El Acento

Antonio Florido

Literatura española: Nuevas voces del siglo XXI

Flaubert hablaba de la poesía como de ese algo inútil y pasado de moda. Sin embargo, para la sociedad en la que nos ha tocado vivir, el hecho poético es necesario, casi obligatorio, como forma, como envoltura de una capacidad de ser, expresiva, adaptada al aliento de la pesadumbre y de la mansedumbre que a casi todos nos ahoga. Es un no-saber alejado de la simple ignorancia, que busca, anhelante, la percepción del elemento lejano para poder compensar de esa forma la confusión entre concepto y concepto, salvando, llenando los huecos, consiguiendo que la palabra se convierta ella misma, ella sola, en la inmediatez comunicadora. Lo poético se transforma, así, en un paso esperado de lo individual a lo universal, en el hilo tenue que cose los sentimientos y la manera de entender el mundo de millones de personas.

En España no se lee. Las estadísticas anuales se agarran a la caída sucesiva e imparable. Los libros, en general, y los de poesía, en particular, se exponen en las grandes superficies como simples bienes de consumo, frutos de la mercadotecnia más desalmada e incolora. Resultan elegantes las cuidadas ediciones que las grandes empresas del sector se encargan de diseñar. Pero el contenido de estos productos adolece últimamente de una falta de rigor, de esfuerzo, de emoción, de un palpitar de la vida en sus páginas…
Empero, como en toda época de crisis -en este caso cultural-, siempre pueden hallarse trabajos que merecen la pena. Hablemos de ellos y algo de sus jovencísimos autores.
Ana Muela Sopeña, nacida en Bilbao en 1961, aunque comenzó a escribir poesía en 1979 es, a partir del año 2006, cuando abraza la poesía como algo totalmente necesario. Dice: “Soy todos esos rostros de la historia / unidos en mi caja de cristal / en mi memoria antigua, desde el génesis”.

El hecho de vivir en democracia es decisivo para el devenir constructivo de una obra. Autores que conocen, sin censuras ni sesgos, todo lo que se publica en el mundo. Constituyen voces personales, más allá de los llamados novísimos. Ese YO, gigantesco, hercúleo, suena atronador, como un elemento cósmico, casi Lovecraftiano, intentando anclarse al ser, a la propia mismidad, logrando subjetivar lo sentido, la náusea cotidiana, el dolor existencial, la angustia por las ausencias inesperadas. En otro pasaje dibujado en el aire, tal vez siguiendo a Cocteau, declara: “El tiempo transcurrió sin enterarme. / Pasaron los minutos, horas, días, / los meses y los años, / las décadas, los siglos, los milenios, / las eras, el año de Las Pléyades… / y yo seguía allí mirando a Tara, / me había convertido en una estrella / y el corazón del mundo susurró / amor en cada mar y en cada océano, / amor en las montañas y en los ríos, / amor en las tormentas y en la lluvia”.

Ana María Espinosa, jerezana, nació en 1962. Aunque trabaja en el sector inmobiliario, ella afirma que le gusta más “edificar con ladrillos de palabras”. Está convencida que se puede hacer poesía de cualquier cosa y que ésta te lleva a veces por caminos desconocidos. Como una anticipación a lo percibido, a lo que más tarde llegará hasta nosotros, penetrando en nuestras vidas, convirtiendo unas experiencias extrañas en carne y sangre, en pensamientos, en recuerdos. En el año 2007 publicó su primer libro “Pintando versos”. Habitualmente edita sus trabajos en las revistas Litoral, Animalia y El vino. Ha sido galardonada en numerosas ocasiones.

Como ejemplo leamos su breve poema titulado Poética: “La palabra es resto / desecho / desprendido de la piel / orfandad de la voz. / Boca desmoronándose / ante la luz que se extingue / en tus ojos”.

