El Acento

Antonio Florido

Tannhauser

El señor Arthur acaba de despertar. Ya anda el día reclamando su despedida. Por lo azul de las nubes, que se vuelven grises al paso por la ciudad. El sol, escondido, disimula su cansancio y de vez en cuando asoma sus débiles y últimos rayos entre los huecos esponjosos. Una sombra adelantada y enorme va cubriendo las casas, resbalando por los infinitos tejados en declive, hasta tocar con sus flecos las puntas de los árboles. El olor de las aceras sube hasta las ventanas semiabiertas y entra en los hogares. Un aroma a viejo, como de moho enfurecido por el transcurso del tiempo. A esta hora de la tarde la criada suele cerrar los ventanales, corriendo las cortinas hacia el centro, adormeciendo las estancias. Y luego, cuando la oscuridad ciega los ojos enciende los candelabros, creando un espejismo de siete llamitas repetidas, en una doble escalera, hasta que todas alumbran al compás mientras la mujer viaja por los pasillos comprobando la aceptable armonía de la vivienda. A eso de las ocho la mesa primorosa con su vestido de gasa, calada en los extremos. Una cena en la esquina espera la llegada del viejo, que se roza los párpados, aún recostado. Sucede así todos los días. De lunes a lunes. Pero hoy, en la noche del sábado, los señores salieron al teatro. Ahora estarán en el palco, con los brazos sobre el borde en curva, rojo y aterciopelado. No se acuerdan, embelesados, del anciano que dejaron entre las sábanas, como un recién nacido, enroscado entre sus pliegues, los brazos alargados, el cabello ligeramente rubio, aunque escasísimo, por la edad, que ya maduró hasta los noventa bien adentrados. El matrimonio respira hondo hinchando sus pechos cuando, al fondo, el telón comienza a subir lentamente. La orquesta silba sus primeros acordes y el silencio es total, sólo abortado por algún que otro inoportuno carraspeo.

