El Acento

Antonio Florido

La ilusión

Siete de la mañana, lunes, un incordio, por ser el primer día, o tal vez el último, que nadie sabe, los ojos cerrados, con las pestañas pegadas como si tuviesen un adhesivo nocturno sobre las hebras, me duele la garganta de respirar sólo por la boca, pienso que deberé tomarme alguna cosilla, porque el día va a ser largo, me siento en el filo de la cama, mi mujer duerme, se mueve a un lado, a lo mejor se ha despertado y se hace la dormida, es igual, aún tiene tiempo para estar en la cama, yo, desnudo, soy un rebelde ridículo, un desastroso esqueleto que pisa las losas frías hasta el baño donde me acomodo y hago lo que hago, no hace falta ser más explícito, luego la cara con la punta mojada de la toalla, con el otro extremo, seco, la restriego intentando sacarme los ojos, de tanta fuerza, miro mi rostro, lo que pensé y lo que dije, un verdadero esqueleto, me peino lo que puedo, por los pelos, que ya se cayeron, aunque todavía queda un poco de respeto, vuelvo a la habitación y me visto en silencio y con la luz apagada, por las cosas, ya se sabe, mis cinco hijos, si es que alguna vez los he tenido, espero que sí, permanecerán dormidos todavía casi una hora, mejor para ellos, ya les llegará el turno, bajo las escaleras, enciendo y apago las distintas luces, por la factura, que hay que mirar por todo, y una vez en la cocina me preparo la dichosa pastilla del café, el que siempre tuvo el mismo sabor anodino e irreconocible, las tostadas todavía no me entran y me derrumbo en la silla después de conectar una estufa que comienza a calentar cuando ya me levanto para irme, lo que son las cosas, pues eso, como digo, lunes, un horror, acabo el café, coloco la taza en el fregadero, me vuelvo a sentar, tomo las pastillas de la tensión, la de los nervios, la del colesterol, la de las convulsiones, la de los triglicéridos, la de las esperanzas, luego saco tabaco, enciendo, miro la hora, es temprano, gané unos minutos deliciosos a la mañana que aún no ha nacido, porque miro por la puerta del patio y la noche sigue ahí, espiándome, observándome, callada, como una tonta de tanto mirarme, o tal vez por el dolor de saber que ya le queda muy poco, fumo en silencio, solo, en quietud, contemplativo, y me vienen a la cabeza unas ideas ontológicas, de cosas sobre el devenir y vete tú a saber qué cosas más, como las pesadillas que tuve durante la noche, pero más vivas, más temblorosas, más inquietantes, apago el cigarrillo, la colilla la mojo en el chorrito del grifo porque no me fío, siempre le tuve pánico a los posibles incendios, la casa está desnuda y como abotargada, habrá dormido también, supongo, me tomo otro minuto y después el abrigo hasta el cuello, el dichoso invierno, busco las llaves, abro la puerta de la cochera, entro en el coche que tarda algunos intentos en arrancar, lo consigo, lo saco a la calle, lo aparco cerca de la puerta, me bajo, cierro la cochera y me vuelvo a colocar frente al volante, lo agarro con los ojos medio cerrados, enciendo las luces, la corta, callejeo, miro otra vez la hora, hay tiempo, por las calles sólo algunos desgraciados como yo, otros son aún más desgraciados, llevan el canasto en la mano, irán al campo a las aceitunas, o a lo mejor son albañiles o fontaneros o panaderos o abogados estresados o simples mequetrefes que todavía se creen los dioses de la noche, en cualquier caso no estarán de vuelta a sus casas antes que yo, me río de su pequeño infortunio, para eso estudié como un gilipollas, ahora que curren los otros, como se debe, enfilo la última de las calles, pronto la carretera con su piel mansa, después algunos baches que no cojo porque me los conozco de memoria, y comienzo a desconectar, como si todo sucediese de manera automática, el coche me lleva, es suave, silencioso, se porta bien conmigo, y yo con él, que siempre estoy pendiente de sus achaquillos, la carretera curvea, pero no nos importa, él sabe guiarme, adelanto a un tractor, luego una recta de mil demonios, pero yo a ochenta, el de atrás se acerca muy deprisa, me importa un carajo que vaya más veloz, yo a lo mío, mi coche y yo a ochenta, mirando el campo o