El Acento

Antonio Florido

Diferencias entre neurociencias anglófonas y neurobiología iberoamericana, por Mario Crocco

Mis temores: Este es un texto de divulgación, del subgénero que la industria editorial llama “alta divulgación”. Se dirige pues a lectores con formación sólida pero de otros campos. Su mayor reparo es que la transdisciplinariedad también es alta. Ello obliga a aclarar divulgatoriamente tópicos que por lo común no se explican juntos – o que para juntarlos se puerilizan, falseando la prometida exposición del vínculo entre cerebro e interioridad. Por ejemplo, en esta divulgación se hallará una serie de comentarios relativamente cortos y sencillos. Pero una de esas viñetas puede traer tema biomédico, la siguiente hablar de física… enseguida otra se preguntará adónde buscar efectos del libre albedrío en la naturaleza, seguirán otras sobre historia de las ideas, evolución del sistema nervioso, descripción de algún microbio parecido a los paramecios, algo de epistemología, cuestiones de psicología… No estoy seguro de haberlo logrado. Sueltas, el lector inteligente entenderá todas esas viñetas, las de tema ya familiar y las de tema que le resulte remoto; lo que temo como autor es que no haya logrado mantener siempre a la vista el hilo conductor. Créame el lector que existe, y consiste en comparar tradiciones académicas mientras repasamos las cuestiones del vínculo entre cerebro e interioridad, o nexo psicofísico. Le ruego preguntarse permanentemente sobre ese hilo conductor mientras lee viñetas al parecer distantes del preciso tema que nos ocupa, porque su ilación es lo que brinda unidad y consistencia al trabajo.
Para qué sirve este compendio: Este texto divulgatorio vino de un diálogo que procuraba enriquecer la relación de una persona concreta con su hermana gemela al explicarle, con rigor, sin tecnicismos de más, qué es persona (son “las realidades que residen en hiatos causales”, concepto que comprende también a toda persona no humana), y qué determinaciones les imponen los vínculos interpersonales biológicos. El relato de esas explicaciones forma el capítulo que principiaremos después de este. Allí expondremos con buen humor los hechos y cuestiones más difíciles de la interfaz neurocientífico-filosófica. Pero ahora, antes de empezarlo, en este transdisciplinario compendio conceptual de la narrativa, tales hechos y cuestiones serán indicados secamente. No necesariamente de mal humor; sólo un poco “en difícil”, para poder hacer corto al compendio, plagado ya –a fuer de divulgación– de inevitables analogías literarias y forzosossilenciamientos de asuntos científicos.
Para retener mejor esos hechos y cuestiones y a la vez destacar su importancia, los contrastaremos con algunas de sus exposiciones inexactas, bastante difundidas. Estas proceden no sólo de malos divulgadores sino del enfoque neurocientífico que surge de las bases culturales y conceptos tradicionalmente compartidos en la sociedad angloestadounidense — hoy, sin duda, globalmente preeminente.

¿Por qué marcar las diferencias? “¡Qué comparancia tan fiera!”, diráse con las palabras del Fausto, de Estanislao del Campo. Pero no; no se trata de agrandarse en el trillado recurso del parangón hiperbólico –el del indigente que se confronta con un magnate, por ejemplo–, sino de prestar un servicio.
Es obvio que la investigación neurocientífica mundial se ha beneficiado de forma colosal con la tecnología de aplicación neurobiológica costeada y desarrollada dentro de esa sociedad anglohablante. Esta, desde la segunda guerra mundial, le aportó recursos de magnitud incomparablemente superior a otras. Pero disponer de tecnologías caras y siempre renovadas encauza por demás los hallazgos. La técnica novedosa inaugura futuro profesional para investigadores que se inician, y abre perspectivas utilitarias, especulativas, axiológicas, afectivas… cierra otras. Restringe los descubrimientos a lo que se va revelando sólo por medio de ellas — aun cuando las tecnologías neurobiológicas del siglo XIX, de artesanal sencillez, no han todavía agotado sus posibilidades de seguir produciendo descubrimientos. Feracísimas son aún las posibilidades heurísticas de la aguja de disección, de las tinciones clásicas de células y fibras, de la formación y celoso recorrido de colecciones y museos, de los cotejos amplios y escrupulosos en biociencias comparadas, de la minuciosa observación clínica y conductual en hospitales y zoológicos, del discernimiento experimental electrofisiológico que insume años en forjarse, de los interrogantes de miras biológicas en las ciencias no biológicas que proveen de fundamento a las biomédicas; en lo que sigue, lo veremos ilustrado. Pero el prestigio, con que las nuevas tecnologías irrumpen en la ciencia académica, empalidece aquellas como si fueran antiguallas, restándoles prematuramente manos devotas, entusiastas y laboriosas. ¿Hemos de recordar que, para esta investigación académica, hasta pasada la mitad del siglo XX no había diferencias regionales en el tipo de tecnología disponible, y los angloestadounidenses no lograban abrir mayor número de caminos nuevos que aquí? Empero, sus programas de enseñanza –como parte de la diferente producción de valor en las diversas geografías culturales–, y su prensa –simplemente como rutina de las llamadas “culture wars”– ya silenciaban, entre muchísimos materiales de tintes ideologizados o ideologizables, nuestros hallazgos previos.
Por eso, y sobre todo ahora que es tan habitual representar la práctica científica como dependiente de la historia, la sociedad y la cultura, es posible prestar un servicio tal vez significativo marcando las diferencias (acá, además, las numeraremos) en asuntos fundamentales, o básicos, en la esperanza de que la academia hoy más rica del mundo, que en general las olvida, vuelque su interés asimismo sobre ellas y volvamos a adelantar codo a codo. Tópico a tópico, por tanto, iremos contraponiendo aquel enfoque, y sus resultados, con los de la tradición neurobiológica más antigua y antaño más próspera, desarrollada en Iberoamérica.