Luna Miguel nació en Alcalá de Henares en el año 1990. Poeta que utiliza normalmente los medios informáticos para expresar la revolución que lleva dentro, dibujando imágenes y contornos impredecibles, necesarios y justos. Estamos ante una autora concisa y precisa, expresando sus inquietudes entre lo elíptico y lo breve. La califican de inspiradora y fresca, con una sutileza que brota libre entre palabras. En Diario de una baja médica podemos leer: “Hablo el idioma de los gatos. No el que se maúlla sino el que se acaricia. Hablo el idioma de los fetos, mis dedos contra el botón salido de este ombligo que una vez cicatrizó hace 25 años dejando una marca con forma de estrella. Hablo el idioma de los fetos sí, de los que están sin estar porque la piel los cubre.

Presiono y acaricio como a un gatito y la pierna de mi hijo responde al impulso. Hablo el idioma de los gatos, el idioma de los fetos, el idioma de los muertos: me dirijo con las manos a mamá, le recuerdo que hace dos años estábamos muriendo y estábamos cuidando. ¿Te gustaba la papilla, mamá? ¿Te gustaba la morfina? Hablo sola y hablo con ellos: lo gatos, el feto, la madre que no. Le digo a mamá que ahora yo soy madre, ¿sabes? Que ahora esa palabra significa otra cosa, ¿sabes? Hablo, para que hablen entre ellos. En la cama el pijama de flores, el gato expectante, la patada y la caricia, la canción favorita de mamá. Hablo el idioma de los locos, el idioma felino, el idioma amniótico, el idioma de la mami que no. Es una lengua que se aprende despacio, que se practica en sueños, que en realidad sólo sirve para decir «sí», «qué tierno», «hola» y «adiós».

Entre los poetas últimos encuentro dos voces que no deseo olvidar: Luis Miguel Madrid y José Javier Souto.

Luis Miguel Madrid nació hace tanto en la capital de España, y dedica su tiempo a sonreír malicioso, a engendrar la ironía, el sarcasmo, a lanzar una carcajada a la vida cuando ésta se vuelve insana y absurda. Conocido de más en el mundillo literario de España y de esta parte de acá, es director de la Cultura de Revista “Babab”.

Especialista, como él mismo afirma, en Literatura Hispanoamericana y en Relativismo Centrípeto. Poeta, cuentista, crítico literario, letrista y chascarrillero.

En su obra El sacrificio de ganar, Luis Miguel pincela versos repletos de humor y de filosofía. En palabras de Jonás Trueba, “…asistimos en sus páginas a hermosas greguerías, a espejos deformantes y también, cómo no, a muchos instantes de belleza”.

Perder es crecer, es reírse de uno mismo, de la circunstancia, del exceso con que a veces nos tomamos las copas de la vida; perder o fracasar es licenciar la risa frente al otro, marcando la pregnancia de lo que es, de las finas líneas que nos surcan el rostro; es, en definitiva, aprender a mofarse de nuestro rostro, ahondando y replicando la cósmica indiferencia del universo, reconocer, sin desmoronarse, la futilidad y la innecesaria presencia de eso tan extraño a lo que le damos el nombre de VIDA.
En algún poema dice:

“Hay quien sacrifica el alimento / para obtener comida / quien tiene que callarse para que le escuchen…”

Leeré a continuación una de sus inspiraciones completa, como ejemplo paradigmático de su forma de escribir y como epítome a estas breves referencias. Se titula DON NADIE.

“Intentó ser convincente mostrando su simpleza / su carácter anodino o la ausencia de valor. / Demostró fehacientemente su torpeza, sus dotes de personaje insignificante / perfectamente prescindible. / Lo consiguió por fin, tras diez años de esfuerzo y dedicación. / Ahora puede presumir de no ser nada / o incluso, nadie”.

A los 24 años quedó sepultado en el interior de una mina. Más tarde llegaron las ausencias, los olvidos, esos vacíos sin devolución que no todo el mundo conoce. Aprendió a alejarse de las palabras tal vez para tomar conciencia de la necesidad que tenía de ellas. Comenzó a escribir, a sentir sobre las páginas blancas, a reconocer la derrota disfrazada de belleza, de simiente, de esperanzas…
José Javier Souto Fernández, cosecha del 61, nació en el valle de Turón, en Mieres del Camino. Persona de trato versificado, vate entre los vates de esta nueva hornada de voces elocuentes. Habla con sus versos de la vida, de la muerte, del amor, de la misma tierra que un día le enterró sin pedirle permiso.