simplemente escuchando un programa de radio odioso porque hablan como si fuese ya media tarde, la carretera se introduce en la niebla, enciendo las luces bajeras, es hermosa la niebla cuando no llevas prisa, de pronto el dolor, con la punzada en el lado derecho de la cabeza, casi todas las mañanas sucede, llega, le conozco, nos saludamos y me dice que se quedará en mi cerebro el tiempo que le dé la gana, en fin, el dolor como las patas de una araña, clavadas por dentro, el tiempo parece que no avanza, pero cuando nos damos cuenta ya estoy apagando el motor, aparqué en silencio, dormido, en el sitio de siempre, cierro la puerta del coche, entro, camino por un pasillo helado, con el abrigo todavía en alto, hasta las orejas, me cruzo con alguien que posiblemente lleve allí toda la noche, abro mi cajón y cojo algunos papeles sin mirar, serán los de siempre, pienso, y de nuevo el lunes que se me fue de la cabeza, me siento, duermo lo que puedo, el ruido empieza a sofocarme, algunos hablan y ríen, les oigo con los ojos medio cerrados, todo me molesta, lunes, el dichoso lunes, pero quiero imaginar que durmiendo hoy mañana será miércoles, mitad de semana, total, ya casi la semana se ha descosido, ya el viernes, y con el viernes el sábado y el domingo, para luego empezar de nuevo, pero hoy es lunes, trato de recordar los grupos que hoy me tocan, un día no muy pesado, suena de pronto un estruendo que inunda todos los pasillos, el revuelo comienza, me pongo de pie, coloco un libro y una agenda debajo del brazo, al estilo de los buenos profesores, viajo por el edificio buscando el lugar exacto, algunos chiquillos están aún en medio de un pasillo, intento despertar, debería recriminarles, no han de estar ahí cuando el sonido ha destrozado ya nuestros tímpanos, pero ellos siguen riendo, empujando, mirando el final donde la esquina se esfuerza por seguir siendo una esquina, sigo avanzando y cuando me pongo a la altura me dicen, hola maestro, es entonces cuando reparo en que ese es el lugar donde debo parar, entro, cierro la puerta, treinta pares de ojos me siguen como si yo estuviese jugando un partido de tenis, coloco los bártulos sobre la mesa, me acomodo, les miro, bajo los ojos, respiro hondo, el dolor de cabeza golpea, pregunto a un alumno indeterminado por dónde íbamos, el de siempre salta con el número de la página, el dichoso niño siempre se acuerda, digo, lee, quién maestro, apunto sin mirar a alguna cabeza, lee, vuelvo a decir, dónde, responde alguien, me cabreo, comienzo a sofocarme por la tontura de la situación, ahora miro en mi libro, por la página… y digo un número, desde el principio, y el niño hace caso, y comienza a leer a su manera, escucho los sonidos muy endebles, el niño está lejos, al final del aula, me levanto, paseo de un lado a otro disimulando, soy un profesor de postín, debo, al menos, aparentarlo, siquiera eso, que no se diga, intento representar como que me importa lo que hago, el niño calla, digo sigue leyendo, ya he terminado maestro, ¡ah!, suelto y ahora pregunto ¿alguna duda, algún matiz oscuro, alguna idea oculta, incomprensible, confusa?, como sé que nadie ha entendido nada me pongo a explicar lo que el chico ha leído, conecto el automático, me sé de memoria hasta la última arruga de la página de marras, explico, hablo, entono, braceo, alzo la voz y los hombros cuando algunos hablan entre sí, luego hago una pausa, me llevo el dedo bajo la barbilla, la cabeza levemente inclinada, como si de verdad la cosa fuera interesante, continúa la farsa, explico, repito lo explicado, pregunto, suspiro cuando alguno levanta la mano porque no ha entendido algo, busco en el cajón de los sinónimos, repito lo mismo cambiando algunos sonidos, o tal vez el tono, elevado, para encajar bien la materia en las mientes del niño, después, cuando lo veo necesario despierto, abro los ojos, les observo, les analizo uno a uno, reparto la vista por toda la clase, escaneando sus miradas, vuelvo a preguntar y como no estoy seguro de nada pongo un ejemplo, un ejemplo tan tonto que todos se ríen, los energúmenos consiguen que yo también me ría, vuelvo hacia la pizarra, tomo una tiza, no hay, niño, ve