Arthur abre por fin sus ojos viajeros, que tantas escenas han vivido. Está el hombre a punto de claudicar de la vida. Pero aún le quedan al anciano algunas ansias encerradas en lo más profundo de su mente. El filo de la cama se muestra arisco, elevado, formando una cresta alrededor del valle donde el cuerpo aviejado ha estado descansando toda la noche y buena parte del día. Huele a carne podrida, a cieno encalado en unas paredes floreadas, a ligerísima humedad en lo alto, donde el techo, lejano, permanece quieto en actitud esperanzada. Arthur no es capaz de hilvanar dos pensamientos seguidos. Eso era antes, cuando aún los años no habían descarnado su cuerpo. Ahora, en el retiro indolente, su pensamiento aparece alumbrado por unos escasos vaivenes inopinados, como en un sueño, adormecido en el transcurso de las horas. Esta tarde, sin embargo, el viejo soñó. Y en el sueño se notó fortalecido, como en sus tiempos mozos, viajando por esos países de lenguas extrañas, por esas modalidades irreconocibles, de gentes crudas en el rostro, encendidos algunos, atractivas las hembras que le miraban como al señor que vino desde tan lejos, con la maleta reservada, en una mano pendiente. A Arthur siempre le sedujeron los viajes en tren. Trenes llenos de gentes sin nombre, de niños raquíticos y de mujeres golosas, de hombres con sus hatillos, de perros ladrando, de revisores que no revisaban apenas, a él siempre, repito, le atrajeron esos viajes, como si fueran unas despedidas de mentira, ir y no ir, huyendo del trasiego de la rutina, que también ella se torna a veces resuelta y protestona. Esta tarde el viejo se esfuerza por sacar las piernas sin la ayuda de nadie. Sólo se trata de un esfuerzo simple, aunque gigante para sus años. Elvira estará en cualquier parte del mundo. Para Arthur la casa es enorme, inabarcable, despedida hacia lo lejos igual que el horizonte se nos adelanta cuando avanzamos. Siempre escuchó el rumor del uniforme cuando ella fregaba en la cocina o cuando caminaba lentamente, salvajemente, por los pasillos. Hoy solamente hay silencio. Roto ahora por el roce de sus piernas que doblan el ángulo buscando una posible salida. El suelo está tan bajo que al hombre se le dispara en lo que puede su débil corazón. Ya sus pies retorcidos apoyan el suelo. La alfombra le acaricia unos dedos conchosos, como los dedos de mi abuela, cuando vivía, recuerdos que no me abandonan, que los llevo prendidos hasta el fin, hasta que todo este misterio esté resuelto. El anciano siempre duerme con el pijama. Una sencilla camisa abotonada y unos pantalones que se le suben hasta las rodillas en el instante en que Elvira le cubre con la sábana. Ese detalle nadie lo averiguó jamás. Tampoco tuvo nunca su importancia. Porque hay minucias tan engreídas que alzan el cuello hasta alcanzar el límite exacto de su elasticidad, intentando subir en la escala, para pasar de pequeña insolencia a una pincelada más gruesa. Hoy, ya casi de noche, la sombra en la habitación. Encharcando los muebles, las paredes, el techo de fatigada lámpara, la puerta de molduras enervadas, el arcón, la cama, la percha, las sillas, el galán hierático y orgulloso. Arthur, el anciano, despega la sábana, retira esa piel que le cubre desde hace ya tanto y busca la perilla alargada. Sus dedos se muestran torpes, temblorosos, y por los labios, finos y cárdenos, fluye una baba transparente que nunca se atreverá a secar porque nunca se dará cuenta de su existencia. Hay características que son indudables. Ese peinado primerizo de los adolescentes, cuando embadurnan sus cuellos con el perfume que les regaló su amada. La postura erguida de los maduros, entrados en años, años disimulados porque todavía un bozo ligero de la pasada juventud asoma a sus rostros. Y la tímida inclinación, disimulada, de los viejos que apenas escuchan lo que otros declaman, por la sordera, que les entró lentamente, como un gusano ondulando sus movimientos por los oídos, hasta el fondo, hasta que logran sentir esa cálida ternura de los huecos ocultos. Arthur logró levantar el tronco. Ahora permanece sentado sobre el filo escarpado y rocoso de la cama, con la sábana a un lado, arrugada, caliente, callada. Descansa el viejo. Su respiración se va calmando poco a poco. La luz, ya encendida, marca unas sombras opuestas a las terribles realidades. Siempre tuvieron esos ángulos las mismas aberturas, desde el principio, cuando su hijo propuso lo que propuso. Ahora ya era un poco tarde para cambiar las cosas. Las piernas perdieron sus vellos. Flacas, colgadas hacia el suelo, por la piel que se le adormece. En la mente del viejo asoma en estos momentos un pensamiento fugaz. Se siente perdido, alejado de toda posible aquiescencia, lejos de todos, apartado como Elvira, cuando la mujer se oculta tras las puertas cerradas.

Tal vez si pudiera…

Agarrado al arco curvo de la cama el anciano se ha puesto de pie. Intenta mantener el equilibrio, recordando cómo lo conseguía cuando aquello de tan lejos. Ahora el cuello le respondía cruelmente. Si movía más de la cuenta la cabeza, o simplemente los ojos en direcciones cruzadas, el vértigo aparecía en redondo alrededor de su cuerpo, y luego la caída. Por eso Arthur se movía muy lentamente. No había prisa. Ninguna. Esa eterna compañera de la vida que se mueve empujándote, reclamando de ti una mayor desenvoltura, ahora estaba, como él, casi dormida. Los pantalones se le fueron cayendo desde la cintura estrecha. El viejo con la camisa doblada, los dos botones de arriba desabrochados, aparentaba una especie de decrepitud, sólo evaluada con los ojos de la renuncia y del recuerdo, cuando a mi cabeza llegan ahora esas otras imágenes perdidas en la consciencia de mi vida. Arthur pensaba caminar. Hacia alguna parte. Todavía no había decidido el destino, pero al viejo le apetecía cambiar el rumbo de sus rutinas, esparcir por el suelo su destino cercano, viajar de nuevo, conocer otra vez a esas gentes de antes con las que apenas cruzaba de vez en cuando una mirada furtiva, deseaba el hombre salir de su cuerpo, ser el señor Arthur de siempre… y el tren en su retina, con el sonido metálico de sus ruedas macizas, observando desde la ventanilla paisajes inventados, horizontes que nunca más volvería a ver, como todos esos ojos de enfrente, ojos dirigidos a los suyos, como de niños y de ancianos, tan lejos aún para él en la distancia, tanta osadía guardada en la frente de los otros, cuando se levantaba a estirar las piernas o simplemente cuando dejaba desocupado su asiento para una señora entrada en años. Añoraba así, de esta manera tan insospechada, esos viajes antiguos. Ahora el hombre, esta tarde de oscura presencia, necesitaba viajar de nuevo, sentirse útil en su desenvoltura, atravesar con sus piernas las lejanas praderas de los salones, salvar los puentes apasillados de puertas cerradas. Dejó la luz en una tenue fosforescencia crepuscular. Un ocaso en el interior de la habitación. Miró hacia atrás y sintió una leve pesadumbre al tener que abandonar el espacio de sus últimas tardes. Sin embargo, Arthur se había decidido al fin. Con sus dedos agarrotados sostuvo el picaporte que cedió rápidamente en una curva hacia el fondo, suave, silenciosa, un giro que le abrió quedamente la ancha planicie moldurada y blanca.