El núcleo de esta tradición, con base en observaciones realizadas desde 1747, se transmitió dentro de la región desde alrededor de 1753 [1]. Su enfocamiento en lo que mucho después se denominó electroneurobiología pasó por varias tesinas universitarias a finales del mismo siglo XVIII, inauguró el XIX viendo su electroneurobiológico interés encumbrarse al centro de las ciencias –aunque también de la Idéologie y las diversiones cortesanas europeas– al maliciar más y más atrevidos que el flúido eléctrico fuera materia del alma, en tiempos de Dorrego y Rosas (1827-1835) recibió aportes de primer nivel internacional, y desde septiembre de 1883 produjo la primera electroestimulación prolongada (¡durante ocho meses!) de un cerebro humano consciente en el mundo, destinada a hacer posible en él la neurocirugía (permitiéndola con el mapa de las localizaciones de funciones en el cerebro, por cuya ausencia no se operaba dentro del cráneo, ya que un número inaceptable de pacientes fallecía a causa del exceso de trepanaciones descaminadas) pero plagiada por un influyente para doctorarse y, por ello, silenciada durante ciento dos años. Desde 1899 recibió de Alemania a uno de los mejores neurobiólogos del mundo y durante cincuenta y siete años lo tuvo por mentor y referente, pasándosela a conocer como Escuela Neurobiológica Argentino-Germana (AGNT en su acrónimo inglés). Formó a unos cuatro mil quinientos intelectuales de la región, trabajando especialmente desde los hoy Hospitales Borda y Moyano en Buenos Aires y las Facultades de Filosofía y Letras en Buenos Aires y de Humanidades en La Plata; uno de sus científicos fue Ministro de Salud Pública durante los ocho años centrales del siglo XX; imprimió miles de contribuciones, incluso libros mayores –alguno prologado por un entonces reciente premio Nobel– alguna de cuyas series continúan publicándose; y al tiempo de cumplir su primer cuarto de milenio redobló épicos combates con los cada vez más numerosos burócratas y políticos inilustrados.
Para no escribir un libro entero nos ceñiremos a los tópicos de interés fenomenológico, o sea científico-observacional; “fenómeno” es lo que por sí mismo aparece, el hecho no puesto ni inventado por el observador: lo que salta a la vista. Única excepción será la comprensión, que con frecuencia difiere entre ambas tradiciones neurocientíficas, del ser de las entidades: en la neurobiología hispanoparlante se lo entiende como el acto en que consiste ese saltar a existir, y en cambio, en las neurociencias anglófonas, aun cuando se lo refiere a las entidades se lo suele seguir asimilando a la cópula gramatical que engarza los predicados; a esta particular diferencia entre ambas tradiciones, porque no es observacional, la despacharemos con harta brevedad, sin dejar de destacar su profunda influencia sobre el modo de conceptuar la relación cerebro-psiquismo. Variados motivos –didácticos, históricos, y heurísticos o que fomenten descubrir más– hacen pues oportuno que mientras repasamos tales hechos y cuestiones quede sentado el contrapunto.

Las diferencias
Viñeta 1. Diferente objeto de investigación. La disciplina científico-natural con más incidencia humanística es la neurobiología. En la América anglófona la neurobiología se centra en estudiar los mecanismos con que el cerebro da respuesta a las exigencias del medio. En cambio, en Iberoamérica se enfoca en los aspectos naturales del nexo psicofísico; o sea, en los aspectos físicos de la conexión entre cada psiquismo determinado y su cuerpo.

Viñeta 2. Diferente abordaje epistémico (o sea, de método científico). El enfoque con que mira su objeto la primera tradición –las neurociencias angloparlantes– consiste en profundizar en la naturaleza por sectores ya separados según el common sense (en la práctica, esto significa que su idioma, la lengua inglesa contemporánea, discernía de antemano esos sectores por medio de locuciones específicas, o con categorías como, por ejemplo, aplicar el aspecto gramatical perfectivo del verbo para pensar cursos de acción causal) y luego hilvanar sus descripciones interdisciplinariamente, buscando unificar terminologías y conceptos. Investigan primero en compartimientos estancos o bien intercomunicados sólo por unas pocas áreas afines, de ideas directamente traducibles; buscan la integralidad después. Por eso en la última década algunas de sus voces alzaron autocríticas parciales, indicando carencias. Una, reciente, apremia “hasta hoy ha faltado la conexión entre física y neurociencias, de modo que es hora de encontrar ese eslabón perdido”[2]; otra confiesa que «el éxito al estudiar la actividad [en el cerebro] evocada [por los sucesos del ambiente] nos ha hecho perder de vista la posibilidad de que nuestros experimentos revelen sólo una fracción minúscula de la real actividad funcional que nuestro cerebro lleva a cabo.[3] Otras voces estudian cotos de posibles síntesis.[4] Pero no producen perpectivas panorámicas como la que intentaremos en el presente compendio, las que más bien sospechan propias de las especulaciones proféticas de la biología romántica –nutrida en parte en la filosofía kantiana y desarrollada por Oken, Goethe, Geoffroy Saint-Hilaire, Owen, Gruithuisen, Carus, Kieser, von Esenbeck, Heinroth, y los posteriores pioneros de la teoría celular: Schleiden, Schwann, Ehrenberg, Dujardin, Virchow y von Siebold[5], entre otros; se trata de especulaciones que, junto a la geología romántica, la física y química románticas, la antropocosmoteología anátomo-clínica romántica y hasta la doctrina romántica de la electricidad, salieron de la Naturphilosophie alemana y son búsquedas prioritarias de un plan común de composición, es decir, búsquedas de las grandes sindéresis que revelen correspondencias (Interdependenzen) entre micro- y macrocosmos. A más de rehuir todo lo que les parezca cortado por ese patrón, del que recelan en cualquier enfoque diverso al propio, en las neurociencias angloparlantes también nuestra literatura en inglés, alemán y francés pareciera haber perdido la inteligibilidad que disfrutaba hace un siglo.
En cambio, la aproximación de la tradición iberoamericana a su objeto es tener presente, por cierto, los distintos sectores discernibles (aunque sin conferirle a ninguna lengua natural o artificial particular –sea una lengua aislada, o de cualquier familia: afroasiática, amerindia, austronesia, indoeuropea, nigerocongoleña, sinotibetana, etc.–, ni a su supuesta «estructura profunda en común», ningún particular valor de descubrimiento –o heurístico– para distinguir sectores; que no tronó aquí el llamado giro lingüístico). Pero, a la vez, tiene también presente el plexo completo de los hechos por describir — ¡desde el principio!, pero no como un orientado devenir progresivo de la naturaleza, más esencial que las ocasionales configuraciones de cualquier escala que esta adopte, que es lo que objeta la neuroanglofonía. O sea, tiene de entrada presente el posible “todo” fáctico que orientará la investigación interna de aquellos sectores y el trabajo de articularlos entre sí. Y estima de antemano que ningún método a priori, ni hilo conductor lingüístico o lógica investigativa, asegurará que no olvidemos algún ángulo de relevancia para la investigación empírica. Por eso, para sustraerse a la desmemoria y no dejar en el tintero elementos pertinentes de ese plexo, se lo delimita prudencialmente –sin seguridad metódica– tratando de recordar y considerar todas sus facetas: repasando y repasando, siempre en borrador, algo así como un atlas de todo lo que estimamos real. Y mientras repasamos nos empeñamos en interpretar a fondo conceptos poco traducibles entre sí, por ejemplo los aportes de muy diferentes culturas y épocas sobre la complexión psicosomática.