por tiza, pero luego lo pienso mejor y digo, déjalo, ya lo hago yo, salgo, necesitaba unos minutos para adormilar mi dolor de cabeza, pero la araña ya clavó bien sus patas en la masa y no hay quien la suelte, me dan la tiza, vuelvo, entro, escribo algunos signos extraños, esto para mañana, digo, algunos resoplan, protestan, sonrío por dentro, pongo cara de serio, debo ser serio con ellos, me siento, compruebo en la agenda que hoy se ha avanzado lo que tenía previsto, descanso, me duermo, al menos lo intento, pero se forma un murmullo, uno levanta la mano, alguna duda que el niño ha guardado, me ilusiono y le digo, ¡qué pasa!, y el chico dice ¿puedo ir al servicio?, me hundo, estaba preparado para responder a la más difícil de las preguntas, y ahora lo del servicio se corre como la pólvora, las manos comienzan a levantarse, luego voy yo, maestro, y luego yo, y después de fulano déjame a mí, maestro, el maestro está hasta las narices, lo único que pretende es pensar en sus cuatro hijos que ahora estarán desayunando y recrearse también en los hermosos y enormes ojos de su mujer ya despierta, y la clase sigue y sigue y sigue y sigue, miro el reloj, aún quince minutos, abro el cajón de arriba, dentro un paquete de quinientos folios, me levanto, grito ¡delegado!, el delegado alza sus hombros, me mira, y le digo que voy a por folios, que no hay, el chico se yergue y adopta una pose importante, yo salgo al pasillo, está silencioso, la araña se hunde un poco más, sé que todavía me queda una clase más, lunes, seis, pienso en el seis que por ahora no tiene sentido, pero más adelante sí lo tendrá, mientras voy, me detengo con alguien que también fue a por folios, hablo, río, vuelvo a hablar de cualquier nadería, retrocedo sobre mis pasos, caminando lentamente, abro, entro, y llego hasta mi mesa, el timbre suena, vulgar y hediondo, en mis oídos, los niños cierran sus libretas mágicamente, saltan, corren, gritan, se empujan, chocan sus cuerpos, y abro entonces unos cuantos segundos de mi mente, los abro y los extiendo, dilatándolos en el tiempo, convirtiendo esos escasos segundos en unos minutos, en los que me relamo en sus caras, sus rostros clavados en mi alma, les veo y les deseo en silencio que todo les vaya bien en sus vidas, los niños no saben, pero cada vez reflexiono más en esas vidas desconocidas para mí, hablando en clase, tratando de explicar, ellos, embobados, con sus cabezas levemente subidas, me escuchan y no sé si me entienden, como si fuese un código secreto, cada palabra mía, cada sonido, cada significado que intento comunicarles, en el fondo se convierten para mí, en mensajes y en deseos muy tiernos, casi excitantes, cuando hayan crecido, me digo, cuando esos treinta cuerpos se hayan transformado en hombres y en mujeres, ¿recordarán a este maestro anodino que hablaba y hablaba con la sana intención de formar sus caracteres, de transformar sus anhelos?, me consta, aunque sea por simple probabilidad, que de ese grupo saldrá algún médico, algún albañil, algún delincuente, un enterado de la vida, un sumiso en su casa, un violento, un emprendedor, un maestro apacible, un recogedor de cartones, un listillo, un idiota de tomo y lomo, también estoy seguro que a alguno de mis alumnos le tocará la lotería al menos una vez en su vida, y también me duele pensar que alguna enfermedad incurable y desconocida hasta ahora hará mella en otro, en ese otro que morirá tal vez antes que yo, cuando lo normal y lo humano sería lo contrario, pero son conclusiones de las que me voy nutriendo en este trabajo, lunes, vuelve el lunes a mis pensamientos, la araña ha parido otras arañas y ahora recorren mi frente por dentro, me duele tanto que aprovecho, cierro el extenso paréntesis del tiempo y voy hasta el botiquín, busco algo para la cabeza, los ramalazos son cada vez más frecuentes, busco y encuentro un Nolotil, lo tomo con un poquito de agua, miro a la calle, comenzó a llover, débilmente, suavemente, una lluvia que cala, encantadora como ella misma, como si fuese una miel golosa, densa y rubia que fluyese desde el cielo, me caigo en el sofá de la sala, un librito en las manos, pero creo que no estoy