Mientras tanto…

El señor Stepelton y su esposa aparecen sentados, extáticos, como ausentes de sus pensamientos cotidianos cuando el telón, sobrio y de un verde agua maravilloso, con algunas tesituras en declive, va subiendo lentamente frente a un público expectante. Un patio de butacas silencioso. Únicamente podríamos oír, de poder, los latidos incesantes por el comienzo de la obertura que claman ya las trompas, los fagots, los clarinetes impolutos en sus brillantes apariencias, todos los instrumentos cantando en grupo, una armonía en crescendo al principio, acelerando las pulsaciones de la gente embelesada, que no se atreven a mover sus cuerpos de los asientos. Luego alcanzan los oídos el decrescendo majestuoso que deja limpio el espacio, antesala de lo que pronto sucederá en el escenario. Y esos coros, a ambos lados, como presencia articuladora del drama, lanzando al aire las voces de Los Peregrinos, voces empastadas, dúctiles, explosivas… El matrimonio, como dos figuras de cera, ha vuelto al principio de todos los tiempos, cuando esta historia de la vida hubo comenzado. El anciano quedó atrás en sus pensamientos, absorbidos ahora por la dulzura y la presencia de las cuerdas, con sus sutiles y brillantes pasajes, y los metales, poderosos, deslumbrando por encima de los invitados, ya en el concertante.

