El Acento

Antonio Florido

The last arrow

Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro”.
Paul Auster

Esta mañana al levantarme sentí algo extraño. Como si yo no fuera yo y el mundo se hubiese vuelto loco. Me acerqué al balcón, incliné el cuerpo volcando toda la materia en el aire que me rodeaba, y comprobé que las casas de mi calle seguían en su sitio y las nubes en lo alto volaban buscando las tierras del sur. Como casi siempre, pensé. Incluso pude oír a través de la pared de mi habitación las idas y vueltas del vecino del 2º B que siempre hace mucho ruido, tanto que a veces consigue abrirme los ojos en pleno deslizamiento por los sueños.
Pero algo había cambiado y noté que mi cuerpo se rebelaba. La carne del espejo reflejó la verdadera carne que me conforma y supe al instante que mi barba había crecido hasta límites insospechados. Me afeité, me atusé el pelo (lo engominé), me coloqué la estúpida envoltura que la sociedad me ordena vestir y salí a la calle dispuesto a comerme ese mundo de mierda que tanto asco me da.
Las aceras se convirtieron en planos durísimos bajo mis pies acolchados. Noté los dedos arquearse, los tendones tensos, los músculos elásticos estirándose y contrayéndose, en un movimiento balsámico y embriagador. Anduve por las principales avenidas de la ciudad que me vio nacer sin más propósito que reírme un poco de los que iban presurosos al trabajo. Decenas de personas, cientos, se cruzaron conmigo. La mies de la temprana luz de la mañana inundó mis pupilas y me sentí dichoso por la vida que llevaba. ¿El trabajo? Ninguno. Salvo que a escribir de vez en cuando se le llame trabajar. Ese es mi oficio. Trasladar al papel las insulsas costumbres que todos llevamos dentro y que nadie, salvo yo y otros estúpidos como yo, nos atrevemos a describir con pelos y señales. Desde pequeño me atrajo el mundo onírico y melancólico de los escritores rusos que analizan detalle a detalle la decadencia del mundo, de su mundo, con una soltura y una belleza que más quisiera yo para mis cuentos. Y luego, cuando fui creciendo y conociendo a unos y otros, me reafirmé en mis convicciones y me dije: ¡Tú, a escribir!
Cuando mi padre escuchó este pensamiento tan íntimo (tuve la mala suerte de decirlo en voz alta y que él estuviese muy cerca de mí) me soltó un sermón de los de antes y mis ideas y emociones sufrieron un revés tan brutal que todavía creo que no me he recuperado.
Dos horas caminando pausadamente. Entro en un restaurante moderno. Los camareros parecen afectarse cuando le pides una copa de coñac, un café bien cargado y media tostada. Son jóvenes recién ingresados en el monótono mundo del trabajo por cuenta ajena. El trabajo, esa actividad de la que tantos sabios han dicho que ennoblece el alma pero de la que yo pienso que no sirve para nada. Bueno, para nada no, sólo para desdoblar el espíritu fugitivo del hombre y hacer de él un esclavo de las necesidades.
El ambiente es hermoso, amable, para qué negarlo. Todo está en silencio y sólo escucho la antipática melodía de mis labios mientras sorben el café. Ni siquiera de esa grosería de la materia podemos escapar me confieso, mientras mastico un trozo de pan con mantequilla y mermelada. A mi lado hay sentados dos viejos que engullen sus desayunos como si fuesen los últimos y pienso en ellos y en silencio les digo, sarcástico, que ya les queda poco para abandonar este mundo mugriento.
Salgo otra vez a la calle. El sol ya ha ascendido unos treinta grados y se nota el calorcillo de las alheñas y el olor agrio de los gladiolos. Algunos plátanos se han atrevido a sacar sus florecillas blancas bajo las altas ramas. Busco un contexto de aroma, de melancolía, de misterio. No me importaría vivir hoy un suceso absurdo (me serviría para rematar mi último relato) o ver estrellarse en medio de un cruce a dos o tres vehículos, y que la gente se arremolinara a ver qué ha pasado. Y oír las ambulancias con sus sonoros lamentos y a los policías haciéndose los héroes. Todo mientras yo, desde alguna apartada distancia, estuviese observando los vaivenes de la gente y apuntando en mi memoria los infinitos detalles de la tragedia.