En suma, mientras las neurociencias angloestadounidenses son anglocéntricas, la neurobiología iberoamericana –aun sobrándole con qué hacer lo propio, como se verá– por concepción y vocación siempre fue abierta, disciplinaria y culturalmente. Lo que sobre cada tema neurobiológico hayan aportado todas las ciencias naturales, los abordajes culturológicos y humanísticos, y la misma historia de las ciencias entendida como medio de investigación, se analiza antes de diseñar cualquier observación controlada[6], o trabajo experimental[7], o búsqueda anatómica[8], o investigación fisiológica[9], o indagación en la historia de las ideas[10]. Conjugados desde el principio terminología y conceptos, ponemos la integralidad primero y el desarrollo sectorial después. Con ello nos dejamos persuadir de la inmensidad de nuestra incerteza e ignorancia — forjando así, para abordar cada cuestión, la “amplitud renacentista” que, en encomio o menosprecio[11], suele subrayarse en la neurobiología iberoamericana.

Viñeta 3. Diferencias en admitir que los psiquismos son capaces de iniciar series causales del todo nuevas; escotomización de la semoviencia.Asimismo, mientras la tradición neurocientífica anglófona en general no reconoce que los individuos puedan tomar reales iniciativas, la neurobiología iberoamericana encuentra que sí pueden llegar a superar creativamente los condicionamientos del medio y de su historia. En otras palabras, aquella tradición neurocientífica anglohablante en general sostiene que la función volitiva –la voluntad– está corporalmente predestinada a tomar las decisiones que toma; o sea, que está constreñida a no superar nunca sus bases biológicas preoperantes. O sea otra vez: que la función volitiva no toma decisiones; que nos engaña simulando tomarlas.
Esos neurocientíficos en general consideran a la genuina autodeterminación, y a la libertad decisoria, como mitos de utilidad social — mitos de que somos libres: mitos utilizables en el mercado civil para que los consuman los consumidores pero, supuestamente, no los neuromercaderes[12], y en el mercado de la violencia institucional para vender acciones militares y fantaseadas neurotecnologias bélicas futuras[13], y, para conquistas más aterciopeladas, en neuroestilosdestinados a que guionistas y novelistas enfrasquen a su público compulsivamente, sin que el interés flaquee jamás[14]; mitos utilizables en política y politiquerías para halagar a los dueños de su propio destino, en derecho civil para fundar la doctrina de los actos propios y en derecho criminal para respaldar la imposición causalista de las penas, articulándose tales mitos para construir cosmovisiones filosóficas y moral privada y pública, así como letras de himnos nacionales y doctrinas de diversos cultos… pero que son sólo mitos. Juzgados convenientes para determinados fines, nada más. Mitos que, estiman aquellos neurocientíficos[15], carecerían de realidad y hasta de la posibilidad de que en la naturaleza exista lo que ellos refieren. A la autodeterminación y a la libertad, pues, en general las declaran físicamente imposibles, quimeras.
Debido al preconcepto, en esa tradición angloparlante a ningún laboratorio académico de neurociencias se le ocurriría exponer la independencia volitiva como algo más que mera apariencia, o delusión; jamás se le ocurriría ponerse a investigar la posibilidad de que alguna soberanía volitiva exista de hecho. No es que asumirlo sea sólo inconveniente para mantener manando sus fuentes financieras, no: el escollo es sobre todo conceptual. De antemano y al dedillo “saben” que eso violaría la supuesta imposibilidad de que surjan series causales nuevas en la naturaleza. Que violaría la clausura de la ley física, para decirlo tal como se lo planteaba precuánticamente, a fines del siglo XIX.
Al respecto la tradición de las neurociencias académicas de la anglofonía toma, por marco de referencia, opciones ideológicamente incrustadas en escolásticas controversias medievales e inagotables guerras llamadas “de religión” entre protestantes y “papistas”. Es debido a esos motivos culturales, y no por razones observacionales, que generalmente abomina reconocer nada que evoque almas dotadas del “libero arbitrio” que, según los catecismos, funda la dogmática de Infierno y Paraíso. Escotomizar es incapacidad de ver algo delante del ojo porque su imagen incide justo en el punto ciego de la retina, y tal es el efecto en las neurociencias anglófonas de aquellos motivos culturales y asociaciones ideológicas, que imponen escotomizar la capacidad autodeterminativa de los psiquismos. Esa capacidad, de algunos organismos que en su complexión incluyen psiquismos, se denomina semoviencia. Es que, si bien nadie querrá ver libre albedrío en la semoviencia de un vacuno, todos advierten que constituye el fundamento físico (fin de una serie causal y comienzo de otra nueva, en lo cual consiste el tópico neurobiológico) que eventualmente permitiría lograr aquel “libero arbitrio” cuando y donde sobreviniera un desarrollo mental y cultural apropiado.
En consecuencia, al verse confrontada con cualquier objeción a esa postura, las neurociencias anglohablantes pretenden justificarse traduciendo observaciones del siglo XIX, renovadas a finales del XX, sobre el retardo del presente vivido respecto al presente físico (su permanente atraso con la magnitud del “intervalo Á”[16]). Además, llegan a necesitar esa justificación asimismo porque, en general, su cultura no distingue instante físico y momento mental y debe así abrazar cierta afición platonista (el ya mencionado platonismo inglés, vigoroso en la temprana Modernidad) a creer al tiempo navegable, un tema para otras viñetas.
