El Acento

Antonio Florido

Las muñecas

Muñecas sentadas con las piernas abiertas. Muñequitas vivas, despiertas, acechantes. Lindas como prendas de primavera, como los pétalos abiertos de una magnífica flor. Cuando las vi en el escaparate de aquella tienda no tuve más remedio que entrar. Necesitaba verlas, tocarlas, acariciar sus pequeños bracitos, comprobar el aroma a vieja cera que emanaba de sus cuerpos y pasar mis dedos por aquellos suaves vestidos de seda.
La puerta estaba cerrada. Al empujarla sonaron unos trinos hermosos. Luego el sonido se acabó y sólo quedaron en mi cerebro los ecos del recuerdo. El cuerpo, mi cuerpo, ya se encontraba dentro. Olía a porcelana, a alcanfor, a esmalte. El olor llenaba el espacio y sentí un placer inexplicable por encontrarme allí dentro rodeado de pequeños seres sin vida. No me recibió nadie. Llamé en voz alta. Silencio vibrando de forma violenta. Volví a hacerlo, volví a necesitar la presencia del dios que vendía aquellas preciosidades. Pero pasaron algunos segundos y allí no aparecía nadie. Me encontraba solo con ellas, apartado del resto del mundo, lejos de los vivos y de los inútiles trasiegos de la vida fragorosa.
Comencé entonces un viaje insignificante y perverso. Me acercaba a un estante, las miraba, las olía, las tocaba. Luego me iba al estante de al lado y repetía uno a uno todos mis movimientos. O me detenía simplemente frente a las repisas frontales repletas de pequeñas figuras. La tienda me acogía de esta manera invitándome con sus paredes pintadas de azul a viajar por un mar desconocido. Y yo, desleído en esa atmósfera de aromas y de perfectas intuiciones, me dejaba ir como un marinero a la deriva, embobado, absorto, sujeto enamorado de mi propio mundo. En un impulso casi alocado tomé una de ellas —la más hermosa— en mis manos. Irrumpí de esta manera en el pequeño universo de la damita vestida con telas de papel, sutiles, frágiles, casi quebradizas. La tomé con mucho cuidado, esmerándome para no despertar a esa hermosura que dormía plácidamente. Era una menina regordeta, de anchas y sonrosadas mejillas. Al moverla en mis manos se abrieron sus párpados y una luz blanca y muy tenue pareció iluminar la estancia. La naricilla le sobresalía apenas del rostro y los ojos, ¡sus ojos!, mostraban ahora, encendidos, todo el candor y la ternura del mundo. Luego rocé sus dorados cabellos con las yemas de mis dedos. Y me inundó un placer indescriptible, inhumano, un placer desconocido antes para mí pero que ahora ¡ay! se presentaba desnudo, abierto, ofreciendo a este pobre reportero de prensa todo un espectáculo digno de Hollywood.
—Disculpe señor, ¿puedo ayudarle en algo?
Oí la voz melodiosa en el momento de soltar a la muñeca sobre la balda. Me giré y vi a un hombre de escasísima estatura, un ser diminuto, con las piernas hundidas en el suelo, con el cuerpo contrahecho, retorcido, arqueado sobre sí mismo y tan bajito que pensé se trataría de un caso de enanismo. El dueño de la tienda —como supe más tarde¬¬— me recibió con una sonrisa amable y acogedora. Se acercó a mí y dijo:
—Es la mejor que tengo aquí, ¿sabe usted? La mejor sin duda, sí señor…y la más bella.
El enano se quedó abstraído mientras pronunciaba las palabras. Y después se acercó a la estantería, tomó a la muñeca en sus manos, la subió al cielo elevando los brazos y se quedó mirándola, extasiado. Trataba al juguete como si realmente fuese una criatura viva. La mecía en sus brazos, le acariciaba el cabello, colocaba en su sitio cada uno de los pliegues del vestidito de papel. Formaba con ella una escena tierna, encantadora, una especie de unión sagrada entre padre e hija. Pero… también componían ante mis ojos una representación extraña y sombría.
—La única que no vendo, ¿sabe?—, me confesó en cuanto volvió en sí al cabo de unos segundos.
— ¿Y eso…?—, le pregunté sorprendido.