Me gusta ser testigo de lo oculto, de lo ingrato, de las verborreas absurdas e inútiles de algunas personas cuando se enfrascan en disputas eternas. Antes por lo menos la gente moría de joven. De un asalto en medio del bosque, de un flechazo certero en el centro del pecho (como en las películas) o de algún inesperado atropello siempre pasaba un carruaje y pillaba al bueno de la película en el sitio más inoportuno y en el momento más inadecuado. Ahora, para comprobar lo que pasa no basta con salir a la calle de caza. Basta con poner las noticias o leer el periódico. Solo que esta es una manera descafeinada de experimentar las cosas. Es, como dicen en España, ver los toros desde la barrera.
Nos falta emoción. Me falta emoción.
Llego al final de la avenida en la que me detuve a desayunar. Y allí está. Hace esquina. Es enorme, brillante, acosador, violento. Se alza hasta los diez o doce pisos creando un espacio donde antes únicamente había polvo, cielo y pájaros. Es una pura invasión de la cercanía, un atrevimiento de los hombres que, holgazanes, prefieren construir hacia arriba en vez de hacerlo hacia los lados. Cuento los ascensores que suben y bajan. Se ven perfectamente los cajoncitos acristalados que acarician las paredes del edificio. Se divisan perfectamente desde la acera. Y dentro de ellos podemos adivinar incluso las siluetas de los que viajan en sus interiores. ¡Qué ordinariez, Dios mío! ¡Qué grosería de la última arquitectura!
La entrada está repleta de infinidad de personas que salen y entran, formando un eterno regreso a las cavernas. Nadie mira al de al lado. Somos todos zombis que deambulamos sin molestarnos en pensar en el prójimo que nos roza un brazo o nos cruza la mirada. Pero son miradas fugaces, sin alma, sin sentido, sin la hermosura de un aliento que estalla de felicidad porque unos ojos le han dicho algo.
Todo lo que nos rodea es gris. Gris en sus diferentes matices y piedra y cristal y acero. El suelo enmoquetado nos aísla aún más y ya no se oye el atrayente taconeo de las mujeres, simplemente porque las moquetas se han convertido en asesinas de sonidos.
Avanzo atravesando puertas acristaladas que se abren misteriosamente sin que intervenga la presión de unos dedos humanos (algo auténticamente disparatado). El hall es enorme. Enfrente de mí se sitúan diez ventanillas numeradas. Otras tantas a la derecha, diez más a la izquierda y en medio una hilera de asientos todos ocupados. Me afano en encontrar uno para mí. Pero es inútil. Todos están aplastados por las masas carnosas de unos hombres y mujeres que no ven porque sólo miran hacia abajo, dormitando, evacuando de sus almas las miserias que acumularon desde la mañana, desde ayer, desde siempre. Un panel enorme en todo lo alto muestra en caracteres rojos el número de la ventanilla que ha quedado libre. Miro el número de mi papeleta. El 212. Va por el 99. ¡Qué horror! Me echo sobre una de las paredes que apenas si se da cuenta de lo que hago, por la sencilla razón de que es de mármol y todos sabemos que la piedra de mármol es impertérrita, displicente y fría. Hay silencio a pesar de que somos más de cien personas las que esperamos en la sala. Las moscas no vuelan aquí. El aire acondicionado las mata en pocos minutos. Las personas tampoco deberíamos vivir aquí en este monstruoso edificio. También deberíamos morir en pocos minutos, como las moscas diminutas y negras, aladas y molestas. Un gordo se ha levantado sonriente sin dejar de observar el numerito que lleva en la mano. El estúpido se alegra por una simple coincidencia. Aprovecho el momento y usando mis elásticas piernas me apoyo de un salto en la superficie vacía. Me ahogo. Siento llegar un efluvio de vómitos por el solo hecho de imaginar el tiempo que me resta permanecer allí sentado esperando la silueta difusa y endomingada del funcionario de turno. Siento deseos de observar la hora en el reloj de mi muñeca. Pero me arrepiento justo en el momento de mirarla y vuelvo la muñeca rápido. Pienso: “Mejor no saber, mejor ignorar el paso del Tiempo, el dichoso vigilante que nos regula y que nos altera el pulso”. Imagino las nubes volando afuera en el cielo de la ciudad, en el escaso limbo que se entrevé entre los huecos que dejan los edificios. Algunos leen. Otros intentan acabar sus interminables crucigramas. Una niña, harta ya de estar allí, lloriquea en brazos de su madre, quien le riñe sin cesar sin ser capaz de darle el amor que le falta. Somos todos unos imbéciles allí sentados. Me acuerdo de cuando estuve esperando en la sala del hospital a que me diesen la buena o mala noticia. En aquella circunstancia no fui capaz de hacer nada más que esperar mirando tontamente los azulejos de las paredes, contando las manchas del suelo, enumerando en mi interior las veces que aquella inhumana mujer bostezaba en medio del silencio. Recuerdo también que saqué mi libretita y mi lápiz y comencé a escribir todo lo que observaba. Pero el universo aquel, aquella maravilla social en la que estaba zambullido no me decía nada y por tanto nada escribía, salvo las conocidas y recurrentes descripciones juveniles. Pero no había nada en aquellas palabras escritas, faltaba algo, algo que ahora sé y que antes, en plena juventud, se me ocultaba. Me faltaba saber que me moría en un vacío eterno. Ahora que han pasado los años y que confieso (os confieso), que conozco ese vacío, ya no encuentro obstáculos que vencer para expresar la verdadera sordidez que me rodea, que nos rodea y nos abraza con sus miembros alargados.
