El Acento

Antonio Florido

Aquel argentino

Como un saco de papas sonó el golpe. Brutal en su esencia. Difícil de comprender, allá en lo del Dioni, junto al Lanchas, pegado a mi derecha, bebiendo empinado una jarra de cerveza. El Lanchas paró en seco. Luego me miró a los ojos. Lucía un bigote rubio, cerdoso, y la frente despejada hasta lo admisible.

―¿Has visto?

Había encrespado sus labios.

―Claro. Estoy en el mundo. ¿Acaso?

El saco de papas había reventado sobre la acera. Un hilo rojizo como de sierpe que escapa. Inundando. Se formó un charco desmesurado alrededor de su cabeza. El resto… el resto, un cuerpo manso, quieto. Luego alguien añadió que había sido como si nada. Eso ni se nota, apuntaron desde el final de la barra.

―Total, la vida.
―Sí―añadí, sin pensar más que en mis cosas.

La ventana rozaba mi brazo en el calor del Paraná. Enero y ya los cuarenta. Notándose los sudores sin querer. Atrevidos. Hacia abajo, por los rostros. El Dioni subió el volumen de una canción para el olvido. Nunca aprendí los nombres de esos estribillos tan tontos, elásticos, sobre las bocas ahítas de remordimientos. Todas las tardes en el sofoco aumentado. Faltaba, sin embargo, el Denso. Le llamábamos así y él ni se inmutaba. Alcanzó la silla junto al Lanchas. Pidió una ronda. Él pagaba. Estaba hecho un bravo.

―El tío va de blanco. A quién se le ocurre. El color de la muerte.

Se envalentonó. Hoy era su tarde, sin duda. El Denso abrió sus labios y tragó como un cerdo. Yo nunca le caí bien. Él a mí menos. Pero así es esto.

―La muerte no entiende de tonos―dije para enronquecer la amistad de esa tarde.

Por el filo de la otra acera fue. A unos diez metros, creo. Yo había, además, notado el crujido de los huesos cuando se quebraron. Un piso, dos, tres, quizás. Una buena altura. Para no contarlo. El Lanchas nos vio apurados y con gesto resuelto pidió lo de siempre. Habían pasado unos minutos. La sangre desde el otro lado, desde nuestro lado, apenas huele. Diría casi nada. Sólo el color ahuyentando los malos sentires de los hombres del Paraná.
Bebimos a la salud del muerto. Reímos. Yo, por acompañar. Luego, una tristeza en mi rostro me empujó hacia el suelo. ¿Qué habría sucedido en la mente de ese desdichado? El Denso se retiró como diez centímetros de la mesa. Le faltaba el aire a sus ciento cincuenta kilos. La barbilla temblona ondulaba a cada trago. Fijé la vista en la otra acera. La de las tiendas, porque en ésta sólo hay antros sofocantes, calurosos hasta la rabia. Al menos el Dioni había colocado las aspas en el techo. Una deferencia. Y todos, o casi, íbamos por ese detalle. Que lo demás… pues eso.

Levanté como pude las piernas encharcadas. Un cuerpo hermoso, el de él. A mi lado. Arrugando con su piel el desierto nebuloso de la sábana. Aire quieto, aplastando los rostros. Ni las moscas se atrevían, las muy putas, a volar. Luego un beso de mis labios le despertó, allá en lo más profundo del sueño. Preparé dos mates. Cargados. Colados. Con una pizca. A Ernesto así le puede. Fui al baño. Todavía el sabor angustioso del whisky en la garganta. Escupí medio estómago.

―Bien la tomaste, hermano.

Tuvo la costumbre. Desde entonces, de llamarme hermano. Como si nada. Me dejé llevar. Le quería así. Sin desmerecer. Bebía el mate concentrado. A pequeños sorbos. Rumiando los antiguos amores. Recorrí su cuerpo con la boca humedecida. Así le desperté. Cada día de manera distinta. Flores del Paraná. ¡Al carajo!
―¿Vos me querés?

La pregunta me llegó hondo.
―¿Todavía lo dudas?

Dije con otra pregunta.

―¿Sí, hasta cuándo?

A lo del Dioni nunca quiso. Por ellos. La gente. Que habla. Todos se fijan en todos. Somos tan pocos en estas tierras ardientes.

Seguí observando a través de las manchas. En la otra acera sobre el suelo. Algunos pararon, luego siguieron su andar. No pasaba nada. Total.

―¡Será desgraciado, el cerdo! ―dijo el cerdo del Denso.

―Eso nadie sabe. Le toca a quien le toca. No más―añadió el Lanchas.

―Estás en lo cierto―añadí bebiendo al compás del Lanchas.

Ya iban tres rondas. Tocaba de nuevo la rueda. Esta vez fui el adelantado. El Dioni me hizo un gesto con la cabeza. Entendía el hombre. Las jarras dolían los huesos, de frías. Pero había que tomarlas al instante. El dichoso enero, con sus humedades. Con sus calores de fuerza. Nadie por la calle. Salvo algún chiquillo parado y mirando el horror. Aún en mi cabeza el crujido del hueso. Había papas destrozadas. El charco prendió hasta el traje, sobre los hombros de un blanco brilloso.

