El Acento

Antonio Florido

El voluntarioso

De a pie llegó Ilich ante la farola que le sostuvo. Quizás ocurrió al contrario. Tal vez fue la farola la que anduvo absorta por las calles entreveradas de gente, hasta alcanzar la altura de Ilich, el voluntarioso. De ahí a nada todo se puede. Uno y lo inmenso, lo mismo da. Nada cambia. ¿Acaso usted requiere otra explicación de lo sucedido?

Le digo que cuando entonces Ilich se volcó en la espalda de la farola. De pie quedó el hombre. Famélico. Casi un cadáver. Con la calva asomando. Y el bigotito. Llevaba un abrigo usado. Encima el capote de las estepas, donde el frío encrudece los miembros. Las manos en los bolsillos. Y fue ahora cuando posó sus ojos en adelante, sobre el escaparate disparatado. Un reflejo enorme sobre sus ojos tristes y esperanzados. La gente amaneció. Primero fueron ellos, hacia el trabajo. Más tarde, como a eso de las ocho, siete y media, el sol bostezó sobre los tejados, espantando los nidos, sacudiéndolos. Ilich esperaba. Era paciente. Nadie supo jamás qué pensaba el muchacho. A sus veinte años recientes. Pero la voluntad nació con él, de sus padres, clavada en el corazón. Sostuvo su escaso cuerpo con ambas piernas. Después las fue alternando. Hasta que sintió una pequeña punzada en las corvas y retrocedió ante sí mismo, asustado. Sólo era el comienzo. La eternidad aún demasiado lejos. Pero su esperanza, tan fuerte, cohesionaba en el alma del joven su destino. Llegó el dueño. Grogiov, pensamos. Se agachó arrastrando la enorme panza, rozando la cintura con los muslos. Abrió dos cerrojos, como dos punteros alterados. Un chillido y luego el empujón de golpe, definitivo, hasta que el paño de metal crujió al subir. El primer fogonazo llegó hasta el rostro de Ilich. Lo de antes sólo había sido una imagen en la retina, cuando por las tardes caminaba por la acera del negocio. Ahora la realidad. Desde la distancia, la marca, nueva en estos contornos, apareció como un rayo. Detrás, se supone, los espejos de los teléfonos. Limpios. Inmaculados. Colocados en líneas paralelas. Sembrados. Un campo de trigo amarillo por la dureza del sol de media tarde. Ilich observaba. Se empeñó en no separar nunca más sus ojos del escaparate de marras. Sólo pestañear, por las lágrimas y por el escozor. No más. Lo suficiente. Pasaron tal vez dos horas. Los anhelantes entraban. Ya dejaban de serlo. Ahora, al cruzar la raya del suelo se convertían en clientes. En soñadores. En estas tierras jamás se vio nada igual. Caprichos empaquetados bajo el brazo. Bajo las bocas sonrientes. Por ese dinero alguna familia comería al menos un mes entero. Ilich seguía mirando. Por él transitaban las sombras alternadas con los hilos de luz. Y el viento, suave en la mañana, se volvió duro y tosco, a mediodía. Fue contando las personas en su mente. De tarde continuaba frente al escaparate. Como si nada. Impertérrito. Encerado. Hecho de carne muerta. Comenzó por los tobillos. Un levísimo dolor que le corrió por las espinillas hacia arriba. Las rodillas temblaron. Y cuando notó que alcanzaba la altura de las caderas echó mano de su voluntad. El dolor se hizo cuerpo. Fundiéndose con Ilich. Desapareció. Entre el joven y el negocio un abismo de personas que pasaban, paraban, buscaban ansiosas el objeto, entraban y luego se iban contentas. Un drama en la mente de Ilich. Debía destrozarlo. Aniquilarlo. Una ignominia, pensaba el joven. Y la tensa voluntad se alimentaba con cada suceso. Actos repetidos. Uno y todos. Era lo mismo. Una igualdad iterada hasta el infinito. Hasta alcanzar la región de las locuras, donde éstas se espantan de sí mismas. Las sombras emergieron a través de las cubiertas. Avanzaban deprisa. Angustiosas. Deseosas de invadir el terreno, de mancillar los reflejos, de asesinar una vez más la vanidad insolente del día que se iba. Una estrella sobre su calva brillante. Goteó esa estrella sobre el joven. Ni por esas cambió el rumbo de su mirada. Pero en el fondo de su ser conocía que sobre él, la noche se agachaba como una sábana negra, suave, helada, inabarcable, misteriosa. La gente desapareció ante los incendios provocados por las innumerables farolas.