Ha pasado una eternidad. El próximo seré yo. Me preparo para la carrera de ir hacia la ventanilla y conocer los ojos funcionarios del muerto de turno. Desaparece de la pantalla el 211. Un microsegundo después el 212 ilumina la estancia y algunos rostros muestran el asco que sienten porque aún su turno está lejos. Me acuerdo del gordo y sonrío como él mientras me dirijo a la ventanilla que me ha tocado. Un cristal con una pequeña abertura en la parte inferior me recibe y, tras él, una cara redonda de anchos carrillos y nariz respingona. Una cara execrable y ruinosa que anuncia una muerte temprana. Sonríe, el rostro sonríe de forma macabra. La señorita arquea los labios y pronuncia una estúpida frase. Le doy mi solicitud. Estoy seguro que la rellené bien en casa y que no le falta ningún detalle. Pero confieso que el temor ciego y profundo inunda mi pecho al creer que la señorita me lo va a devolver porque falta alguna firma, o una fecha, quizás un defecto de forma o simplemente porque sí, porque a ella le ha dado la gana. Tal vez mi cara de tonto sea la causa de todo cuanto temo pero lo cierto es que me duele la vejiga y me han entrado unas ganas enormes de mear. La gente sigue sentada detrás de nosotros. No me atrevo a mirarlos pero los siento, los noto, percibo sus alientos por el airecillo cálido que me baña la nuca. La señorita está tardando mucho tiempo en comprobar que todo está en orden. Da la vuelta a la solicitud cuando le parece oportuno, luego alza la mirada y me cruza una oleada de pestañeos que me parecen absurdos e inadmisibles. Respira hinchando el pecho que levanta una blusa crema con un letrerito que anuncia su nombre. La Administración se humaniza, dándonos la oportunidad de saber el nombre de la persona que nos está jodiendo. Pasa medio minuto, un minuto, dos, el tercero se acerca y le dice al cuarto que ya está bien. La señorita levanta su rostro y me avanza los papeles por la abertura del cristal. Tocándose el pelo y mirando hacia un lado señala un sitio en el que falta algo. El pulso me late más aprisa. Creo desfallecer y un mareíllo circula por mi frente, enfriándola. El cogote me suda y pienso: “Dios mío, ¿qué falta, qué absurdo detalle he pasado por alto?”. La señorita apunta con el extremo de su Bic azul el sitio exacto donde falta una firma: La firma. “Cuando lo tenga preparado vuelva usted a entregármelo. Es pura formalidad, ya sabe…”, me dice roscando sus cabellos en el cuerpo del bolígrafo y poniéndose bien las gafas.