Escribe en español y en bable, aportando, así, más belleza y musicalidad a sus composiciones.

Del poemario Sombras eternas amainan en tu regazo elegimos estos versos: “Cuando el sueño es infinito; / cuando las puertas se cierran / y la vida se escapa por las rendijas; / cuando el polvo sobre los muebles se hace viejo / ocultando el brillo de la hermosura; / cuando la humedad de los ojos / se oculta tras falsas sonrisas; / cuando el espejo asustado / ya no refleje tu imagen; / entonces, apareceré como la niebla, / tu corazón será mío / y partiremos con la mansa copla / del mar hacia otro cielo.”

De Nada queda, poema de su libro recién publicado De la vida, de la muerte, del amor, extraemos solamente unos versos con los que José Javier compone un canto hermoso: “…Son las palabras un río azul sin nacimiento, / una historia fallecida que no comenzó. / Tras la penumbra hay un reloj, mirándome, / todas las horas que pasaron junto a mí / se morirán como un bohemio sin botella, / sin fondo, sin licor, sin alma…”

La narrativa actual experimenta el acoso de lo inmediato, de lo superfluo, de un extraño y oscuro sentido del éxito. El narrador de hoy viaja raudo por esa vertiginosa caída de lo llamado digital, donde las propias editoriales, críticos y agencias, buscan y rebuscan valores auténticos, desdeñando y olvidando, tal vez, que esa autenticidad escribe al socaire de las modas, tratando los problemas e inquietudes de siempre, las del ser humano inmerso en una sociedad que vuela como loca hacia ninguna parte, azorada, aturdida, sin volver la mirada a ese otro que le pasó por el lado, fugaz, ensimismado, ciego.

El intento de publicar en condiciones decentes, de encontrar una amplia y sincera distribución, una mercadotecnia al margen de los potenciales beneficios, siempre concretando balances, anticipando, capitalizando rentabilidades. La única forma que encuentran estos escritores que comienzan, ganar algún certamen literario de los llamados grandes (politizados, monetaristas, comerciales en extremo), ganar la confianza y el riesgo de alguna editorial de prestigio… Ganar, siempre consiste en eso, en ganar, en demostrar la valía ante el lector que no lee, ante el simple comprador de adornos estanteriles, de lomos verdes, enciclopédicos, llamativos.

Aunque cada vez ponen más fácil el hecho de la lectura con los actuales readers electrónicos de libros digitales, baratos y al alcance de casi todos, sin embargo, leer supone un esfuerzo, una voluntad, un saber que se posee la obra, que se puede tocar, oler, colocar y descolocar al antojo. Un libro, una buena novela, una obra que se estaciona en el recuerdo de lo leído, permanece más allá del tiempo, trascendiendo, formando tejido y ser, expandiendo ese límite del que se habla, el término que nadie ha visto, el sospechado e intuido deterioro del alma que piensa.
No obstante lo anterior, surgen nuevas voces que merecen la necesaria oportunidad de ser descubiertas. Hablaré brevemente de algunas de ellas.
Matías Candeira, narrador con mucho cuento, profesor de talleres de escritura creativa y guionista, nació en Madrid en 1984. Le interesa, dice, la literatura que produce errores, que es un error en sí misma. Es decir, un posible error de forma, ya que, según su propio testimonio, detesta los textos redondos y aseados donde nada sobra ni falta; un error ideológico, pues violenta su sentido del mundo; un error sobre lo real, pues le coloca en lo fantástico, en lo necesariamente extraño.

Tras la publicación de su primer conjunto de relatos, La soledad de los ventrílocuos (2009), de su inclusión en varias de las mejores antologías del género y de que sus cuentos hayan recibido no pocos premios, su segunda obra, Antes de las jirafas (2011), confirmó las expectativas. De él afirman que es un realista técnicamente muy dotado que además ha entendido que no todas las cosas pueden explicarse desde una perspectiva equilibrada.