—Tiene una historia larga de contar. Pero más allá de lo que usted pueda oír o imaginar, más allá de todo eso, le diré que sería incapaz de deshacerme de ella.
Los ojos del enano adquirieron entonces un brillo acristalado y noté cómo su respiración se alteraba momentáneamente. Llegué a sentirme incómodo. Y deseé no haber cogido esa muñeca con mis manos y más teniendo en cuenta todas las que descansaban en las repisas.
— ¿De dónde viene usted, señor?—inquirió el hombrecillo arrastrando las sílabas.
—No es usted el primero en llegar hasta esta sucia ciudad para merodear, para oler. No, no lo es. Y tampoco será el último, se lo digo yo. Tampoco. Bien sé que todos queréis lo mismo —siguió—: todos queréis saber. Pero yo no sé nada. Yo, buen muchacho, sólo soy un pequeño vendedor de muñecas, ¿sabe?—y rio estremeciendo su diminuto cuerpo—, sólo soy eso…
—En verdad que no se equivoca, señor…
—Grotz, me llamo Grotz. Pero todos me conocen como el pequeño asesino.
El enano adquirió de pronto un semblante serio como quien padece de esa enfermedad cuyos síntomas más evidentes son el dolor del alma y la desintegración paulatina de la voluntad. Le miré a los ojos con la intención de descubrir algún oculto pesar que por descuido hubiera quedado al descubierto, pero el hombre se había cerrado del todo y había formado alrededor de su pequeño cuerpo un recinto estanco que no dejaba salir los humores que lo ahogaban. Guardé silencio por unos instantes y cuando creí que su alma se había calmado, dije:
—Tiene usted razón. Yo no quiero ninguna de sus muñecas. No vengo aquí a comprar nada. Sólo me trae el trabajo. El encargo de averiguar qué está pasando en su ciudad, en esta ciudad apartada y sucia, como usted afirma. La gente quiere saber, ¿entiende? Es la gente, son los demás los que desean conocer las posibles causas de tantas muertes inesperadas y el porqué de tan elevados índices de suicidios. Yo sólo soy un mandado, tómelo así si lo desea. Por eso he llegado hasta aquí bien temprano desde Tula. Y por eso estoy ahora aquí con usted — dije mirando directamente a las pupilas verdosas del hombre.
El enano me había escuchado en silencio y con el ceño fruncido. ¿Vibraba su alma? ¿Acaso constituía mi presencia algún motivo de aprensión? Luego sacó un taburete de detrás del mostrador, se sentó sobre él dando un pequeño saltito, colocó las piernas abiertas y me indicó con la mirada que esperase. Le hice caso, aunque no tenía claro cuáles eran las pretensiones del hombrecillo, de modo que ambos permanecimos allí en silencio, en medio de todas las caritas rosadas que nos observaban enmudecidas.
A los dos o tres minutos todo lo más, comenzamos a escuchar un ligero silbido, un aliento presente, como si el aire se hubiese entretenido en fabricar alguna extraña melodía. Algún temblor surgió de lo más hondo de la tierra y lo sentimos. El enano cesó de mover las piernas en el aire, clavó sus ojos en los míos y entendí que debíamos seguir esperando. Al poco el silbido inicial murió y en su lugar oímos una oscura sinfonía que me hizo recordar al famoso Miserere. ¿De dónde procedían esos cánticos? ¿Y los temblores? ¿Qué estaba sucediendo? Noté cómo el Tiempo ralentizaba su eterno y cansino fluir y reconozco que me invadió un miedo frío y húmedo que penetró hasta mis huesos. El aire quieto, paralizado, suspendido. Los dos esperando el anónimo suceso. Las muñecas silenciosas y durmientes.