…Y en ese instante, cuando se para el mundo y los demás te importan una mierda, sales despedido como si te hubiesen empujado con la fuerza de un tanque. Miras hacia los lados. No a la gente, ya que te da vergüenza que piensen lo que tú piensas. Que después de tanto tiempo allí esperando todo haya sido para nada. La timidez te envuelve en un capullo de seda y te vas corriendo cabizbajo buscando el primer servicio. Comienzas una huida violenta en la que deseas correr sin correr, esto es, haciendo como el que no tiene prisa pero ampliando disimuladamente las zancadas para acelerar el paso. Todo en ti es ahora diplomacia y sabes que has entrado a formar parte de la mayoría de las personas que de vez en cuando hacen las cosas más estúpidas por tal de no aparentar el ridículo. El primer pasillo que tomas es el de la izquierda mirando de frente, piensas que en esa larga galería debe haber algún servicio, pero avanzas agarrando los papeles con una mano y la bragueta con la otra, siempre observando a la gente que se cruza contigo para asegurarte de que no adivinan tus gestos. Se suceden las puertas en una sinfonía monótona. En el lateral de cada una aparece grabado un número sin sentido pero nunca surge la codiciada silueta del muñequito que indica el servicio de caballeros. De pronto, al llegar ya casi al final, surge una flecha que indica el ansiado tesoro. Vuelves los pies a la derecha, luego avanzas un poco más. La vejiga te va a estallar y crees que no llegarás a tiempo. Una puerta se abre de pronto y de ella sale expulsado un señor mayor con cara de alivio. Entras, te desabrochas la cremallera apurando al máximo el tiempo, tratando hacer coincidir la salida de tu orina con la total abertura del hueco. Por fin descansas. Meas mirando a la pared, con la cabeza levantada. Te pasas los dedos por la frente y te limpias el sudor que emana sin consuelo. Luego te vas al lavabo, colocas las manos bajo el grifo plateado y disfrutas con el chorro de agua caliente que fluye como si fuese una cascada, un manantial, una serpiente de agua con mil colores y luminiscencias. Te secas las manos bajo el caudal de aire que sale exasperado por una abertura enorme. Al final, antes de salir de nuevo al pasillo, te miras en el espejo. Ves hasta tu cintura. Extraña imagen aumentada y más sabiendo que estás acostumbrado a verte sólo hasta el pecho. Te acercas a la superficie inmaculada del vidrio y notas que estás envejeciendo, que ya eres un viejo sin remedio y que has perdido todo el tiempo que la vida te dio al nacer. La atmósfera se vuelve en ese momento irrespirable y de tus ojos fluye un picorcillo que te apuras en limpiar. ¿Lágrimas? No sabes. En el fondo de tu alma sí sabes lo que son: emanaciones del dolor que sientes porque no puedes morir cuando te apetezca, y odias el mundo, odias este mundo de mierda que te ha tocado vivir y quisieras que todo acabase, Cuántas veces lo has pensado, te confiesas en silencio, mientras en el servicio siguen entrando señores mayores que también perdieron ya la juventud y la esperanza.
El pasillo te espera en silencio. Pisas la moqueta y escupes en ella sencillamente porque no puedes hacer otra cosa. Caminas hacia la entrada. Las mismas puertas, los mismos estúpidos que se cruzan contigo y que ni siquiera te saludan. Cuando alcanzas lo que crees ser el final del pasillo, el mismo que debe desembocar en el hall de entrada, te das cuenta de que te has equivocado. Seguro que has confundido la dirección, ¿acaso no te das cuenta pequeño orgulloso? De pronto paras. Miras tus papeles bajo el brazo y arqueas la cabeza entornando los ojos. Pareces recapacitar. En efecto, ahora recuerdas que cuando saliste del servicio tomaste una dirección que no era la correcta. Regresas sobre tus pasos, pero el camino se vuelve tan largo que ahora piensas de veras que te has perdido. Observas las paredes de un verde apagado. Buscas alguna indicación que te lleve hasta el lugar deseado. Nada alrededor. Nada en absoluto. Decides seguir adelante, ya encontrarás la salida, al fin y al cabo, tan grande no puede ser este laberinto.
Llevas media hora zigzagueando por los pasillos y no encuentras nada. Entonces se oye una voz, tu voz, tu propia voz que declama en el aire que estás hasta los cojones de andar para nada. Alguien pasa cercano. Hombre vetusto, alto, nariz aguileña, con aspecto de ejecutivo y te atreves a hablarle, a preguntarle dónde os encontráis en esos momentos. El hombre se baja los lentes y te mira desde lo alto. Posiblemente tenga hacia ti una de esas deferencias que tan poco abundan en el género humano. El hombre sonríe al comprobar tu estado de confusión. “¿Ve usted aquel ascensor? Tómelo, pulse el doce y cuando la puerta se abra, salga de él. Habrá llegado adonde quiere”. Cuando os dais la espalda te vuelves y le matas con la mirada por la insolente manera que tuvo al dirigirse a ti. Sin embargo, dudas. No puede ser. El hall está situado en la planta baja y este hombre de altas ínfulas te ha mandado sencillamente a la número doce. No te resistes. A estas alturas de la batalla lo mismo te da tomar hacia