El Acento

Antonio Florido

PERRO DE LAS TINIEBLAS, novela por entregas de Roger Vilar, capítulos 2,3 y 4

Por Roger Vilar

2
El sol era muy fuerte. Cerbero seguía vagando por la colonia Condesa. Tenía mucha sed. Buscaba algún charco en el suelo.
3
Pasaron varios días. Antonio no olvidaba al perro. Soñó con él. Eran siameses. Compartían un solo tronco. Un solo corazón. La cabeza de Cerbero quedaba al lado de la de Antonio. Dialogaban constantemente. Al despertar se alegró de que fuera un sueño. Sin embargo el perro no se fue de su mente. Pensó que era una maldición. Alguna hechicería. Alguna enfermedad mental.
Una noche, como a las diez, después de haber enviado a Albertina a su casa, Antonio escuchó unos fuertes aullidos. Eran lastimeros, eran como un llanto, eran roncos, profundos, y también amenazadores. Podían poner los pelos de punta en la más alegre de las madrugadas. Contenían toda la monstruosidad del universo. Eran, sin duda, de Cerbero, se dijo Antonio. ¿Había venido a buscarlo el animal? ¿O era una casualidad? Claro, una casualidad, el animal no conocía la casa de Antonio. ¿Era Cerbero o no? Debía averiguar. Quería ver otra vez a Cerbero. ¿Para qué? No sabía. Ese deseo era una parte de sí, oscura, agazapada en grutas no exploradas de su ser, y que decía: estoy aquí por derecho propio.
Hacía frío. Antonio sacó del armario una gabardina negra. Se puso unas pantuflas rojas que estaban junto a la cama. Cerbero debía de tener hambre. Antonio fue al refrigerador. Tomó unos restos de pollo.
La calle estaba levemente iluminada por una farola amarilla. Las hojas de los árboles proyectaban sombras pastosas y suaves sobre el asfalto. Imaginó al viento silbando entre los coches estacionados, entre los balcones, entre las casas, entre las colas de los gatos, pero no, no había viento. No se movía ni el polvo. La noche era únicamente para contener aquellos aullidos espantosos. Caminó hacia el sonido. No muy lejos, detrás de un coche, vio al perro. Se acercó con cuidado y puso delante de él los restos del pollo. Cerbero dejó de aullar y empezó a comer. ¿Cómo el perro había dado con su casa? No, no, seguramente era una casualidad. El animal vagaba por aquella colonia y se detuvo justamente allí. Seguramente era eso.
Cerbero comía con desesperación, como si un hambre viejísima devorara sus entrañas. Ahora bajaba los párpados, los ojos fijos en la comida. Parecía inofensivo, más aún, indefenso. Toda aquella oscuridad, toda aquella vida de odio, golpes, sangre y frío, se develaba como realmente era: una gran fragilidad. Y esta percepción entreabrió aún más ese abismo oscuro que el perro estaba significando para Antonio. La sombra quería salir. ¿Y si la sombra salía, qué haría Antonio impulsado por ella?
Cerbero terminó de comer. Hacía mucho frío. Antonio pensó en adoptar al animal. Le silbó pretendiendo que lo siguiera, pero el perro no se movía. Intentó cargarlo. Volvió a aflorar la ferocidad de Cerbero y gruñó con furia. Antonio desistió. El perro empezó a caminar hacia la calle Benjamín Hill. No, se dijo Antonio, es demasiado, basta. Es hora de que te desprendas de ese perro. Y mandó la orden a sus piernas de que fueran hacia su departamento. Pero un profundo instinto, ciego y sordo, lo mantuvo de pie mirando a Cerbero. El perro se detuvo, miró a Antonio y movió la cola. ¡Por primera vez Cerbero movía la cola! ¡Lo saludaba! Antonio no pudo evitar sonreír. Era una sonrisa que surgía de esa parte oscura que Cerbero podía despertar en él.
Intuyó una amenaza: la ruta de Cerbero. ¿Qué traería como consecuencia seguir al perro en medio de la noche? Tal vez un desastre. Cerbero movió la cola otra vez y volvió a andar. Se alejaba. Antonio se fijó en la joroba de su lomo. Le dificultaba el paso. Quizás lo torturaba. Pero aquel martirizado, lo intuyó Antonio, tenía una ruta inexorable que mostrar. Decidió seguir al perro.