Ya era tarde. Pero los domingos no hacemos nada. Pasamos las horas muertas muertos sobre las sábanas. Amándonos. Abandonados al otro. Miradas sobre los ojos acuosos del amigo que encontré en Rosario. Junto al río. Cosimos las almas. Desde entonces todo ocurrió. Hasta que un día dudó. Y a partir de entonces siempre lo mismo. La eterna pregunta. ¿Sí, hasta cuándo? Le respondí con la pasión propia de un hombre. No me cansaba el hacerlo. Pero un día, atravesado, le dije que ya estaba bien. Fue cuando se fue a lo del Chinche. La trajo a casa él solo. Me engañaron sus brazos. La subió y dijo. Haré una casa. Te dejo. Reí por lo absurdo.

Al día siguiente puso los papeles sobre la mesa. Todo arreglado, por lo justo, es decir, por lo legal. Así hacemos las cosas los porteños, ya sabes, dijo. Luego la gente comenzó con la chanza. Subió lentamente las filas. Despacio. Al terminar con una paraba, limpiaba la frente, bebía, subía la cabeza por unos pájaros que cantaban. Después continuaba.

―Eres raro, porteño. ¡Dime, responde!

Quería la certeza en la frente. Lo que no puede existir. La vida, quién sabe. Ernesto no comprendió mi mudez, acaso la locura de mis arrebatos. La pared subió. Colocó detrás unos soportes, por la ley. Comenzó el segundo piso. Dejando en medio el hueco extraño. La gente apenas paraba. El calor. Mediados de enero. Treinta y cinco. No son pocos. Los animales seguían escondidos a las sombras de las piedras.

―Es el loco de la ventana. Vino desde la ribera. Hace tiempo. Vive solo. Es raro, el tío.

―Era―corrigió el Lanchas. Y brindamos por eso. Yo, por acompañar.

De vez en cuando la observaba. Sentado bajo el cielo engañoso. Abanicándome. Allí la dejó, apoyada en una esquina, casi en derecho. También de blanco. Son más baratas. Pero la hechura no cambia.

―Estás loco, cariño―dije atrayéndole cerca. Respiré el sudor de sus brazos. Sabía que eso lo volvía. Nos derrumbamos sobre la cama. A lo bestia. Como dos gatos luchando.

El pueblo miraba a lo alto. Trabajaba con el traje blanco. El de los días de guardar. Ya se sabe. Yo mismo se lo planchaba. Filaba y filaba las piedras. Paralelas, dejando un respiro entre ellas, por las dilataciones del Paraná. El hueco casi cerrado. Una viga de tabla le era bastante. Poco peso en lo alto. No más. La obra acabaría bien pronto. Los puntales se miraban entre ellos, como diciendo.

En lo del Dioni sonaba un tango lacrimoso. Brindamos también por eso. Yo, por acompañar. Las copas agrandaban los ojos. La acera surgió roja, bajando el color hasta el desagüe. Llovía el calor de lo alto. Gotas calientes. Necesarias. El traje se le había vuelto un asco. La cabeza doblada en un giro imposible. Miré al suelo. Tragué la poca saliva acervezada. Lloré hacia adentro.

―¿Vamos por otra?―Apuntó el Denso. Seguía bravo el hombre desmesurado.

―¡¿Por mí…?!―Roncó el Lanchas, con la voz tomada.

―Yo ya llegué―dije.

Pasó el chaval con las dos jarras prendidas, enganchadas en la curva de sus dedos. Bebieron. Brindaron por nada. Por estar vivos, acaso. Yo, por acompañar, alcé el codo. Rieron. Hizo gracia el gesto.

El último día levantó la ventana. La colocó entre sus dedos. A pulso. Escaleras abajo. Por la acera la gente se paraba. Miraba. Reían. Hasta doblar las cinturas y enderezar sus destinos. Subió la ventana con una soga engruda. Rasposa. Eso fue lo que me dijo alguien. Que jamás me ocupé de averiguarlo. La colocó y esperó toda la noche y todo un día allá en lo alto. Quería asegurarse. Protegerla.

Sonó el grito sordo de un saco de papas reventado sobre el suelo. Nadie lo quiso. Todos pensaron en la vida dichosa. En el Paraná que te aoja sin remedio.

Vino, dicen, desde Rosario―mintió estúpidamente el Denso.

―Sí, de Rosario―sumó el Lanchas.

Brindaron por eso. Esta vez yo también lo hice. Por acompañar. La última.

De nuevo otro domingo con las ventanas apagadas. El desierto de entonces era más desierto esta mañana. Los pantalones, la camisa, la chaqueta. Un mundo blanco de plancha para nada. La vida en el Paraná es toda. No permite que nadie cambie su rumbo. Ernesto fue conducido al tanatorio. Sobre la piedra desnuda, desnudo.

Brindo por eso. Por él.

Sin tener que acompañar, claro.

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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