Una vocecilla de niña asustada se oyó de pronto en la tienda. Una voz calidad, dulce, en pianísimo descenso y dando la sensación de haber sido pronunciada en un lugar muy lejano. Sin embargo, dónde, quién, qué era esa voz misteriosa, de qué oculto espacio emergía para luego difundirse por la sala impregnando el espacio de misterio y de horror. Una de las muñecas abrió lentamente sus ojos. Yo lo vi, lo confieso. Y el enano también observó ese increíble acontecimiento. Sin embargo, ambos callamos conteniendo la respiración. Me quedé petrificado, lo reconozco. Luego otra más pequeña que la anterior, y más vieja y fea, movió un bracito. Un vestido de papel desplegó sus encantos sin motivo aparente. Y, como una ola del mar que se levanta y se yergue sobre sí misma, todas las muñecas comenzaron a despertar y a moverse. De sus boquitas abiertas salía ese cántico lastimero y me daba la sensación de que las meninas pedían ayuda. Algunas, en efecto, lloraban. Otras, sin embargo, sonreían macabramente mientras agitaban los brazos. La tienda se convirtió en un teatro de la risa y del miedo, de lo vivo y lo muerto.
La escena duró apenas un par de minutos, pero fueron unos minutos inacabables en el que los dos callábamos y contemplábamos el espectáculo de aquellos seres renacidos. Luego, poco a poco, las muñecas, pequeñas y grandes, nuevas y viejas, todas, todas ellas fueron cerrando de nuevo sus ojillos y enmudeciendo sus bocas, hasta que la calma llenó otra vez la estancia y la tienda y nuestras almas quedaros a solas. Yo no sabía lo que decir y tardé aún algún tiempo en reaccionar, pero fue la voz del enano, la vocecilla de Grotz quien rompió el silencio.
¬¬¬― ¿Qué, sorprendido?―dijo saltando del taburete y acercando su rostro a mi cuerpo.
―Ocurre cada vez que alguien permanece en esta sala por más tiempo del debido. No sé cómo lo hacen, pero saben que alguien las mira. Por eso casi nunca estoy aquí sino detrás en un cuartito que tengo para mí sólo y del que dispongo a mi antojo. Allí es donde únicamente me encuentro a salvo.
―No entiendo―, respondí incrédulo al enano.
―Sí, muchacho, lo que ha visto es real, sucede a menudo y sorprende, lo reconozco. Al principio también a mí me sorprendió, para qué negarlo. Me llevé más de tres horas encerrado en ese cuartito del que le he hablado, sin atreverme a salir de él. Pero ¿sabe?, con el paso de los días y de verlas y sentirlas, es decir, con la experiencia, uno se acostumbra. Pero eso sucede porque todos pensamos que por el simple hecho de ser muñecas, están muertas, deben estar muertas, ¿verdad? Sin embargo, yo sé que no es así, no al menos en todos los casos, como usted ha comprobado con sus propios ojos.
―Y entonces…entonces, cómo se las arregla para venderlas a alguien, porque imagino que si lo que hemos presenciado sucediera con algún cliente dentro, tratando de llevarse una de ellas, saldría pitando ¿no?
―En ese caso me doy prisa, toda la prisa que puedo y en vez de hablar con el cliente y tratar de llevarlo a mi propio terreno, le dejo que elija. Luego envuelvo la muñeca rápidamente y el cliente se va satisfecho. Hoy ―continuó―llegó usted en el momento justo en que Amelia me traía los nuevos ejemplares. Por eso tardé tanto en salir para ver quién era. Momento que usted aprovechó para coger a mi pequeña Mílena en sus manos.
Grotz miró a la muñeca con los ojos amorosos de un padre que se desvela por su hija y luego se volvió hacia mí y dijo:
―Amelia es la vieja de la colina. Todos la conocen en la ciudad. Desde hace varias décadas, es decir, desde que era hermosa, tan hermosa quizás como alguna de ellas (el enano miró alrededor) fabrica las muñecas ella misma. Antes las hacía a mano. Todo en esos pequeños cuerpecitos era artesanal. Cada muñeca era única, especial, era ella misma, con su sonrisa especial y sus cabellos de oro. Cada una de ellas estaba dotada de su propio carácter. En verdad eran como pequeños seres vivos. Y la gente acudía a esta tienda para llevarse un ejemplar insuperable en su forma y en su alma. Sí, digo bien, en su alma.