En cambio, la escuela neurobiológica argentino-germana no padece aquella rémora histórico-cultural que disuade de investigar la posibilidad de que alguna soberanía volitiva exista de hecho. Lo hace, pues; lo investiga, y observa en dicha naturaleza que algunos organismos individuales superan los límites de Turing. Esta tradición neurobiológica iberoamericana observa en la evolución biológica –y en otros recovecos de la naturaleza– efectos adaptativos eficazmente causales de la semoviencia, inasequibles para máquinas de Turing, y en ello reconoce que los psiquismos son capaces de iniciar series causales del todo nuevas. O sea, que los organismos que emplean el recurso del psiquismo –o bien porque les es forzoso para sobrevivir, o por mera herencia si sus circunstancias ecológicas cambiaron–superan las limitaciones que a las máquinas les vedan tener picardía.
Este desempeño empíricamente descubierto –pura cuestión observacional– no sólo acredita que no existen los estados pasados y futuros del cosmos[17], como más abajo articularemos. Además, el desempeño observado es por principio impracticable, si esos organismos contaran sólo con aquella predestinación maquinal y, físicamente, no pudieran cortar la cadena causal para así poder ponerla, por sí mismos, a empezar de nuevo.

Viñeta 4. Diferencias sobre el mundo físico. Como vamos viendo, por más que alardeemos de que la ciencia no es asunto de creencias o convicciones contextuales, estas poseen valor heurístico, negativo o positivo, y de ese modo inciden en nuestros resultados. La casi totalidad de los neurocientíficos anglófonos cree que el mundo físico de nuestra diaria experiencia se funda en la descripción académica más general que, estiman, mostró razonable eficacia para enfrentar los retos tecnológicos y así logró, para sus países, la preeminencia geopolítica que hoy disfrutan. Según esa geopolíticamente exitosa descripción académica[18], el mundo macroscópico es cuatridimensional.
Una de esas dimensiones, llamada tiempo, difiere de las otras tres, entre sí de naturaleza idéntica, que en conjunto son denominadas espacio. Unidas al tiempo su estructura cuatridimensional se denomina espaciotiempo, y su forma más general puede describirse matemáticamente como un continuo (es decir, algo múltiple logrado por plegado pero sin cortes, o “manifold”), en el cual cada punto, llamado evento, puede rotularse indicando cuatro valores independientes o coordenadas — las que lo sitúan en el ámbito témporoespacial, definiéndole precisas relaciones de adyacencia y de lejanía hacia cualquier otro evento. Esto lo referimos señalando que el espaciotiempo posee función de elongación. (El lector alérgico a las expresiones simbólicas puede saltearse el contenido de este paréntesis, que explica que las coordenadas son representadas como x, donde el índice  va entre 0 y 3 para referirse a cada una de las cuatro dimensiones y, para ubicar los eventos situados en ellas, el concepto indistintamente denominado distancia o intervalo se expresa a través de la estructura métrica del conjunto: el intervalo ds entre dos eventos o puntos vecinos x + dx puede escribirse como un elemento lineal o métrica, a saber: ds2 = g(x) dx dx. El tensor g(x) se llama tensor métrico y es una función cuyo valor queda determinado por las cuatro coordenadas de posición x exclusivamente; el tipo de geometría así descripto se conoce como geometría riemanniana). Debido a que los observadores se localizan (es decir, no observan todo desde todas partes a la vez, en ruyeresco survolabsolu u omnisciente sobrevuelo del cosmos), en ese escenario no se puede afirmar universalmente una secuencia de eventos reales — o sea, afirmar de modo absoluto cuál fue el último evento de cualquier posible par, predicando de uno que “realmente” aconteció después del otro. Por eso, en ciertas circunstancias físicas no cabría aseverar «Cleopatra murió antes que Gala Placidia». Este es el núcleo, platonísticamente derogatorio de la inflexibilidad del tiempo, que subyace a tal modo de pensar y lo inspira. En tal escenario, tal determinación jamás podría asumir valor de verdad para todo observador, es decir valer de modo incondicional; las afirmaciones válidas son tan solo al estilo de «Visto desde allí, este lejano choque de galaxias a la derecha se inició antes que aquel a la izquierda, pero desde una veloz nave espacial no puede descartarse que aquel precediera a este». En el fondo de esa perspectiva académica que resultó exitosa, campea pues la certeza de que en la naturaleza “todo es relacionable”; de que, en la muy manida y poco entendida frase hecha, “todo es relativo”.
En cambio, en la tradición de la escuela neurobiológica argentino-germana, desarrollada en gran parte en hospitales de salud mental donde la coyuntural preeminencia geopolítica de las naciones resulta irrelevante para la clínica –y nadie repara en ella como evidencia científica– pero en cambio sería absurdo ignorar la pluralidad y diversidad de los mundos mentales que tratamos de concertar –los de los pacientes con sus penas, planes y remembranzas, ante todo–, el mundo físico de nuestra experiencia cotidiana es pentadimensional más temporalidad no navegable[19] y, lejos de ser continuo, es “salpicado” o discontinuo.
Ello es así, porque en este mundo físico un evento –cualquiera sea, etiquetado en esas cinco dimensiones espaciales más tiempo– no puede describirse en un solo manifold o sistema de coordenadas con una sola estructura métrica para expresar distancias o intervalos, que los neurocientíficos angloestadounidenses creen trasfondo físico de la diaria experiencia. Ellos en general suponen que la consiliencia[20], o unidad intelectual de la descripción científico-natural, todo lo abarca, y que por tanto, autoritariamente, el ordenamiento intrínseco descubierto por las ciencias fundamentales puede aplicarse infragmentado a todos los hechos de experiencia. Pero no: a ningún evento se le pueden definir precisas relaciones de adyacencia y de lejanía hacia cualquier otro evento real. Ello es así debido a que los observadores son múltiples y se hurtan, pues, entre sí y de la espacialidad extramental.
Es además insostenible pretender soslayar la situación alegando que solamente son físicos aquellos eventos a los cuales se les pueden definir esas precisas relaciones de adyacencia o lejanía, o lo que mi red no puede pescar no es pez. ¿Acaso cada memoración de un recuerdo no es un hecho de la naturaleza? ¿Acaso las memoraciones de los no humanos –y las de estos– no jugaron desde el paleozoico sus roles en plasmar la biósfera, y aún los juegan? ¿Quizá cada “¡Ah, me acordé!” no es un evento? Cuando un amnésico lo cuenta alborozado, a veces lo anotamos en la historia clínica – como evento significativo. Pero, ¿da lo mismo que se trate de una memoria de este moribundo, o de aquel testigo judicial, o una mía, o del lector? ¿O la rememoración voluntaria no es causal? Aun antes de fragmentar a nuestra medida los hechos que encontramos, hendiendo su descripción en ciencias del espíritu y ciencias de la naturaleza, la anexión reduccionista de las primeras a las segundas es ya insostenible porque estas –las ciencias de la naturaleza, o Naturwissenschaften– tampoco pueden unificarse, debido a su plural objeto, que incluye los psiquismos y sus efectos sobre la biósfera.