Arthur ha movido uno de sus pies, adelantando el movimiento, atrevido en su esencia, con el carácter que le quedó al hombre de cuando entonces. El otro pie, observado desde la altura de sus ojos desea también seguir al primero y, en un arrebato juvenil, se adelanta hasta conseguir establecer un paralelismo casi patético. El cuerpo apijamado ya se encuentra en el pasillo, la puerta tras él quedó abierta, como si nada en su mundo estuviese sucediendo, solamente el sonido crujiente de los muebles encerados de caoba, y el polvo en el ambiente, cuando choca insensible con los planos inventados. Arthur se anima y el anciano repite el movimiento de antes, avanzando siempre su pie derecho, mientras sus manos, huesudas y articuladas, se aferran a la pared más cercana, la cabeza siempre al frente, con la mirada acompañando, el temblor de sus rodillas que, ante semejante singladura, se resisten al avance. Una pequeña infantería de tejidos y de arterias sofocadas camina ahora buscando al enemigo en la batalla, en su propia ofensiva comprendida, porque el viejo desea ser un hombre de nuevo, igual que al principio, cuando era un pequeño renacuajo enjuto y rubio, junto a la falda de su madre, en el olor grato de esos tules, ansiando aquellos días pasados en la tibieza de un hogar que le atrapaba. Sin embargo, el recuerdo viene y va de su mente, así como a lo tonto, jugando con el devenir de su dueño y el viejo pierde la consciencia de lo que hace y de lo que quiere. Mira a lo lejos, a esos reflejos en el suelo, donde las losas ajedrezadas alternan sus colores, y nota en el alma un miedo a lo lejano, dudando en ese instante si seguir con su locura, que le llora en los oídos, o si regresar y echarse otra vez en esa sepultura con forma de cama. Ahora se le apagó al viejo la cordura y la comprensión de los hechos y sus piernas le avanzan el cuerpo hasta la mitad del pasillo, cuando la criada se cruza con él y le roza con desgana, mirando la cara del anciano con asco y con un cierto regusto podrido, como avergonzado, y la mujer, rebosando una juventud insolente, entra en la habitación del señor y se cruza de brazos sin saber a ciencia cierta qué debería hacer en ese caso. La joven, en su noche libre, ha sido obligada a cuidar del anciano, solamente estando allí, que no hace falta ningún acto definitivo, porque todos saben que el viejo duerme como un niño cansado y la joven, pensando en la noche fugitiva que se escapa de sus manos, en las estrellas del paseo, donde seguro que los señores caminaron con las manos enlazadas, para hacer tiempo, allá en el Lenchenberg, bajo los tilos olorosos y mullidos, junto al teatro, al lado de otras parejas maduras, arrastrando ellas los velos de los vestidos y ellos con los cuatro dedos introducidos en los bolsillos de sus chaqués. Sin embargo, el tiempo sigue con su apático progreso y ya el anciano ha tocado el filo postrero del pasillo, donde se rompe la compostura y comienza lo doblado, formando un ángulo desconocido para él hasta ese momento, ya que Arthur lo ha olvidado casi todo, en su casa de tantos años, resuelto como él era no hacía mucho, tan joven, en sus viajes, cuando regresaba y la difunta señora le recibía con la alegría en los labios, ahora su hijo, el señor, el distinguido señor Stepelton, figura con el labio inferior colgando, de la mano inseparable de su esposa, embobados ambos con el primer acto en un andante majestuoso, con una estructura enrevesada pero grata para los oídos ignorantes. Ambos esposos embelesados, casi en una salvaje salida del alma, oyendo desde su palco las violas y los chelos que se afanan en lo cromático, en esa peregrinación antesala del perdón con el que termina la primera ofensiva, en sus ochenta compases clavados en los asistentes, cuando el telón del principio, ahora, con mayor majestuosidad si cabe, surge del cielo bajando con una lentitud exasperante, y la gente, en sus asientos, se llevan los pañuelos a los dedos, por si acaso, aunque los más mesurados han decidido la espera, por el qué dirán los compañeros de asiento, que ya se sabe.

El señor Arthur se aproxima al salón. La mesa dibuja un centro ovalado y sobre ella una sutil vestimenta preparada para la cena. Esta noche los señores, ausentes, abandonaron los asientos y las tres sillas de costumbre aparecen desocupadas, arrimadas a la mesa, bajo ella, casi escondidas. Solamente una de ellas, la del fondo derecho, muestra su ancha lamia figurada, suave y tersa. Elvira espera sentada mientras observa la aventura de su amo en el trajín viajero de esa tarde. Nota la sirvienta un denso desajuste en su interior, como un pequeño temblor que comienza lentamente a surgir. Un temblor, casi mudo, que se va transformando en un tenso y agrio sentido del deber. Elvira imaginaba su paseo por el parque bajo la crepuscular escultura de las nubes, soñando con una vida pasajera, una vida inventada con el anhelo de salir corriendo hacia algún sitio desconocido. Mira al señor acercándose escandalosamente lento, y ese tardo y pausado avance enciende el rostro de la damita, tan bello y delicado. Elvira sabe que la sopa se enfría y que su trabajo apenas ha servido de nada. Pero los señores no están en casa y probablemente, por otros días similares, llegarían ya bien anochecido, cuando la madrugada abriera la puerta de la casa y se notaran por los pasillos las risas afortunadas de los pequeños burgueses, risas y caprichos de dos viejos bobos que creían a pies juntillas que habían conseguido comprender el verdadero secreto de sus vidas. Pero la doncella, ajustada como siempre a la rutina, sueña y sueña, en un viaje onírico, en mitad de la tarde que huye, que se fue, bajo la noche desesperada, mientras ella queda allí, junto al viejo, sepultada de por siempre, cuando sus padres le dijeron, la casa de esos señores es una de esas de cierto abolengo, hija mía, y ella por aquellos días, miraba el rostro de su madre que apartaba los ojos hacia un lado, y luego hacía lo propio oyendo los consejos de su padre, matices que en el centro de su adolescencia aún no comprendía. Sin embargo, asintió como una buena hija y desde aquel entonces el viejo señor Stepelton maduraba en su mente sin poder remediarlo, y soñaba con él, que se moría el viejo, en un arrebato de locura y en el centro de un horrible alarido.