De nuevo el día desperezó sus emociones pintadas en el horizonte. El segundo intento. La segunda gota de voluntad de la columna que Ilich se hubo propuesto. También esa mañana llegó el dueño, a la misma hora y repitió lo de entonces. Volvieron los chirridos quejumbrosos, los clientes, las exclamaciones en la misma puerta, con las cajitas abiertas, sin necesidad de la espera, porque no había tiempo ni paciencia. En otro lugar no muy lejano un viejecito rebuscaba un trozo de comida en un basurero olvidado. Oculto el viejo. Avergonzado. O bien la vergüenza había huido de él bastante antes. Ilich de pie. El pelo sobre los lados, todavía largos y lacios. Lo que faltaba en su frente. La nariz encorvada sorbía el rocío de la mañana. Notaba hambre el joven. Más hambre sin embargo de justicia, de comprensión. Pasó el tiempo. Al menos los objetos cambiaron de lugar, si es que dudamos de ese concepto tan mezquino. Y fue fugaz, esta vez. Demasiado fugaz en el entorno. El cuerpo alargado de Ilich sostenía la herrumbrosa figura de la farola. Llegaron a confundirse en la memoria escasa de la vieja de la acera de enfrente. Desde el primer momento le estuvo observando. Hasta llegó a cruzar la señora para verle mejor las facciones. Su cabeza hacia arriba. Ilich era alto, muelle, como elástico. Por dentro, empero, de fierro de primera clase. Categoría. La vieja dijo: “¿Pero qué haces muchacho, a quién esperas?”. Ella no comprendía que Ilich no esperaba a nadie. A nada. Sólo una muestra feroz de su voluntad enorme. Solamente eso. Al día siguiente la misma vieja de antes le llevó una taza de caldo, sostenida por unas arrugas que ni siquiera ardían. Ilich rehusó. Y continuó clavando sus ojos en el escaparate de siempre. Una semana pasó de esta manera tan grotesca. Pero la señora, que sin duda demostraba una generosidad sin precedentes, no se amilanaba y seguía intentando que el joven tomase el líquido que le quemaba las manos. “¿No eres demasiado joven para jugar así con tu vida?, añadió la vieja una de esas mañanas. La viejecita miraba al rostro de Ilich, obnubilada por el brillo y la pujanza de los ojos, de los jóvenes e incomprensibles ojos de aquel joven paciente y calmoso. Uno de esos días, un señor enjuto, dueño del negocio paredado, se le acercó. Eran tres junto a la farola. El hombre conversó con la viejecita, subió los hombros incomprendidos y se volvió como vino. Pero a partir de ese instante la imagen del joven dentro de él, en su pensamiento. De día, de noche, a todas horas, el segundo dueño ojeaba a través de su ventana. Ilich sostenía aún la farola. “Es obcecado”, se decía entre dientes. “Y terco”, brotaba de sus labios. La gente comenzó a distinguir el cuerpo de Ilich. Algunos empezaron a llamarle El Voluntarioso. Otros simplemente alucinaban con la paciencia que se desparramaba por la acera como la lava incandescente. Un mes. Cinco personas acudían hasta él todas las mañanas. Algunos hasta de noche. Querían saber. Necesitaban saber. Lo ansiaban. El motivo. La causa. Chismorreo gratuito. Pero atrayente. Dispar. Alocado. El dueño del negocio clavado observó, hasta él llegaron los rumores un buen día. “¿Qué demonios haces, chaval? Estás espantando a los clientes, ¿es que no te das cuenta?”. Ilich permaneció callado, sumido en el mutismo, en el dolor de las articulaciones que ya comenzaban a hincharse. El dueño, chuscando los labios, volvió la espalda y entró de nuevo en el negocio. Pero cada mañana aumentaba el número de individuos. Mes y medio. Nadie comprendía. ¿Cómo puede un ser soportar tanto tiempo? El joven dejó de sentir la carne. El dolor huía. Había comprendido, al fin, que con ese joven no había manera. Mucho más tarde volvería. Pero eso es otra historia que ahora no merece. La farola se había acostumbrado ya a la ternura de la espalda. Y a los chispeos de unas piernas cruzadas, que de tarde en tarde, alternaban. Pronto todos rugían a su alrededor. Los hombres y mujeres se miraban con la angustia de una muerte cercana. ¿Qué hacer? ¡Si al menos abriera la boca!