Sigamos, pues. La irrelatividad, de predicar con verdad universal que cierto evento aconteció después de otro, surge ante todo de las muchas probanzas empíricas que abonan aquella exigencia calculativa, la relatividad especial. En tanto simple exigencia de cálculo, la relatividad al calcular no se opone a la irrelatividad de lo calculado. Entre esas probanzas –por comentar una, de muestra, que además ilustrará temas que vendrán– se halla la verificación, asombrosa hace ocho décadas, de que la penetrativa “lluvia” de muones que nos atraviesa[21], creada a más de diez kilómetros de altura por los rayos cósmicos, llega al suelo y aun a profundas minas debido a su velocidad relativística. En efecto, sin ella esos muones, al recorrer apenas medio kilómetro o sea estando todavía a la altitud en que los grandes aeroplanos toman velocidad de crucero, hubieran debido transformarse en un electrón y dos neutrinos, desapareciendo el muón sin llegar jamás al suelo. (Esta “dilatación del intervalo” para nosotros –que vemos a los muones durar más y llegar a traspasarnos, aquí en tierra– y “contracción del recorrido” para cada muón –desde el que se medirían como apenas medio kilómetro los diez o más que transita– es hoy experimento corriente para estudiantes; en los laboratorios de cinemática relativística se lleva a cabo entre dos escintiladores plásticos para demostrar el límite absoluto, c, de la velocidad de las partículas). Pero aparte de todas esas pruebas, tal vez todavía poco familiares para algunos neurocientíficos, esa irrelatividad, la de predicar con verdad universal que cierto evento aconteció después de otro, surge también de la simple y cotidiana observación de que, a muchos eventos, la discontinua geometría de la naturaleza no les permite avecindarse; aun menos, llegar a la colindancia, o sea a yuxtaponerse. Algo ya dijimos sobre eso y ahora habremos de decir algo más.
Por ejemplo, no cabe establecer con precisión ninguna conexión directa, ni geométrica ni física, entre eventos que ocurren en psiquismos diferentes, como los del lector y el de este pez volador, los del autor y aquel colibrí, el de esta orca abriéndose camino en las aguas buscando alimentarse de peces y focas y el de aquella víbora ciega abriéndose camino bajo tierra entre raíces, en busca de larvas y gusanos que comer; o los psiquismos de cierto paciente psicótico y sus vecinos, en alguna Sala de este prestigioso manicomio. A todos esos eventos intramentales no cabe arrimarlos entre sí, ni amontonarlos, ni manipularlos por separado como bolitas, o ponerlos en una fuente cual mandarinas. Sólo podemos indicar a quién le ocurrieron y aproximadamente cuándo; y ello, incluso sólo por medio de noticias indirectas (directamente no podríamos saber si el psicótico nos extraña, si el enjaulado león a quien vamos a visitar los domingos nos añora, o cómo el apetitoso aroma de esta larva de escarabajo se integra en la experiencia de la hambrienta víbora ciega), ya que se trata de fenómenos unitestigo. Los eventos intramentales no admiten más que un solo testigo: aquel de quien son diferenciaciones internas. Y el espacio intrapsíquico no posee función de elongación, o mejor dicho, su función de elongación no es cuantificable.
Todo esto es engorroso explicarlo y sin embargo se entiende con gran facilidad. Muchos eventos no pueden avecindarse porque uno ocurre en un psiquismo y otro en otro, por ejemplo la alegría que le doy a un paciente –o a mi perro– y el contento que darme cuenta de esa alegría de otro me brinda a mí. La intermitencia espacial que observamos en la naturaleza –como ya explicamos, la neurobiología hispanohablante observa innúmeros espacios mentales sueltos y uno extramental compartido, donde cierto acople temprano prolongó sin límite los encadenamientos causales creando la secuencialidad de las situaciones, o “tiempo”– no provee una geometría compartida, en la cual alguna operación factible –real o imaginaria– permita situar tangente o colindantemente cualquier par de eventos.
O bien, muchos eventos tampoco pueden avecindarse porque uno ocurre en algún psiquismo (por ejemplo, mi respingo y sobresalto si veo que un rayo cae cerca) y el otro evento inhiere en la extramentalidad o sea fuera de todos los psiquismos (para seguir el cuento: la caída de dicho rayo en ese tronco muerto a una cuadra, o sea fuera de mí). En cualquier caso, para avecindarlos o viabilizar su colindancia, menester sería extraer alguno de los dos eventos del psiquismo particular o del ámbito extrapsíquico en que inhiere. Pero también esa operación nos está prohibida. Es irrealizable e inimaginable causalmente. Justamente por eso decimos que los ámbitos espaciales de la naturaleza se excluyen entre sí.
La contundencia de estos hechos no es menor, ni más cotidiana, ni menos, a la de que la “vida” de los muones, que no se alarga medida desde su marco de referencia (desde él, sólo alcanza para recorrer quinientos metros), cuando en cambio la medimos desde el nuestro (situados a más de diez kilómetros de donde cada muón se generó) se alargue efectivamente como para llegar a traspasarnos; y demás pruebas de la relatividad especial. Pero ninguna ciencia puede confinarse a considerar sólo lo que en algún lenguaje natural fue pensado como su límite.
Y las dimensiones son cinco, y no cuatro, en primer término porque el tiempo no es navegable — el decurso temporal no es una dimensión, ya que acaece de a un único presente por vez, cuya realidad por lo explicado es no relativa y en el cual los cambios inhieren. En efecto, pasado y futuro no existen. Y los intervalos no perduran aunque, a fin de poder planear vacaciones, o en física relativística para poder calcular las diferencias entre las perspectivas de diferentes observadores que se desplacen casi a la celeridad de la luz [22] (sea en el vacío o dentro de cualquier otro medio, por ejemplo en el agua o dentro del tejido cerebral), estamos forzados a pensar, a los intervalos que consideramos, como si perduraran, (man)teniendo su principio y su posterior terminación a la vez. Esto es, siempre estamos forzados a pensar, a los intervalos, bajo aspecto de aoristo (sub specie aoristi, decimos aquí), lo que quiere decir que estamos compelidos a pensarlos con un aspecto perfectivo o completativo[23].