El anciano se había quedado quieto. La abertura del salón le hubo tomado la escasa cordura y los recuerdos se le escaparon, evaporados en la estancia ricamente adornada. Elvira, sentada y esperando, volvió de pronto a la realidad y en un arranque inopinado, sin razón alguna que así lo justificara, en un volcán de su pecho que le había sacado la rabia del alma, se levantó bruscamente y tomó con descaro el cuerpo del viejo y lo arrastró, tirando de sus hombros, con arrojo y violencia, con un desconsuelo impropio, como si el viejo fuese sólo un saco de patatas. Tiró de él con un ímpetu rencoroso y vengativo, por la noche desertora enmarañada en sus pensamientos. El viejo abandonó las escasas fuerzas de sus pies, y las piernas comenzaron a desplazarse hacia la mesa como si fuesen dos ridículos hilos de carne. Deberíamos comprender la actitud de la doncella si, como ella, tuviésemos la certeza de que nuestra vida se nos va de las manos. Comprender sin justificar, por supuesto, aunque la moza, joven y fuerte, seguía con el cuerpo del anciano entre sus brazos y con un vaivén definitivo lo acomodó sobre la silla apoyando los pies del viejo en el suelo, poniéndole las zapatillas que tal vez el anciano nunca se había colocado, apoyando la espalda deshecha sobre el dibujo misterioso y enigmático de la lamia de caoba. Luego le colocó el babero, de una tela blanca, impoluta, hasta la cintura, apretado ligeramente a un cuello diminuto y con la cuchara en la mano comenzó a meterle el caldo a empujones, cucharada tras cucharada, con prisa, con la rabia todavía en el cuerpo, llorando quedamente por su desventura, mirando al viejo de rostro granulado, donde la nariz, respingona y las orejas enormes colgando de los lados, daban al señor una apariencia un tanto ridícula y esperpéntica.

Comenzaron los sátiros, las sirenas y las ninfas en su clamoroso despliegue, creando una escena sensual y atractiva, en un despertar del Venusberg majestuoso. Los esposos, que ya habían descansado en el entreacto, se miraban de hito en hito, intentando cada uno aparentar un delicado y delicioso entendimiento de lo que en el escenario estaba sucediendo. Pero en el fondo de sus almas que, como todas las almas, permanecen siempre en completo mutismo, ambos eran conscientes de que su sitio no era aquel, y los dos se sentían desubicados y a destiempo, como en otra realidad creada para los entendidos, tal vez para esa otra clase de señoras y señores más ricos y más encopetados. Sin embargo, solamente se trataba de la pura ignorancia encarnada en la convicción de los señores Stepelton. Ahora sonaba en el teatro el coro de los peregrinos, a cuatro voces sobrias y fervorosas, hombres cantando a capella, en el extremo desconocido y más alejado de los esposos, pero hasta donde alcanzaba ese característico motivo sincopado donde la cuerda convierte al oyente en uno más de la ida y la venida, que se acerca y se aleja por el camino. El éxtasis más puro y sincero en los esposos. Casi un lloro disimulado. Él se quitó el guante de cabritilla y aferró con más fuerza los delicados deditos de la esposa, en una convulsión del alma, intentando comunicar a la señora Stepelton lo exagerado de su emoción. La esposa volvió la mirada hacia el marido cuando el coro femenino inoculó en ella los ecos idílicos y sensuales del sottovoce, cuando la entrada de los Invitados creó en el público la sensación de que los artistas pasaban por unos momentos comprometidos, pero luego, al final, cuando llegó la hora del concertante, la técnica impecable les mostró a todos la enorme y verdadera precisión del libreto de Wagner.

