múltiples collares, y contestó con una voz habanera, muy gutural y gangosa: “¿Qué volá acere?” Recordé las calles de Centro Habana, los solares, las cuarterías donde vivían hacinadas las familias. Lugares donde el sexo era lo más natural, y cualquier oportunidad de acoplamiento terminaba en recamaras de paredes derruidas. Muros de piedra o de viejos ladrillos, construidos por los mismos españoles que hicieron las fortalezas del puerto contra los piratas.
Aquella voz habanera juntaba en sí misma el vaho de los corsarios de siglos anteriores y la imagen del Gran Changó, dios de la guerra y de la seducción, cuyo nombre era enormemente adorado en la isla. Todo eso, unido a suspiros de vivos y de muertos, de dioses… eso, y otros misterios exhalaban del Gran Omó Saché, cuyos ojos intensamente azules rutilaban en la piel morena como estrellas de mar en un cachalote esquizofrénico y perdido en el océano.
El Gran Omó, con su voz gangosa, dijo alegrarse de que yo fuera su compatriota, y que me invitó a unos tragos en su casa. Acepté, ya quedaba poco de la noche, no creí que me saliera algún reportaje, y nos fuimos. Canturreaba él mientras caminaba: “…son las mismas que alumbraron con sus pálidos reflejos, hondas horas de dolor….” Y la profundidad nacía, espontánea, de su ingente carne, pero era imposible adivinar que había allí.
Caminamos varias cuadras de la colonia Juárez, entre las casas porfirianas que aún quedan, recordando, los dos, seguro, pero sin decírnoslo, al vedado, que sería la parte de La Habana más parecida a las manías francesas de Don Porfirio Díaz. Por fin llegamos a una gran fachada semiderruida. Tenía varias puertas, algunas clausuradas y sin uso. Todas, con cornisas arriba. En las molduras nacían hierbas y arbustos.
El Gran Omó accionó unas llaves viejas y grandes. Se oyó rechinar de fierros, de oxido, y un vaho de vejez nos saltó a la cara. Seguí su cuerpo enorme que resoplaba. Una gran oscuridad nos rodeaba. Sólo sentía aquella gran ballena tragando y exhalando la oscuridad. Su aceite expandido en un espacio que no se podía medir. Avanzaba lento, tropezando con trastes que sonaban desde otra edad. Después de un tiempo, quizás un minuto o tal vez media hora. Vi su silueta recortada contra un resplandor amarillo. Lo rodee, tan gordo era, y me di cuenta que en sus manos había una vela. Remarcaba los rasgos de su cara, chatos, redondeados, hieráticos entre sombras y luces.
Allí empezaba un mundo de dioses. En el piso había gotas de sangre rodeando sus ídolos. El enigmático Elegguá: una piedra redondeada, con ojitos, boca y un moñito en la cabeza. A él le rendían pleitesía todos los santeros. Más allá estaba el caldero de Oggun, también manchado con la sangre de las ofrendas. Luego la doble hacha de Changó, dios de la guerra y de la seducción. Al final de un pasillo, la bella Ochùn, sincretismo de la diosa del amor y la belleza femeninas, y la Virgen de la Caridad del Cobre.
Además de dioses, aquella vela que portaba Omó Saché sacaba de la oscuridad muchas otras cosas. Muñecas colgadas en las paredes con rostros sucios y ojos verdes que miraban sin ver. Cuerdas, cadenas herrumbrosas, herraduras de caballos, tridentes, cacharros. Un universo incomprensible, lleno de aquella densidad que parecía salir de la piel del Gran Omò y contagiar las cosas con su enormidad.

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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