Y en segundo lugar, las dimensiones que nuestra experiencia halla en la naturaleza son cinco, y no cuatro, porque aparte de las tres dimensiones –llamadas largo, ancho y espesor– en que se estructura el espacio extramental, además los espacios mentales o espacios físicos de cada psiquismo, existencialidad, interioridad, subjetividad, simismo, espíritu o alma, se estructuran interiormente en otras dos dimensiones — llamadas interioridad y sentido. Sobre estas dimensiones intrapsíquicas, cuya función de elongación por inaplicabilidad de la teoría de la medida no resulta cuantificable, los psiquismos reaccionan físicamente, diferenciándose interiormente en entonaciones subjetivas o sensaciones.
Por cuanto cada psiquismo conoce sus estados (aunque no los de ningún otro psiquismo, debido a su constitutiva discontinuidad, que genera la de los espacios, ya mencionada), estas reacciones físicas que lo entonan sensualmente son aprehendidas de modo cognoscitivo. O sea, el psiquismo que está siendo entonado con esas reacciones internas las conoce.
Sobre estas dos últimas dimensiones físicas –interioridad y sentido– se distinguen entre sí las maneras en que la naturaleza puede tornarse no-indiferente a sí misma, modalidades sensoriales o “sentidos” — es decir, la entonabilidad de los psiquismos: por ejemplo, vista, oído, gusto, electropercepción (esta, sólo si acaso brindara reacciones intramentales, que difirieran a la manera de miasmas o fragancias tal vez), etc. Las variaciones en modalidad sensorial, y en intensificación y remisión de las reacciones (del psiquismo del caso) sobre estas dos dimensiones físicas intramentales, forman familias de caracterizaciones unitestigo análogas, reflejadas en regular dependencia por estados físicoquímicos del tejido cerebral, que se comentarán después.
Sobre esa particular dimensionalidad –interioridad y sentido– estas caracterizaciones unitestigo despliegan, en ordenado rango de variación, un conjunto de conservaciones de efectos impulsantes, sean aversivos (repelentes) o alicientes (= cualquier atracción, mediada por su carácter concupiscente o placentero), o de efectos no impulsantes (son sosas o “emocionalmente insulsas”) pero mera y útilmente señalativas — que, además, también varían periódicamente entre sus familias. Quien escribe acostumbra presentarlas gráficamente, para cada uno de los psiquismos existentes en la naturaleza y a efectos de orientar la investigación de las concomitantes variaciones en los estados físicos del tejido que genera esas reacciones intrapsíquicas (en otra ilustración del mencionado método, de elaborar primero el panorama global y recién después investigar las áreas particulares), como un sencillo disco al que amigos generosos han solido solidarizar con mi apellido.

[Pie de la figura: puede verse en página 82 de http://libgen.io/book/index.php?md5=7CB912B75280E5473AE30CDE10A2D7C5 ] El aún rudimentario gráfico que llaman “disco de Crocco”, instrumento heurístico encaminado a tabular de forma periódica los procesos biofísicos de la neuroactividad que elicitan las diferentes entonaciones subjetivas, es un diagrama que ubica sobre emocionalidad y sentido todas las sensaciones físicamente posibles. Será siempre provisorio, porque ha de basarse sólo en los datos disponibles de la biósfera terrestre o, a lo sumo, alguna muestra mayor. Se trata del ʺmapaʺ que grafica las posibilidades físicas de los psiquismos para reaccionar entonándose no-estructuralmente. Cerca del centro, la zona nuclear grafica las sensaciones repulsivas (aversivas); cerca del borde las sensaciones atractivas, y en la franja intermedia (“halfway ring-zone”) las sensaciones distinguibles pero de menor peso emocional. De tal modo, mientras al apartarse del centro (o sea, en la dimensión radial del disco) hay un gradiente bimodal de emocionalidad (es decir, en la periferia y centro del disco la emocionalidad de una sensación es máxima, y mínima cuanto más lejos se ubique del centro y del borde, en la mencionada franja intermedia), todo círculo interno (esto es, cualquier redondel que se trace adentro del dibujo englobando al centro) atraviesa modalidades sensoriales. Estas no poseen un orden entre sí (es decir, los tipos de sensaciones que aportan los diferentes sentidos son cardinales, no ordinales, aunque atento a los motivos heurísticos las tratamos provisionalmente como si fueran continuas entre sí, o sea, de carácter ordinal). Las regiones del disco se corresponden entre intramentalidad (o sea, entre las sensaciones suscitadas en el psiquismo por cada estado de las partículas en que se localiza la presencia operativa del psiquismo, esto es las reacciones psicológicas al estado disimilativo del campo noemático mencionado más abajo) y extramentalidad (vale decir, esos particulares estados dinámicos del campo noemático, o estados del campo físico del cual aquellas partículas son excitaciones) pasando a través de la diferencia entre molaridad y molecularidad de la respectiva acción causal, y no obstante esa diferencia. Esto último atañe a que las cosas pensadas son molares o unidades globales, porque son sectores del psiquismo autocognoscente diferenciados por operaciones que realiza semovientemente la misma alma del pensador. En contraste, a las cosas exteriores al pensamiento las denominamos ʺmolecularesʺ, porque interaccionan entre ellas con la eficiencia propia de la acción física aportada por los cuántos de acción que son sus constituyentes microfísicos. Dicho de nuevo: los contenidos mentales son molares, vale decir segmentos de los espacios mentales, y la causación de sus cambios la proveen la reacción del psiquismo a aquellos estados extramentales que le determinan las distintas sensaciones, o bien la acción semoviente del psiquismo en que inhieren. Por su parte, en la extramentalidad la causación de los cambios la proveen interacciones cuya fuente está en la escala microfísica, en la que una cacofonía de oscilaciones o partículas cuantizadas agita de continuo la distribución de potencial de los diversos campos físicos. Para contrastarlas con la causalidad molar intrapsíquica, llamamos «molecular» a esta última forma de causar procesos de cambio, aunque su escala comienza muy por debajo de las moléculas químicas. Debido a aquella correspondencia, los conceptos graficados en el disco resultan ineludibles para producir el instrumento de trabajo consistente en tabular, de forma periódica, los procesos extramentales que elicitan las diferentes caracterizaciones intramentales. (Reproducido de Crocco, M. y Ávila, A., Sensing: A New Fundamental Action of Nature. Folia Neurobiológica Argentina Vol. X, Inst. for Advanced Study, Buenos Aires, 1996, página 829. En la expectativa de que el trabajo e inteligencia colaborativos permitan corregir su rudimentariedad y perfeccionarlo, en mi carácter de autor he puesto este gráfico en el dominio público y autorizo libremente su reproducción).