No pude por menos que sonreír, cosa que disgustó al enano que siguió hablando:
―Pero con el tiempo las manos de Amelia se volvieron tensas y duras y sus dedos ya no pudieron manejar los hilos de seda ni los delicados vestiditos de las niñas. Desesperada, decidió abandonar el negocio. Al principio lo puso en alquiler, pero cada inquilino duraba lo que tardaban las niñas en despertar. A las primeras de cambio salían corriendo dejándolas solas y tristes. Hasta que me enteré que la tienda se traspasaba con todo el contenido. No lo dudé. ¿Y sabe por qué? Porque me encantan las muñecas. Son pequeñas como yo y sus caritas sonríen graciosamente, No lo dudé, como le digo, y me hice con la tienda. De esto hará ya unos diez años.
― ¿Y Amelia?―le pregunté ansioso por saber qué había ocurrido con la vieja.
―Ella vive arriba―respondió Grotz volviendo el rostro en dirección a la calle por donde se divisaba el comienzo de un camino arbolado.
―Pero entonces, las muertes, qué sabe usted de las muertes inexplicables, de los suicidios, de tantas miserias como se comenta que hay en esta ciudad. Para eso he venido hasta aquí, no lo olvide.
―Son las niñas. Son ellas. Ninguna quiere salir de esta tienda. Al principio no se resisten porque están dormiditas. Cuando las cubro con el papel de regalo y las introduzco en sus correspondientes cajitas me doy cuenta de que aún están dormidas. Pero en cuanto el cliente las saca de sus ataúdes una vez llegado a su casa, las muñecas saben que ese no es su sitio. Y entonces comienzan a despertar…
Yo escuchaba las palabras del enano sin darles ningún crédito, como es natural. Sin embargo, era tanta la pasión que el enano ponía en sus palabras, ¡tanta! que me resultaba difícil ponerlas en duda.
Esa tarde salí de la tienda y me fui directamente a la habitación del hotel. Echado en la cama con la ropa puesta no dejaba de darle vueltas a lo que mis ojos habían presenciado y a las palabras del enano que retumbaban en mi cerebro martillándolo. Amelia, repetía en el silencio de mi habitación. Amelia, era el nombre que recitaban mis labios repetidamente. Me quedé dormido. Y tuve un sueño cargado de ojillos que se abrían y cerraban, y con bocas abiertas y brazos enloquecidos.
A la mañana siguiente volví a la tienda. Grotz salió a recibirme en cuanto sonó la campanilla de la puerta.
―Usted otra vez…
―Sí, no he podido evitarlo. Hay algo que necesito saber.
―Usted dirá, joven.
―Qué ha sido de Amelia, ―le pregunté― ¿y cómo fabrica sus ejemplares si como usted mismo afirmó ayer, ya es incapaz de articular sus manos? Creo que aquí hay algo raro ―le dije―algo que no me cuadra.
El enano arrugó la frente y con aire de ofendido me invitó a salir a la puerta de la calle.
― ¿Ve aquel camino que empieza al final de la calle? Tome por él, camine como una hora o algo así, suba hasta la cima y…usted mismo.
La mañana soleada invitaba al paseo, una fina brisa acariciaba mi rostro, olía a florecillas silvestres con sus corolas recién estrenadas abiertas al mundo, así que tomé la dirección que el enano me había indicado y cargado de resolución y con un poco de angustia en el pecho me encaminé hacia arriba. El camino, irregular, estaba flanqueado por arbustos que con el paso de los minutos se fueron convirtiendo en árboles hermosos, cargados de follaje verde, espeso, aromático. De trecho en trecho algunos guijarros me obligaban a cambiar el paso y una niebla sutil, desgajada, formaba hilos de gasa alrededor de mi cuerpo. A la hora aproximadamente de caminata el terreno se volvió hostil, elevado, con la tierra descarnada que mostraba su piel arrugada y cárdena. La niebla había adquirido la densidad de una espesa gelatina y sólo divisaba con claridad hasta los dos o tres metros siguientes. Me entró frío. Deshice los pliegues de las mangas de mi camisa y abroché bien el último botón del cuello. Miré el reloj. Las manecillas se habían parado. Sentí unas terribles ganas de dar marcha atrás volviendo sobre mis propios pasos pero la dignidad y la tontería de la profesionalidad me obligaron a seguir adelante.