Un día cualquiera llegaron los guardias. ¡El orden! ¡Había que respetar el orden ante todo! Escucharon las quejas del dueño. La gente, allí reunida, ni siquiera miraba su escaparate. Sus productos caducaban. No vendía. Era la ruina. El gordo lo vio muy claro. Uno de los agentes, el más receloso, informó con mediana desenvoltura. “¡El joven parece ido! ¿Comprende?”. Luego: “No podemos hacer nada con alguien que solamente permanece de pie sobre una acera. Nada. No incumple ninguna normativa”. Y se largaron. De ahí pasó la cosa a un murmullo feroz. Un semicírculo con Ilich de eje. Cada mañana. Cada tarde, a la salida del trabajo, ellos, los otros, se reunían para curiosear. Algunos diseñaron apuestas sobre cuánto duraría. La viejecita continuaba llevándole a diario su tazón de caldo quemando las arrugas. Pero ya sus manos habían vivido tanto…tanto…

El cuerpo famélico del joven comenzó por detrás. Fundiéndose con el acero descarnado de la farola. Ambas materias unidas. Costuradas. Nunca se hubo conocido cosa semejante. Carne y acero. Acero y carne. De vez en cuando llovía. Y el joven parpadeaba por la fuerza de las gotas. Ellos, los otros, se refugiaban cerca, bajo los salientes. El negocio del dueño rendía cada vez menos. Cada vez las cuentas más bajas. ¡Hasta cuándo!

Aquella mañana, cuando el sol jugueteaba entre las nubes espaciosas, se acercó otro joven. Con una libretita y un lápiz. Era periodista. Ansiaba la noticia. Le hizo varias preguntas a las que Ilich no respondió. Extraño, pensó el reportero. Sacó una pequeña cajita y le sacó varias fotos. Desde ángulos distintos. Cerca. Lejos. Derecha. De perfil. Hasta de espaldas. Al día siguiente en las portadas. El voluntarioso caía bien a todo el mundo. Sin causa aparente, la gente se unía a él y permanecían de pie, a su lado, durante un tiempo. Acompañándole. Como quien acude a la iglesia a diario. Grogiov, desesperado, intentó de nuevo sonsacarle el motivo. Pero el joven seguía sumido en un mutismo absoluto. A fin de mes volvió a echar cuentas. De seguir así cerraría. No encontraba otra salida. A la farola llegaron de toda la ciudad. Atraídos por esa fabulosa noticia. Por un misterio. La estepa despertó. Y con ella el gélido aliento de la naturaleza. La ciudad comenzó a blanquearse. Temperaturas cada día más bajas. Uno de ellos, nadie supo jamás quién, comprendió lo que bullía en la mente de Ilich. Dirigió sus ojos hacia el escaparate. Observó la luna sucia, casi abandonada. Y detrás de ella las filas sembradas con los modelos que ya habían quedado desfasados. Ese alguien desconocido escupió al suelo, enfurecido. Luego posó su mano sobre el hombro de Ilich. Un hombro huesudo, frío, duro como el acero. Ilich jamás volvería a abrir sus ojos. Los hubo cerrado para siempre. Enfrentados al escaparate. Por toda la eternidad.

De ahí nadie volvió a interesarse por los objetos innecesarios. El negocio cerró. Un fuerte chirrido. Como si el horizonte hubiese lanzado un grito de horror.

“¡Vladimir, ¿qué has hecho hijo mío?!”. Acaso la última frase de una madre angustiada, con el dolor clavado, atravesada por esa angustia que dan los años y la pérdida del hijo.

Mucho más allá, Vania, un chico de veinte años, volcó su figura sobre otra farola. Enfrente un enorme cristal. Modelos y modelos de los más sofisticados. Televisores importados. De los que nadie habría podido imaginar ni en sueños. Totalmente prescindibles.

El valor del dinero comenzó a crujir en los bolsillos…

Pasaron tantos años que ya los negocios excusables habían sido olvidados por todos. Una ciudad distinta. Tal vez un país entero cambiando su rumbo. En el centro de la plaza, bajo una hechura densa, tosca, maciza, un letrero con un nombre grabado en letras gigantescas: Vladimir Ilich.

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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