En síntesis, para terminar esta luenga viñeta: en la América anglófona, con cierta arbitrariedad epistémica, las neurociencias se desarrollan en un entorno físico creído continuo y cuatridimensional, cuya geometría es riemanniana y donde también al tiempo se lo considera una de las cuatro dimensiones (o ámbitos donde se pueden tomar medidas, di-metiri); la causación eficiente se considera limitada a las interacciones nucleares fuertes, electromagnético-débiles y gravitatorias y, no pocas veces, extrapolando el concepto de Algacel que atribuyen a Hume, se la considera apariencial. Desde esa concepción, la academia angloparlante en general critica como animistas a las numerosas culturas ajenas a la moderna ciencia occidental –culturas amerindias y otras, incluso aquellos griegos e indostánicos que fueron destino de la autocrítica intelectual de milesios y çarvakas respectivamente– que enseñan que todas las cosas y artefactos poseen dimensiones subjetivas y, de esa manera, desarrollan vidas individuales, sociales e históricas de modo de relacionarse entre sí y con los humanos como subjetividades semovientes. Por ejemplo los muñecos, de tertulia en torno al niño dormido que no puede notarlo. Dos exageraciones, pues: una exageración proclama que nada tiene realmente psiquismo, otra asevera que todo lo tiene.
En contraste con ambos extremos, en la tradición de la escuela neurobiológica argentino-germana el reconocimiento de la subjetividad semoviente, lejos de ser un atavismo, es un señalamiento fáctico –un hallazgo paleontológico, podríamos decir, por cuanto se la encuentra en la evolución de los organismos– que caracteriza al principal recurso adaptativo de cierto grupo animal. Este con ese recurso se volvió pícaro y capaz de superar los límites de Turing transformando accidentes en oportunidades aun en situaciones improgramables. Por eso en Iberoamérica la labor neurobiológica se desarrolla en un mundo entendido como discontinuo y pentadimensional, donde la temporalidad no es navegable, dos de las dimensiones físicas son intrapsíquicas y sus geometrías son discontinuas entre sí, y tres de ellas siguen siendo extramentales[24]. Pero, por cuanto esta tradición iberoamericana reconoce y destaca que la causación eficiente es la misma en ambos subconjuntos de dimensiones (las dos intrapsíquicas y las tres extramentales) de los espacios físicos (se trata del monismo de la causación, que enseguida destacaremos), advierte que sólo las regularidades o «leyes» naturales generales que representan la transformación temporal en un subconjunto o grupo de dimensiones son consistentes con aquellas derivadas en el otro grupo.

Viñeta 5. Diferencia en notar implicaciones de que algunas perspectivas no sean relativas. La necesidad descriptiva de una pluralidad de reglas constitutivas de la naturaleza (o lógoi) entraña que la causación física, eficiente para producir cambios físicos, no siempre es relacionable: que, por ende, aun cuando puede entrar en relaciones, primitivamente es no relativa; es decir, absoluta. Lo que trae importantísimas consecuencias.
Provienen estas consecuencias de que, en este otro escenario –el de la neurobiología iberoamericana– afirmar universalmente, de cualquier posible par de eventos, cuál fue el último, predicando así incondicionalmente de uno de ambos eventos que aconteció después del otro, puede legítimamente constituir una verdad universal. Parece poca cosa: tal irrelatividad puede sospecharse inocente. Lejos de ello, acarrea tres profundas consecuencias, nada contradictorias entre sí, con trascendentales implicaciones para describir el funcionamiento del órgano cerebral y para la heurística de la neurobiología. No obstante, su alcance puede no advertirse de inmediato — y hasta podrían figurarse anodinas, baladíes. Son, nada menos,
• entender la relatividad de los intervalos sólo como exigencia para calcular las perspectivas de los diversos observadores en recíproco desplazamiento[25];
• reconocer realidad absoluta tanto a la historia humana, biosférica y cosmológica cuanto a las transformaciones (constitutivas y –por ende– también perspectivales) que impone aquel desplazamiento de los observadores; y
• poner en evidencia la inexactitud del juicio de Newton que negaba la existencia, en la naturaleza, de entidades que eludan el flujo cronológico (o fluir del tiempo que fluye “parejo sin relación con nada exterior”: “equably without regard to anything external”). Ello es así, por cuanto la recíproca exclusión de los espacios intra- y extramentales muestra que tal flujo temporal se limita al espacio extramental. O, en otras palabras, el tiempo sólo cursa fuera de los psiquismos o espíritus (estos, veremos luego, con sus contenidos mentales pueden imitar su curso, pero, como la causación no admite mímesis, tales cursos imitativos son son xenocrónicos).
Por consiguiente, la recíproca exclusión de los espacios intra- y extramentales muestra que, en los espacios intramentales, los engramas o huellas mnésicas son tan superfluos, para retener las memorias biográficas, como el ímpetu para dar cuenta del alcance de los proyectiles. En efecto, las memorias de los episodios vividos se retienen, y no se borran, no porque hubieran sido grabadas en el órgano cerebral, sino porque en las intramentalidades no transcurre tiempo en el que pudieran deshacerse o desfigurarse. Y el desarrollo filogenético del órgano cerebral no sirvió para retener más rememoraciones (“aumentar la memoria”, como quien agrega a su equipo una tarjeta de tantos o cuantos gigabytes), cosa también superflua, sino para diferenciarlas mejor en su vivencia original y en sus sucesivas reviviscencias o reimaginaciones después de haber quedado latentes largo tiempo.

Viñeta 6. Diferencias sobre en qué ámbitos fluye el tiempo y qué sectores de la naturaleza se sustraen a su paso. En general los neurocientíficos angloestadounidenses dan por supuesto que nada escapa al tiempo, el cual todo lo devora: omnia tempus edax rerum. En cambio, desde la Escuela Neurobiólogica Argentino-Germana, al tiempo se lo ve menos omnívoro y más bien nos recuerda al koala, al que supera en monofagia: mientras este engulle poco más que hojas de eucalipto, la dieta de Cronos sólo devora extramentalidades. Para ver la diferencia, hemos de explicar brevemente de dónde sale el tiempo; hagámoslo aquí.