Arthur Stepelton siente los labios abrirse por la presión de la cuchara. El caldo se le escurre por los filos arrugados buscando el cuello. Elvira ni siquiera le mira cuando toma del plato las repetidas y rutinarias cucharadas que introduce en la boca del viejo con una desgana incomprensible. Arthur no piensa en que el caldo le quema la lengua. No siente nada. Tampoco piensa en sus recuerdos, porque aquello tan lejano y tan denso, aquello que llenó toda su vida introduciéndose en el cerebro, ha desabrochado las emociones y, éstas, alocadas y libres, se alejan del anciano para no volver a él nunca más. Las manos le tiemblan y no es capaz de percibirlo. No logra controlar esos movimientos pequeños, ridículos, eléctricos, que dibujan a su alrededor una calcomanía grotesca. Un hedor sube a lo alto, mezcla de rencor y de insana alegría, de miedo y de ganas de salir corriendo, miedo a todo lo que a ambos ahora les rodea, con la insulsa y tal vez inútil tarea de alimentar a un viejo que pronto dirá adiós a este mundo. Ella lo sabe y lo sufre en silencio. Solamente se manifiesta esa terrible venganza en la boca y en el cuello del viejo que aparecen de un rojo intenso, ardiendo por el calor excesivo y despreocupado de la sustancia. El caldo se acaba. Casi todo cayó sobre el pecho hundido, empapando el babero, manchándolo, escurriendo por esas arrugas que ni siquiera los ojos de Arthur le prestan atención. Traga y traga desposeído casi de la vida. Ya se acabó el caldo. Pero todavía permanecen sobre la encimera de la cocina la sopa de carne con tuétano de buey, solea u vin blanc, el faisán y la piña, manjares que Elvira elaboró con esmero sabiendo que ella misma sería la encargada de saborearlos. De pronto, el viejo, tal vez agarrado a un ligero y fugaz rayo de cordura, se levanta y comienza a dar vueltas a la mesa sin objetivo alguno, al menos sin ningún fin comprensible, salvo, quizás, rememorar ese vaivén cuando en los viajes el cuerpo se le iba de un lado a otro, en el pasillo, mientras caminaba alegremente, por aquellos entonces. Elvira, asediada por esa dura costra de coraje que de vez en cuando todos sentimos, también se levantó abandonando la mirada del viejo y se fue a la cocina para untar un poco de tuétano de buey sobre una porción de panecillo espolvoreado con sal. La locura y la desidia anidaron desde ese instante en la casa de los señores Stepelton. Hasta que a la sirvienta se le cruzaron los panecillos en la frente y, en el seno de una furia descontrolada, asió al viejo que en esos momentos todavía caminaba pausadamente alrededor de la mesa y lo arrojó sobre el sofá de terciopelo azul. El cuerpo del anciano cayó sobre el mullido tejido y cerró los ojos, por las comisuras de la boca fluyó, entonces, un líquido viscoso, oscuro, de una compacta apariencia. El pijama totalmente arrugado frente al pecho de Elvira que de tanto subir y bajar, le estallaba en la conciencia.

En otra parte de esta historia, sin embargo, los señores Stepelton continuaban paladeando la ignorancia del arte que, sin entenderlo, intentaba introducirse en el pensamiento de ambos. Había comenzado ya el último acto. Casi terminada la obra. Wolfram contemplaba a Elisabeth que rezaba a la virgen. El amado no aparece. La resignación en un rostro bello, rosado, como de hada en sus sentidos. También, como en la casa, en el escenario ha caído ya la noche. Unos acordes sutilísimos del arpa, que surgen en el aire, invisibles y tímidos. Las luces se apagan y nace un cortejo, con el ataúd sobre los hombros… Ya el final. El coro de nuevo, esta vez acompañado por las bellezas de las maderas, otorgando a la escena una sonoridad más mística, si cabe. Los dos coros cantan ahora al unísono, en una explosión orquestal elevada y cautivadora. Y en este momento los dedos enlazados de los esposos aprietan con fuerza mientras el viejo Stepelton es apaleado por Elvira, en una violencia dulce, fina, elegante, en un canto divino como las voces de los coros, un tono voraz, el engendro y el desengaño, tal vez la propia apariencia de la eterna burguesía henchida de un gozo profundo.

La noche desleída obliga a que tanto la señora Stepelton como su marido, se abriguen bien a la salida del teatro. Van paseando bajo las luces tenues y tontas de las estrellas que el frío del cielo ha dejado al descubierto. Pronto llegarán a su destino. Y lo primero que harán será entrar donde el viejo Stepelton duerme. La sábana le cubrirá el cuerpo que poco a poco se va difuminando en el misterio al que nosotros llamamos vida. Tal vez la luz del techo se haya quedado prendida. Pero ese diminuto detalle, insignificante en el mar de las dudas de nuestros días, sólo extraerá de ambos una leve sonrisa burguesa y hedionda de complicidad.

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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