Llegué. Por fin el camino se abría ante mis ojos y daba paso a una ancha planicie de color marrón. Los árboles quedaron atrás y delante de mí se extendía un anchuroso campo de húmeda tierra. Estaba recién arado. Más allá, a la derecha de mi avance, otro terreno sembrado aparecía majestuoso con sus líneas paralelas, simétricas, regulares. Podía divisar incluso las crestas de la tierra levantada formando pequeños montículos. Y las ramas, las pequeñas ramitas que ya nacían abriendo las semillas, destrozando las cubiertas de sus cuerpos, eclosionando hacia el cielo sus vidas enterradas. Entre los dos espacios el camino, ahora más estrecho que en la subida, zigzagueaba en doble curva hasta un caserío que desde donde yo estaba se veía pequeño. Anduve con la convicción de encontrarme con Amelia en cualquier momento. Deseaba ver a la vieja y tocar sus dedos deformados. Recordaba las palabras del enano: “…cuando aún era hermosa…”. Y ahora, ¿cómo sería el rostro de la anciana? ¿Sacaría de su mirada o de sus palabras alguna información relevante?
La casa era enorme, muchísimo más grande de lo que me había imaginado desde lejos. De madera vieja, porosa, deshecha, con algunos paños semiderruidos. Una puerta entreabierta me recibió y pasé al interior con cuidado y en silencio absoluto. La primera pieza era un salón lleno de restos de tierra como si una cuadrilla de labriegos se hubiera limpiado allí las botas. En el centro una amplia mesa con una silla solitaria. Sobre la mesa hilo, tijeras, retales de colores, papel de seda doblado cuidadosamente. En un rincón un montón de tierra acumulada que formaba una pequeña montaña. Y entre la tierra pequeños trozos de troncos recién cortados, olorosos, de un rojo sangre difícil de olvidar. Yo seguía en silencio la visión de todo cuanto me rodeaba. Ya no pensaba en mi trabajo, ni en los suicidios, ni siquiera en Amelia. La estancia me embriagaba por lo absurdo del cuadro. E imaginé a la vieja trabajando sobre la mesa, con sus muñecas de trapo, son sus manos encallecidas y sus dedos casi paralíticos. La veía en mi cerebro mientras mi cuerpo y mis oídos avanzaban, uno acercándose al montoncito de tierra, los otros escuchando el silencio que se masticaba en todo el espacio. Me agaché, tomé unos de los troncos cortados, pero cuando miré mis manos el tronco había desaparecido. En su lugar mis manos sostenían un brazo cortado. Un brazo pequeño, de niño muerto, frío, carnoso, blando. Asustado, lo solté de inmediato y luego me volví porque una voz dulce sonó detrás de mí:
― Mi niña nacerá pronto, pequeña mía. Pronto, muy pronto correrás por estos prados y podrás coger las flores que te apetezca…
La mujer, una joven que abandonaba la niñez para adentrarse en el mundo ciego, acariciaba sus entrañas con las manos abiertas. Y sonreía. Mientras cantaba delicadamente a su retoño nonato la niña mujer cantaba con una voz dulce, atiplada, y los tonos salían de su garganta subiendo y bajando como las olas del mar. Me quedé parado. La muchacha pasó junto a mí, retiró la silla, se sentó cansinamente y comenzó a coser los bracitos y las piernas de una muñequita que había sacado de la bolsa que llevaba colgada. Estaba embarazada y le cantaba a su propia muñeca a la que pronto tendría en sus brazos. Y sin duda no me había visto, a pesar de permanecer ambos tan cercanos. Pude respirar. Intenté salir en silencio de la habitación. Un trozo de angustia subió por mi esófago hasta la garganta y el nudo que sentí fue tan profundo que noté un dolor infinito y como que me ahogaba. Ya en la puerta volví mis ojos hacia ella y la joven, ajena a mi presencia, continuaba cosiendo y uniendo las partes del juguete mientras de vez en cuando acariciaba su barriga hinchada. Fuera el sol apareció redondo y definido, rompiendo las finas hebras de niebla que ya se deshacía. El campo frente a mí. Abierto, llano, cubierto de brezos empinados y secos. Avancé unos pasos pensando en la jovencita de la casa. ¿Y Amelia? ¿Sería hija suya, de la vieja, esta hermosa muchacha de rostro delicado?