4
Cerbero se fue por la calle Campeche. A esa hora de la noche todavía estaban abiertos algunos restaurantes y bares. Antonio advirtió las miradas de la gente, quizás asombradas ante aquel perro deforme y el hombre que lo seguía.
Así atravesaron Antonio y Cerbero toda la Colonia Condesa. Al llegar a la colonia Roma Antonio ya sudaba. El perro iba deprisa. Eran las once de la noche y Antonio sintió de manera muy aguda que estaba fuera de sus dominios. Nada tenía que ver él con aquellas calles que empezaban a verse solitarias. ¿O sí? Sintió que en el mundo sólo existían él y Cerbero. Los objetos bajo las farolas públicas proyectaban sombras demasiado largas. Tal vez era una premonición. ¿De qué? Algo ominoso dominaba los pensamientos de Antonio.
Ahora el perro llegó a avenida Cuauhtémoc, cruzó, y tomó la calle Doctor Lucio, en la colonia Doctores. La inercia hizo que Antonio lo siguiera, pero sintió miedo. Conocía las historias de aquella zona: asaltos, narcomenudeo, crímenes, tráficos ilegales… Miraba a Cerbero para no perderlo, pero a la vez miraba a todos lados. Los pequeños bares y restaurantes de la colonia Roma habían desaparecido, y en su lugar surgían puestos ambulantes de quesadillas o tacos, iluminados por focos opacos y sucios. Gente somnolienta se amontonaba alrededor. Sus caras reflejaban el cansancio de todo el día, otros tenían miradas torvas, tatuajes en los brazos, imágenes de la santa muerte en sus cuellos…. Algunas señoras desveladas se asomaban a las entradas oscuras de las vecindades donde vivían. En el aire flotaba una lejana música de banda norteña.
La gente miraba a Antonio vestido con aquella larga gabardina negra y las pantuflas rojas: un ente extraño. Los maleantes de la zona seguro lo habían detectado, pero… ¿quién se atrevería a atacarlo viéndolo acompañado de aquel perro que parecía salido de los infiernos? Era un ser inquietante en cuya lengua rojiza se adivinaba un pasado de crueldad y salvajismo. El miedo al perro no era meramente a recibir una mordida, sino a ser inoculados con una sombra maléfica que haría insoportable la vida.
Se metieron por una calle estrecha, donde a través de los cristales de algunas ventanas se filtraban luces amarillentas. La mayoría de la gente dormía. Intuir su sueño, más que la noche, le provocaba a Antonio la sensación de un tiempo inmóvil. En el fondo, sin posibilidad de ser definidas, crecían extrañas pesadillas.
Ahora Cerbero entró en un callejón oscuro. Al final reverberaba una única luz. Recorrieron cincuenta o sesenta metros. Llegaron ante una puerta y un cartel borroso en el que se acertaba a leer: “Billar Hell Boy. Bienvenido”. No podía conducirme este perro a otra cosa que no fuera el infierno, pensó Antonio, decidido, ahora sí, a volver sobre sus pasos. Pero una voz ronca y aguardentosa lo urgió a pasar.
–Pase, pase, tenemos la mejor cerveza de la zona.
Hubo varios chasquidos, en la mesa alguien le pegaba a las bolas.
–Pase –dijo otra vez la voz.
En la puerta apareció su portador. Era un hombre obeso y gigantesco. A pesar del frío solo llevaba una camiseta sin mangas llena de manchas de grasa.
–Pase –volvió a decir.
Antonio tuvo un gran miedo. Aquel gigante podía partirlo en dos con un movimiento de manos. El hombre sonrió.
–Puede pasar con su perro.
Esto tranquilizó a Antonio. Quizás la amenazadora presencia de Cerbero lo protegería.
Siguió al hombre, el cual lo condujo a un salón con las paredes pintadas de amarillo, lleno de mesas de plástico blancas, y una mesa de billar en el centro. No había ningún parroquiano excepto una chica delgada que le pegaba con furia a las bolas. Vestía una minifalda y medias negras. Sus senos eran abundantes y apetitosos. Tenía una botella de tequila junto a sí de la que tomaba grandes tragos. Cerbero se acercó a ella y le lamió una pierna. La mujer no se dio ni por enterada, quizás la borrachera la mantenía apartada de todo. El perro se echó bajo la mesa de billar. Cerró los ojos y pareció dormir.