todavía en condiciones para leer nada, por el dolor, cierro mis ojos, acomodo el cuello al muelle tejido, pienso en mi familia, mi mujer ya se habrá vestido, estará tan elegante como siempre, mis cuatro hijos cada uno en su sitio, bien acomodados, qué sería de ellos sin mí, cuando yo no esté en este mundo, qué sería de mí sin ellos si algún día llegaran a faltarme, un misterio que me da por madurar tan adentro que asoma el vértigo a mis ojos, pasan los minutos, a segunda y a tercera, nada, luego, tras el recreo, otra clase, esta vez serán un poco más libres, si cabe, por los años, ya adolescentes, pero seguirán siendo niños ante mis ojos, tan niños o más que los de antes, con las mismas miserias, las mismas virtudes y los mismos temores, niños inocentes que me analizarán tratando de que yo no entre en sus vidas, la cabeza parece que se acolcha, será el Nolotil, digo, y me cubro las piernas con las enaguas, por el calor que no quiero que se escape, algunos compañeros también yacen sobre el sofá muy cerca de mí, otras historias y otros derrumbes, me acuerdo de que aún me quedan por resolver unos asuntos, papeleo ordinario, cosillas fugaces, sin embargo me digo que no hagas hoy lo que puedas hacer mañana y decido continuar en el fondo del sofá todavía durante unos minutos, ha cambiado la hora, niños que entran, otros que salen, todos se cruzan, en la sala un revuelo que de pronto, de manera misteriosa y automática, como el rumor de una ola que avanza y retrocede, se va alejando y pierdo entonces el contacto con la realidad, el dolor engendró otro sufrimiento más agudo, como una punzada que se hunde en la carne, mis tres hijos, uno en el fútbol, esta tarde a las cinco, el otro en inglés, esta tarde a las cinco, el otro qué se yo, esta tarde a las cinco, como en el poema de marras, cuando despierto ha pasado un buen rato, me toca otro curso, me levanto, llego al aula, los chavales se ríen, probablemente de mí, pero no me importa, se sientan a duras penas, comienza la retahíla de palabras enlazadas que vomito sobre sus rostros, algunos me ponen atención, otros pasan de mí y de mis historias, pero ahora, sumido en el profundo dolor de cabeza que hoy me ha atrapado, me importa aquello y continúo sacando de mi cerebro la clase mil veces repetida, por lo que toque, que a veces algún despabilado me lanza una pregunta y es entonces cuando de verdad despierto y soy consciente de que estoy dando una clase, pero por ahora la cosa está bastante tranquila y todos murmuran por lo bajo algunos de los sinsabores de la tarde del domingo, cuando salieron para olvidarse de sus padres y de los dichosos deberes, la clase termina y me asombro del escaso tiempo que duró en mi mente, vuelvo a la sala, me hundo en el hueco de antes, que todavía sigue allí esperándome, por delante dos horas más, yo he terminado por hoy con mi trabajo, lunes, pienso angustiosamente en el lunes, y en el seis, que más adelante alguien comprenderá por qué lo saco a colación, decido quedarme, se está bien en la sala, bajo el calorcito de las estufas eternamente encendidas, de noviembre hasta marzo, de día y de noche, alguien me dijo desde la distancia que por qué no me voy y yo me callo, no deseo responder a esa pregunta, prefiero continuar en la misma postura, de manera inopinada, ahora con una novelita de Mohamed Mrabet, con una historia que voy descubriendo poco a poco en el alma de Mina y en la de Si Admed, una triste historia, como un lamento pegado a los ojos, un sollozo que duele por la hermosa composición que ha logrado ese autor bajo la sombra de Bowles, se oyen los ecos de mi corazón cuando golpea contra las paredes y cuento en silencio las ochenta evaluaciones que me restan para acabar con todo esto, sigo viviendo, me levanto, coloco todos mis papeles en el casillero, miro atentamente unas fotografías, de antes, de cuando empezó toda la tragedia en mi cabeza, pero me resisto aún a claudicar y, con arrojo, la cierro, me pongo el abrigo, salgo sin despedirme de nadie, dirán, qué mal educado, pero a pesar de ser cierto hay días, y en esos días, ocasiones, en las que uno no está para nada, de modo que cruzo con mi acostumbrada