Las líneas del campo arado aparecían ahora delante de mí cubiertas de musgo. Y mi cuerpo quedó entonces paralizado. No eran troncos, ni pequeños brotes ni retoños salidos de la tierra: eran bracitos, piernas, cabezas. El campo estaba sembrado de semillas de muñecas. Me quedé mirando sin comprender aún el sentido de lo que tenía delante, sin entender nada, nada en absoluto, sólo que de la tierra preñada surgían diminutos seres inanimados, tiernos, sensitivos. Abandonado del todo por mi voluntad me giré en redondo para marcharme de allí lo antes posible, pero en cuanto mi cuerpo volteó sobre el horizonte apareció ella, doblada, arqueada como la curva de una ballesta, tocando la tierra con sus manos, cavando pequeños orificios donde colocaba un dedo, un ojo, un mechón de pelo. Luego lo tapaba con los dedos y aplastaba la tierra donde en poco tiempo aparecería un hermoso ejemplar de juguete roto. La vieja tampoco me vio. Igual que la joven, Amelia pasó por mi lado agachada, sembrando los pequeños trocitos en la tierra, respirando trabajosamente, con la piel de su rostro surcada de arrugas, el pelo tenso hacia atrás donde se recogía en un moño canoso y sucio.
Entonces miré a mí alrededor y una fina idea cruzó por mi cerebro. Pensé en la joven y en la vieja y me di cuenta de que ambas tenían la misma mirada, el mismo cuerpo, el mismo porte. No sé, pensé que ¿por qué no podría estar yo sufriendo una transgresión del Tiempo y la joven y la vieja fuesen la misma persona? ¿Quién se atrevería a decirme que no?
No acabó ahí la cosa pues al regresar sobre mis pasos decidido ya a abandonar mi propósito pasé cerca de un pozo donde una silueta dibujaba un hueco en el espacio. Un cabello alisado y largo brillaba al sol que ahora se pavoneaba en el cielo libre de niebla. Un cabello que movía sus filamentos al son de la brisa de una tarde que llegaba. La música de un lloro caía sobre el brocal. Llanto desbordado por la pena y la angustia más horrenda que pueda imaginarse. La muchacha miraba al interior del pozo volcando su pecho sobre la piedra rugosa. Con sus manos y sus dedos arañaba la piedra y trataba de adentrarse en la oscuridad del hueco. Sus lágrimas caían al fondo fundidas con el agua del agujero y sus llantos, sus quejidos, su dolor, impregnaban el espacio formando una escena sobrecogedora y humana. Otra imagen que desveló mi corazón y me confundió aún más. Y yo, sin saber qué hacer, nervioso y fatigado, me veía envuelto en una historia que poco a poco me atrapaba formando en mi mente el desarrollo de un trágico suceso.
Bajé el camino absorto, anestesiado por lo que había visto o creído ver. Pensaba en las tres mujeres. E intentaba entrelazar las imágenes para montar el puzle que tenía delante. No me di cuenta de la bajada entre las matas grumosas, verdes y ocres. Sólo reparé en mi cobardía cuando ante mí se presentó el letrero luminoso de la tienda del enano. La noche me acogió entonces en sus brazos y cansado y confuso me dirigí hacia el hotel donde no pude pegar ojo en toda la noche. Al día siguiente, deseoso de irme ya de la ciudad, volví donde el enano para despedirme y confesarle lo que me había ocurrido.
Grotz me esperaba. El enano sonrió al verme y me indicó que entrase lo antes posible. No había nadie por los alrededores. Ni sonidos, ni pájaros cantando, ni siquiera una ligera brisa que aplacara el calor en ascenso. Entré en la tienda con mi mochila colgada del hombro. Sobre el mostrador había un paquete cuadrangular envuelto en un papel tornasolado. El enano lo tomó en sus manos y me lo dio.
― Es para usted, joven―, me dijo clavando sus pequeños ojuelos en los míos.
Cuando lo abrí la muñeca levantó sus párpados y me miró. Me quedé sorprendido y confuso.
― Es un recuerdo. No puedo hacer otra cosa…―, añadió.