El espacio en la naturaleza no es primitivo; detectamos que, día y noche, se crea espacio fresco al expandirse el universo observable (la expansión es evidente porque el cielo nocturno es obscuro[26]). Similarmente, el tiempo en la naturaleza es un efecto de la adquisición cosmológica de masa inercial. Esta adquisición se sigue realizando a cada momento, y se llama barigénesis; uno de los campos físicos que ocupan todo el espacio cósmico presta su energía a algunas partículas, y los cuerpos compuestos por ellas adquieren su masa inercial. Esta masa permite arrojar un proyectil soltándolo, sin necesidad de darle ímpetuo empujarlo otra vez a cada instante de su trayectoria. La masa inercial, como es palmario, se limita a la extramentalidad: ni los psiquismos poseen masa, ni sus diferenciaciones internas (los objetos mentales que componen su mente, los contenidos del pensamiento) logran inercia mecánica.
La masa inercial sólo ensambla series causales extramentales: unce los cambios entre sí, sin necesitar empujarlos a cada instante de su proceso con una nueva acción causal, ya que afuera de los psiquismos solamente la indeterminación cuántica de escala microfísica puede introducir nueva acción físicamente causativa.[27] Por el contrario, donde no intervienen psiquismos todo es mecánico: o sea, los cambios visibles se siguen por sí solos (“mecánicamente”), salvo en la invisible escala subatómica. En esta escala, la naturaleza inyecta cambios inesperados (que, por su pequeñez, usualmente no podemos distinguir individualmente y por eso a su operación la describimos sólo de modo general, en macrobloques). La masa inercial que permite que los cambios mecánicos se continúen solos es transferida, a ciertos tipos de partículas elementales, desde el campo cuántico de Higgs, que impregna todo el espacio cosmológico que se va creando y que albergaba esa masa bajo la forma de energía. Con esa transferencia, que se instala desde una etapa cosmológica temprana pero no simultánea al big bang local, adviene el paso del tiempo: las situaciones de los estados presentes se suceden regularmente por la inercia mecánica de sus componentes, y por ello sus cursos cronológicos hacen pie.
Comparemos: antes de esa adquisición de masa inercial por algunas partículas elementales (pero no por todas ellas: no todas se acoplan con aquel campo cuántico, cuyo tipo de «partículas bosónicas» asociadas –las que transfieren su acción– son los bosones de Higgs) ya había cambios, inyectados desde la indeterminación microfísica claro está. Pero los cambios quedaban discontinuos. Faltos de inercia, antes de la barigénesis no podían formar series automáticas de regularidad macrofísica, y el telar del tiempo no podía urdir transformaciones en serie. Por eso no fluía tiempo en la naturaleza todavía cercana al big bang, ni ningún reloj hubiera podido transformarse temporalmente como para medirlo. Ahora en cambio, operante ya la barigénesis, el telar del tiempo teje cambios cosmológicos; pero en él eclosionan “islotes” de aquella primitiva constitución previa que carecía de series temporales automáticas: los psiquismos.
Para las diferenciaciones internas (o mentes) de los psiquismos, esas transformaciones no pueden fluir de suyo, pues. La causación extramental, o sea aquella que debido a la adquisición cosmológica de masa inercial establece la secuencia (temporal) de estados de la naturaleza fuera de los psiquismos, ocasionalmente forma “estímulos” en los que termina o agota algunas de sus series causales. Son los estímulos que la neurobiología anglofona incluye en el par “estímulo-respuesta” tanto para organismos sin psiquismo (por ejmeplo, raíces o mosquitos) cuanto para las subjetividades de organismos empsiqueados; en los primeros, el estímulo desencadena causalmente la respuesta; en las segundas, en cambio, agota o termina su serie causal remotísimamente iniciada por la energética «solución» cuántica de moverse para esquivar la determinación simultánea de las variables conjugadas. Termina esa serie, porque la continuidad causal “estímulo-respuesta” se corta cuando un psiquismo se interpone. Allí el proceso estimulatorio se exhausta en causar las reacciones no estructurales intrapsíquicas (esto es, las inestructuralidades de la sentiencia, o entonaciones sensuales: colores, olores, sabores…) que no poseen masa inercial para poder determinar por sí mismas cursos causales consiguientes. Tras ese vacío determinativo-causal en un ámbito carente de inercia y por ende de temporalidad, la semoviencia de cada psiquismo pone en sus estados internos (esto es, en los estados de su mente) series causales nuevas, tal como iremos explicando –mejor que en estas pinceladas– a su debido tiempo. Por ahora, recordemos lo que anticipamos al principio acerca de la definición de persona, concepto que comprende también a toda persona no humana. Dijimos que personas son “las realidades que residen en hiatos causales” y tal vez ya hayamos progresado un poco en hacerlo entendible.
Comentado lo cual, podemos retomar un tema. Habíamos dicho que los eventos intramentales no admiten más que un solo testigo y que, por motivos que veremos al comentar el monismo de la causación, entre los espacios intrapsíquicos y el espacio extramental sólo son consistentes las transformaciones temporales. ¿Cómo podríamos olvidar esto, quienes hacemos ciencia natural en los hospitales de salud mental? Bueno, allí, a explicar de que se trata esto de la consistencia de las transformaciones temporales, debemos dirigir ahora nuestro relato.

Viñeta 7. Diferencia en notar la diferencia entre anatomía y fisiología. En 1757, en Lausana, el insigne naturalista, botánico, fisiólogo, anatomista, embriólogo, poeta, novelista, filólogo, clasicista, teólogo, médico, administrador, filósofo político, gobernador provincial suizo y otrora niño prodigio, Victor Albrecht von Haller, previniendo eventuales críticas por incluir demasiada anatomía en los ocho tomos del que resultaría el primer tratado moderno de fisiología, introducía más o menos así sus Elementa physiologiae corporis humani: “¿Acaso la fisiología no es la anatomía en movimiento?” Pues no; no lo es, pero esa traducción directa de una a otra la creen en las neurociencias anglofonas, mientras en la tradición iberoamericana sabemos que se interponen unas transformaciones, propias de la física relativística, que deforman como si fueran de goma las correlaciones entre lo que sucede fuera de la mente y lo que ocurre en ella.

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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