–¿Qué va a tomar, amigo? –preguntó el hombre gigantesco.
Antonio temía ser descortés y pidió una cerveza. Al momento la tenía junto a sí. Se sentó a una mesa y empezó a tomar. Se acabaría la botella y se largaría. Allí peligraba, bien lo sabía. El cantinero tenía aspecto de tahúr retirado de los vicios y las extorsiones. Uno de esos delincuentes que juran ante la guadalupana llevar una vida tranquila. Sí, debía irse cuanto antes, aún sin Cerbero. Empezó a bajar rápidamente su cerveza. En ese momento la chica lo llamó con voz de borracha.
–¡Oye, ven!
Antonio no se movió. Presentía que ella era el filo de una navaja.
–¡Te dije que vinieras acá, chingaos! –vociferó la muchacha.
Ahora la voz era amenazante. Sus cabellos rizos, negros, le daban aspecto de una medusa feroz. Antonio sintió que a sus pies tenía un precipicio. Intentaba agarrarse a los salientes rocosos, pero sus manos resbalaban y la caída al abismo estaba cada vez más cerca.
La chica llegó hasta él y le extendió una mano. Antonio se quedó mirando aquellos dedos delicados. Estaban llenos de sangre seca. El olor se metió dentro de él.
–Vamos a jugar billar –invitó ella, ahora con voz más suave.
Antonio caía inexorablemente al precipicio. Seguirla podía ser un camino sin retorno. Se paró. Ella lo llevó hasta la mesa de billar y le dio uno de los tacos. Se tomó un gran trago de tequila y formó las bolas en forma de triángulo.
–Vamos a jugar pool –dijo ella. Sus manos ensangrentadas manejaron con destreza el taco, dio un gran golpe a la bola y rompió la formación de las restantes. Varias cayeron en los hoyos. Era una chica con suerte. Luego fue el turno de Antonio. Falló.
–No pareces hombre, caray –dijo ella.
Antonio observaba su brazo derecho. Tenía tatuada una gran serpiente azul que echaba llamas rojas por la boca. Una mujer, sangre y una serpiente. Una mezcla subyugadora. ¿Qué había detrás de aquella chica de senos turgentes?
–¿Qué edad tienes?
–Veintidós años.
Dio otro trago a la botella de tequila y dijo que era de Tlaxcala. Estaba esperando que la policía llegara a detenerla. Dos horas atrás había matado a un hombre a puñaladas.
Cerbero se acercó por debajo de la mesa a las piernas de Antonio y lamió sus rodillas. La oscuridad quería seducir. Era un canto de sirena dirigido a la parte más profunda de Antonio. Se dio cuenta de que estaba frente al más extraño de los caminos. El perro, la serpiente, las manos ensangrentadas, los senos turgentes, los cabellos rizos.
Ya eran las doce de la noche. Antonio le dio otro golpe a las bolas. Su mano temblaba.
–Debes irte –le dijo a la chica— No dejes que te capturen.
Él no sabía la historia, no sabía si el muerto merecía morir o no, pero quería salvar a aquella asesina.
–No tengo a donde irme –respondió ella y dio otro golpe a las bolas.
–Te llevaré a un hotel, y después ves qué onda –le dijo Antonio – ¡vámonos!
Pagó la cuenta de ambos y salió a la calle con ella. Cerbero los seguía. Tomaron un taxi. Subieron el perro, Antonio y la chica. El taxista miró con recelo al animal. Antonio le pidió que se fueran Tlalpan abajo, hacia Xochimilco. Ella, de quien aún no sabía el nombre, recostó la cabeza en el hombro de él y empezó a llorar como si soltara todas las emociones contenidas.
Antonio miró la noche, las luces mortecinas que se sucedían, los hoteles de paso con sus anuncios de neón y sus prostitutas. Todo lo conocía muy bien, pero ahora empezaban a ser un mundo distinto, porque dentro de aquella oscuridad él tenía nuevos compañeros, nuevos sentimientos, y una certeza total de haber salido del círculo donde se sentía seguro y nada malo podía ocurrir.