Le agradecí el detalle. Fingí que me gustaba el regalo y le aseguré que colocaría a Mílena en un lugar apropiado. Le mentí porque en verdad la muñeca ―su muñeca― y el hecho de saber de dónde procedía me daba escalofríos, pero el hombrecillo había sido tan amable que me sabía mal despreciarla. Después le conté lo sucedido en el alto, a la llegada al caserío y durante todo el relato el enano no pestañeó. Luego dijo:
― Lo sabemos todos. La vieja tuvo una juventud atormentada. La niña se le fue y con ella también se fue la vida de la joven. Luego llegaron las muñecas, los envíos, las ventas…las muertes espaciadas al principio pero que luego se amontonaron en el tiempo. La gente afirmaba que eran ellas, las niñas, sus niñas, las pequeñas hechas por sus manos aún jóvenes. En la ciudad se oían lloros a altas horas de la noche y nadie sabía cómo, dónde, cuál era el motivo. Nadie lo supo jamás. El tiempo pasó. La joven se hizo mayor, llegamos nosotros, la tienda, los clientes, las almas despegadas en las noches solitarias. Decían que las niñas pedían ayuda, que movían solas sus manitas pidiendo socorro y que también se agitaban sin motivo aparente. Y al contrario de lo más lógico que hubiera sido el descenso en la venta de ejemplares, la gente siguió viniendo a por ellas. ¿Atracción? ¿Hechizo? ¿Fuerza misteriosa que impelía a los ciudadanos a comprarlas? Nadie lo sabe. Ahora ―siguió― usted ha subido, las ha visto, o tal vez ha imaginado que las veía, quién sabe.
―Tome su muñeca, llévesela y váyanse. Olvídese del trabajo con el que vino a esta ciudad, olvídese. Márchense los dos ¡vayan!
El enano pronunció las últimas palabras con un aire de desabrimiento que me llegó muy hondo. Coloqué la caja debajo del brazo y me alejé sin mirar atrás en busca del hotel donde todavía tenía que recoger mis cosas. Y después de varios días en los que me dediqué a preguntar a los vecinos, a recabar información, días en los que únicamente recibí puertas entornadas, gargantas mudas, silencios espesos, recelos, sospechas, retraimientos sucesivos…tomé el tren hasta Tula donde me encuentro ahora mismo.
El médico ha traído una nueva cajita de pastillas. Se ha sentado en medio de la sala, junto a mí, me ha tomado el brazo con mucho cuidado, acariciándolo, mimándolo, como quien ama a un pequeño y se lo demuestra con frecuencia de esa manera. Luego me ha dado dos. Dice:
― Tómelas juntas, le sentarán bien.
Y se levanta, abre la puerta y se marcha. Me quedo solo en la sala número seis. Me acuerdo de Chéjov, al que tanto he amado a través de sus deliciosas páginas. Luego me echo sobre la cama y tacho un nuevo día en la pared. He perdido ya la cuenta. ¿Dos meses? ¿Tres? ¡Qué importa! A la mañana siguiente, cuando los primeros rayos de sol penetran a través de los barrotes y la luz ciega la estancia, incendiándola, imagino que hoy sí tendré visita. Lo imagino y lo deseo y paso las primeras horas del día en un estado de alteración impropio del que se somete a este tipo de tratamientos. Limpieza del alma, reafirmación de la realidad, reforzamiento de las capacidades volitivas, eliminación de sueños pesarosos, confusión, nerviosismo, ansiedad. Fuera todo tipo de inútiles angustias y de creer oír voces de niñas que lloran. Fuera todas esas fabulaciones de que las niñas me llevaban con ellas, yo solo, ellas a mi lado, dándome sus manitas, sus pequeños vestidos asomando por las ventanas de mi casa, sillas que se mueven, pequeños ruiditos nocturnos y creencias absurdas en seres amorfos y sombras que aparecen por todos los rincones.
A mediodía entró el celador y con su cara de obtuso dijo:
― ¡Vamos hombre, en pie, tiene visita!
Lo supe desde el principio. Desde que el día apareció ante mí desnudo como una gracia plena y redonda. Lo último que esperaba, sin embargo, es que cuando transparentaran el cristal que separaba a la visita de mi propio cuerpo lo primero que viera fueran aquellos ojillos redondos, negros, brillantes, esas pestañas exageradas, arqueadas hacia arriba, esos pómulos abultados, salientes y rojos, esas manos con los deditos regordetes y esa sonrisa estúpida y ciega de muñeca de juguete, de muñeca muerta, sin vida, sin alma…

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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