Pablo Martín Sánchez, el egosurfing como telón de fondo, nació en Reus en 1977. Tras tocar todos los palos del sector editorial y trabajar de corrector, lector, traductor y librero, en el 2011 se lanzó a reunir sus relatos en Fricciones.

Su novela El anarquista que se llamaba como yo, publicada por Acantilado en el 2012, fue elegida como mejor ópera prima del año, lo que supuso todo un estímulo para el autor. Pablo Martín afirma: “Si la distancia más corta entre dos puntos, cuando se interpone un obstáculo, es la línea curva, escribir es trazar esa parábola, esa perífrasis que nos lleve hasta el lector pasando por el texto. O dicho de otra forma, escribir es ponerse obstáculos que hagan fascinante la tarea del leer”.-

Hablar de Sara Mesa es hacerlo de los personajes poco heroicos. Nacida en Madrid en 1976, ha publicado dos libros de relatos, La sobriedad de los galápagos en el 2008 y No es fácil ser verde en el 2009, además de las novelas El trepanador de cerebros (2010), Un incendio invisible (2011) y Cuatro por cuatro (2013). Sara afirma de su manera de escribir: “Me atraen los narradores testigos, los enfoques parciales, las estructuras anómalas y esos personajes con vidas poco heroicas pero que, puestos bajo la lupa, resultan extremadamente sugestivos”.

Hablamos ahora de otro madrileño nacido en 1979, esta vez de Sergio del Molino. En su novela La hora violeta, editada en el 2013, narra la enfermedad y muerte de su hijo Pablo. Dicen de esta novela que afronta un tema que durante el siglo XX y lo que llevamos del XXI se ha ido convirtiendo en tabú, el de la muerte. Su primer trabajo novelado fue No habrá más enemigo, del año 2012. Habla Sergio del Molino: “Uno escribe primero y luego teoriza sobre lo escrito, encajando su credo estético en su obra, y viceversa, asumiendo que ambos discursos casi siempre van a contradecirse”. Y añade: “Creo que empiezo a perseguir un ideal muy claro que llamaría literatura de dormitorio. Reivindico la inutilidad de la literatura. Su inutilidad social. El único ámbito de influencia de la novela es la mesilla de noche del lector. Por tanto, aspiro a una literatura cada vez más íntima e inútil”.

Terminamos este periplo con otro nombre prometedor, Gonzalo Torné, Barcelona, 1976. Tras coquetear con la traducción y los guiones, Torné se ha volcado definitivamente en la novela. Publicó Lo inhóspito en el 2007 e Hilos de sangre tres años después. Critican de su forma de escribir tal vez una ambición desmedida acompañada de una prosa a veces deslumbrante, llena de apreciaciones agudas, de ángulos de visión imprevistos. Gonzalo reconoce que “…las artes nacieron para ser eternas, ahistóricas, atemporales, no para ser la memoria de un tiempo fotográfico, sino el recuerdo de lo nunca sucedido, de lo perdurable y de lo originario…”.

Acabo esta plática (como diría Rulfo) subrayando la importancia de lo creativo, tanto de la poesía, en su afán sintetizador y apuñalador, como de la novela, expresada y entendida ésta en todas sus variantes y manifestaciones. Herramientas ambas para percibir y explicar lo inexplicable, lo inentendible, aquella parte de la realidad que ni siquiera somos capaces de vislumbrar. Conseguido esto por la amplia y laxa pertenencia de lo expresado al común de los hombres y mujeres que deciden dedicar algún tiempo de sus vidas a oír las voces de los que murieron o de aquellos que, aunque vivos, claudican de la miseria y de la ruindad que les rodea, aspirando a revolver, a transformar, a mejorar este horizonte que nunca se deja aprehender. La curva de la ignorancia enderezada por lo volitivo de las palabras, por esos sonidos grafiados, al estilo, como ya quedó antes anotado, de Cocteau.

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

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