indolencia los pocos metros que me separan de la puerta principal y, bajo la lluvia, cosa que no me importa, me dirijo hacia mi coche, arranco el motor, me abrocho el cinturón de seguridad, porque hay que permanecer vivo hasta que la cordura nos abandone, el cinturón de la resignación, esperar hasta que llegue el último momento, sólo para eso lo atravieso sobre mi pecho, que lo demás ni me va ni me viene, llueve ahora con más ganas que antes, el limpia baila delante de mí, formando una hermosa curva, la misma mil veces repetida, avanzo con cuidado, atrás se queda el edificio encajonado y lleno de mil almas dormidas, la carretera está casi abandonada, viajo solo por el mundo, a un lado y a otro los mismos tonos coloridos, suaves, olorosos, que el viento, cuando mueve los tallos, crea unas formas delicadas y bellas, de vez en cuando imagino que alguien más apresurado que yo me adelanta, sueño que llego a mi casa, y veo en mi frente a mis dos hijos y a mi esposa que todavía estará trabajando, la ciudad al fondo se agiganta, igual que a través de una lupa, cada vez más grande, más inabarcable, ahora el olor ha cambiado, las personas olemos distinto o quizás se trate de que las pesadumbres cuando se acomodan a un sitio no se quieren marchar, pero es cierto, lo mismo que cambian los colores, los rostros de los individuos que mi coche va dejando a los lados, otra tristeza, otra sustancia pintada en esos rostros que veré tan sólo una vez en la vida, salvo que la casualidad lo requiera, me encuentro deshecho, pero tengo ganas de alcanzar por fin la calle y la casa, paro el motor, las ruedas bien pegadas al bordillo, para eso sí soy un verdadero maestro, abro la puerta y entro, las luces apagadas se vuelven rabiosas por el simple dedo que pulsa donde debe, un hueco extraviado me acoge y me echo sobre el sofá con la estufa prendida, cierro los ojos y escucho intentando comprender si mi familia ya ha llegado, pero el silencio es denso y obcecado, nadie, nadie salvo yo en un vuelco sobre el lado, esperando que mis dos hijos llamen a la puerta y se abra entonces la sonrisa en mi cara, el tiempo pasa, aparece el hambre, como algo rápido, vuelvo a echarme, la tele la dejo dormida, solamente espero a los demás, y ahora caigo en la cuenta de que mi mujer trabaja hoy hasta bien tarde, por la cochura de su trabajo, hasta que la noche se apacigüe sobre nosotros, y los niños, en el inglés, a eso de las cinco, y en el fútbol a eso de las cinco, me dedico a darle vueltas a las ideas hasta que el sofoco y la angustia me empujan a la calle y bordeo sin ganas el barrio, esperando a que mis hijos lleguen, a que mi mujer se acuerde de mí en la distancia, me llevan las piernas hasta el campo de deportes, alejado como él sólo, los niños juegan, los adultos juegan a que juegan con sus hijos, a creer que sus mismos hijos son como estrellas del fútbol, inspirados, saltan, aplauden, vociferan, algunos incluso se atreven a lanzar consejos inútiles por lo alto del aire, para que su hijo, que se equivocó en un regate, lo atrape y comprenda, busco ansioso con la mirada, pero no veo al mayor, sin duda, quizás, ya haya acabado y mi caminata no haya servido de nada, me cambio de postura y vuelvo a la ciudad sobre mis pasos, la academia delante, cruzada en la calle, como una postal de posguerra, con el cartel publicitario henchido de arte y de sarcasmo, entro, me siento a esperar en la sala de al lado, donde los demás padres miran el móvil esperando la llamada que nunca suena, la tarde, engreída, se ha volcado sobre las calles, sobre las personas, un timbre apocado tintinea, los alumnos salen con sus carpetas, algunos van tristes, otros, los más, muy alegres, hasta el miércoles, a eso de las cinco, por ahora la tarea de divertirse y de alegrar esos rostros tan pueriles, espero hasta que me canso de mirar el reloj, mi hijo, el menor, no sale y la señorita me observa con un deje de asco, lo cojo y me salgo a la calle, ya lo veré en casa, me digo, y camino por la cuesta abajo buscando mi barrio, llego por fin, estoy cansado, abro la puerta, entro, de nuevo la oscuridad que aborto con el simple esfuerzo de mi dedo, nadie aún, solo