Estaba espiritualmente a la intemperie. Un viento y un fuego invisibles traspasaban su piel. Era como una droga.
La muchacha ahora apenas sollozaba. Él acarició sus manos ensangrentadas, sangre que hacía poco tiempo había fluido por unas venas desconocidas. Tocarla era como acariciar por dentro al dueño de aquella sangre, pasar la mano por su hígado y su corazón. Y sintió el asco de tocar lo más íntimo de una existencia que probablemente fue abyecta y miserable.
Por la borrachera o por el cansancio la muchacha se había dormido cuando Antonio vio, sobre la Calzada México Xochimilco, un pequeño hotel llamado Avalón. “Vaya”, se dijo, “como la isla donde llevaron al rey Arturo”. Y pensó que ese era el lugar adecuado, pues si existía el Santo Grial, aquella muchacha necesitaba beber de él.
–El perro no puede entrar –dijo una empleada e intentó pegarle a Cerbero.
El animal gruñó amenazador, pero se echó en la puerta del hotel. Antonio pagó diez noches y pasó al cuarto nueve con la chica. Fingía que eran pareja, le hablaba, la regañaba por borracha. Dentro de la habitación la arrojó a la cama. Entonces se le ocurrió que debía bañarla. Tembló por dentro. Eso significaría descubrir aquella carne mágica. ¿Lo haría por ayudarla o por profanarla? Era la princesa de la serpiente. Trataría de hacerlo sin lujuria. Con veneración. Empezó a quitar la blusa. Ella se removió en la cama. Dejó escapar un quejido. La prenda salió por la cabeza, y aquellos senos, turgentes, saltaron al aire. Los pezones eran grandes y oscuros. Antonio siguió por el pantalón y los calzones. Era un cuerpo delgado, pero con las caderas bien marcadas y nalgas paradas. La arrastró hasta el baño y abrió la ducha.
Se dio cuenta de que para bañarla tendría que quitarse la ropa, pues de lo contrario saldría empapado. Lo hizo, y cuando su cuerpo desnudo estuvo cerca del de ella, no pudo evitar una erección muy fuerte. Se molestó. Se dijo que no debía mezclar el sexo con la ayuda a la chica. Empezó a bañarla. Era una diosa entre las aguas, con esa fuerza que alude a una fertilidad desbocada. Quitó la sangre de las manos, las lavó, las observó, y trató de imaginar unos dedos tan finos perpetrando un asesinato. Aquella belleza era muy peligrosa. Estaba desnudo junto a un cuchillo de carne tibia.
Antonio puso a la muchacha en la cama y la tapó.
Empezó a vestirse cerca de ella. La miró fijamente. Quería grabarse sus rasgos. Quizás nunca la volvería a ver. Acarició sus cabellos. Ella dormía profundamente. Se había hundido en él como una molesta semilla. No podía permitir que germinara. Tendría que arrancárla. Le dejó algo de dinero en la mesa de noche. Afuera aún estaba Cerbero. El perro lo siguió. Hacía mucho frío. Llegaron hasta una banca en un parque. Una profunda sensación de soledad invadió a Antonio. Hubiera querido conocer a aquella mujer en otras circunstancias. En un parque, en el trabajo, en una escuela… Pero no, la había conocido cuando sobre ella ya pesaba una maldición.
Cerbero estaba frente a él. Lo miraba con sus ojillos enrojecidos. La fea cabeza, llena de cicatrices, parecía el corazón de la noche. Una noche árida, sin lugar para el amor. Muchas noches de Antonio habían sido así. Eran días lejanos. En aquel tiempo no sabía si al día siguiente comería o no, si estaría cuerdo o no, si decidiría suicidarse o no. El maldito perro tenía la facultad de recordarle todo aquello. Vio el rostro de Jimmy, con aquellos profundos ojos azules, la nariz muy aguileña, y la boca abierta, babeaba. Cerbero lamió los zapatos de Antonio. La imagen de Jimmy se difuminó. Ya era de madrugada. Sintió que no pertenecía a aquel lugar ni a aquel tiempo.

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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