silencio y un hueco terrible, las horas van transcurriendo sobre mis esperanzas, cuando me asomo por la ventana del pasillo de arriba, la que mira al oeste, un arrebol en mi sangre, una hermosa visión en la que el sol se despide hasta mañana, pero hoy es lunes, y me agarro al día para vivirlo, para saber que todavía soy capaz de ralentizar los momentos, me ducho, me enfundo el pijama, voy hasta la habitación de mi hijo, la cama muy hecha, con toda la elegancia de las camas cuidadas, me acerco, cojo algunos de los peluches que todavía duermen con él, por el miedo, que le puede, los coloco de nuevo en su sitio, pero antes los he pasado por mi cuerpo, los he olido, como luego, cuando me echo sobre la colcha y siento a mi hijo, notando su olor, su carne pegada al tejido, el calor de sus miembros y, allí echado, sobre la figura imaginada de mi querido hijo, traspaso mi amor al tejido, como una grasa que necesito hundir en la trama, hasta el fondo, para que él sepa sin mis palabras lo mucho que lo quiero y lo mucho que lo necesito, luego, ya un poco repuesto, voy a mi dormitorio e imagino que mi esposa ya ha llegado, allí está, sobre la cama, exhausta, descansando del trajín de todo un lunes, es hermosa, su cuerpo, derretido, me llama y es cuando me vuelvo a acostar, ahora es ella a la que amo en la singularidad de la ausencia, pero es maravilloso el poder de nuestra imaginación cuando se resiste a claudicar porque todo lo inventa, sobre los sueños, sobre un cuento mil millones de veces repetido, sobre una mentira, que me obliga a pensar en que tal vez jamás he tenido ningún hijo, a creer en mi envoltura que quizás todo haya sido una enorme carcajada del destino, las nueve de la noche, el cielo crujiendo sobre todo mi ser, mi esposa no llega, nunca tocará con sus llaves la cerradura de la puerta, como mi hijo, en su cama vacía, la que adorné hace tanto creyendo que de esta manera cambiaría mi vida, ahora comprendo el motivo del lunes, del seis, de no quererme ir del trabajo aun sabiendo que mi trabajo ya había acabado, la soledad no siempre es adictiva, no al menos en mi caso, porque necesito saber que alguien me acompaña, que ríe con mis tonturas, con mis oídos sordos, con mis angustias, con mis debilidades, necesito saber que en el fondo de mi esperanza sí tengo un hijo al que amo con todas mis fuerzas, lunes, seis, ya he llegado al folio número seis, y me faltan mil folios más para acabar este lunes de tristeza, mi mujer, mi hijo, mis dos hijos, mis tres hijos, mis cuatro hijos, mis cinco hijos yacen dormidos, no los he visto en todo el día, no los he visto nunca, no he oído sus llantos ni sus sonrisas, ni tan siquiera sus brotes de ironías ni de sarcasmos, no me han hablado de sus miedos, de sus alegrías, de sus ilusiones, de sus pequeños fracasos, como tampoco ella ha querido hoy hacer acto de presencia y rozar su piel con la mía, sin embargo, a pesar de todo lo que cuento en estos papeles de mierda, sigo guardando mis esperanzas, el lunes se acaba, ya casi en lo alto, en la cima de otro día de busca y de mentiras, lunes de trabajo, de alumnos, de vidas prestadas, de casas vacías, de bocas calladas, de temores engendrados en el fondo de las almas perdidas de todos nosotros, concluyo, el dolor de las arañas crecidas ha dado paso a un dolor algo distinto, en este caso no se trata de punzadas, ni de grietas en el cerebro, ni tampoco de anhelos cristalizados en el interior de mi materia, ahora ese dolor se ha transformado en un algo distinto, un algo difícil de definir, diría que meramente imposible, busco la palabra exacta, el verdadero y minúsculo significado de toda mi vida y en el silencio de mi espera me pregunto hasta qué instante definitivo seré capaz de viajar sabiendo que la mentira es sorda y estúpida, me acuesto, ni siquiera me tomé la molestia de haberlo pensado, cada vez más inopinados mis actos, el techo sobre mí, pensando en mañana, en el martes, o tal vez en un eterno lunes, en un disfraz desvergonzado que me obligue, como casi siempre, a mascarar mi presencia.

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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