un lado que hacia otro. Te metes en el ascensor y pulsas el doce sin ganas, sabiendo de antemano que no llegarás al lugar que buscas. Pero en ese instante recuerdas los papeles bajo el brazo y la firma que falta. La firma. Tal vez ese hombre no estuviera tan desencaminado y haya vislumbrado en tus ojos o en la misma solicitud el detalle olvidado. El ascensor cierra la puerta de manera acolchada. Hay un espejo y te miras en él. Sigues envejeciendo y perdiendo el tiempo en este maldito edificio. ¿Y todo para qué? Pero no desfalleces. Los pisos se suceden al compás de los números del ascensor. Ocho, nueve, diez, once…doce. Después de unos segundos la puerta dibuja la pared aterciopelada de enfrente y compruebas que estos pasillos son más elegantes que los de la entrada. Posiblemente te encuentres en una zona VIP inesperada. No sabes lo que pensar para consolarte. A la izquierda se abre un espacio amplio donde varias personas descansan sus cuerpos apoyadas en unos sillones también de terciopelo. Avanzas y te sientas. Estás cansado. A tu lado se alza una pared de cristal que llega desde el suelo hasta el techo. Te levantas y te diriges a ella. El espacio panorámico en tres dimensiones surge de pronto delante de ti y lo agradeces. Los tejados abajo. Las torres más altas a un lado. Pájaros, copas diminutas de árboles que se mecen al compás de las ráfagas de viento. Sin embargo, es un aire que no se puede respirar. Está atrapado como tú, salvo que él está fuera, junto a las nubes, y tú estás dentro, en el esófago carnoso de este edificio de cemento, de acero y de cristal. Suena una voz melodiosa que anuncia un nombre desconocido. Entra una señora por una puerta encerada que se abre silenciosa. Debe tener cáncer, piensas, al ver que lleva la cabeza cubierta por completo por un velo de colores. Te vuelves a sentar y respiras profundamente. Nadie sabe que estoy aquí, te dices, pero sigues respirando, hinchando tu pecho, sintiendo tus tejidos, tus blandos tejidos moviéndose bajo la camisa. Al cabo de unos instantes sale la señora de antes y llaman a alguien con una voz casi hueca. Nadie acude a la llamada. Los demás se miran preguntándose con los ojos a quién le toca ahora. Los segundos transcurren lentos y todos, luego, te miran hasta que comprendes que el nombre anunciado ha sido el tuyo. Extrañado te diriges a la puerta por la que entró y salió la del cáncer y cuando estás dentro del nuevo despacho un señor muy viejo, sin pelo, sin barba, con las gafas colgadas de una nariz alargada, te pide los papeles que llevas aún debajo del brazo. Tú se los das sin hacer ningún ruido, como si fueses un bebé que obedece sin rechistar. El viejo coge los papeles y los firma con su pluma de ganso, ágilmente, lentamente, como si el tiempo no avanzase para él. Luego te mira y sabes que has de marcharte.
La vuelta hasta el hall no ha sido más rápida que antes, te has perdido y has dedicado infinidad de minutos de un pasillo a otro, de un ascensor a otro, subiendo, bajando, torciendo a la derecha, luego a la izquierda, retrocediendo sobre tus propios pasos, dudando, pensando idioteces mientras caminas, observando las puertas, las paredes de terciopelo, mirando los rostros de las personas con las que te cruzas. Continuas desfallecido, sin ilusión, como si caminaras muerto entre estos infinitos recovecos, como si ya estuvieses muerto de verdad. El tiempo pasa vertiginoso ahora, de vez en cuando lamentas enormemente haber entrado esta mañana a realizar la gestión y te dices en silencio que eres un tonto, y te maldices y te arrepientes de todo lo que has hecho durante el día. La gente camina despacio y en silencio mientras tú, embebido en tus pensamientos, anclado a una realidad que odias y que quisieras borrar de tu mente, continuas hacia adelante como un zombi que no sabe lo que hace. Una flecha indica a la izquierda. La miras y la aborreces pero le haces caso y tu cuerpo tuerce obediente por la dirección indicada. El espacio se amplía, las paredes se separan unas de otras como si también ellas sintiesen el tedio de la impostura, el macilento devenir de una espera eterna que las petrifica hasta el fin de los tiempos. Aparece la sala enorme con la pantalla luminosa y las ventanillas abiertas. La gente permanece sentada en sus asientos, algunos están de pie porque no aguantan el nerviosismo de la espera, tú te acercas, observas los rostros ausentes, serios, cabizbajos, te gusta reafirmarte en el espectáculo de una situación absurda como la que vives. Y de pronto, cuando pasas la vista por el cuerpo de uno de ellos lo ves. Cierras los ojos, los abres, te pasas las manos por ellos en un arranque de inopia que te agarra y te atenaza el espíritu. ¿Por qué los cuerpos han cambiado, por qué lo que antes eran brazos, piernas, troncos, manos, cuellos, por qué las extremidades y todos los seres han transformado su forma y han adquirido la envoltura y la silueta de unos extraños entes agusanados? Te vuelves. No quieres ser testigo de esta representación grotesca de lo humano. Te das cuenta de que un señor, el gordo de antes, el que sonreía con el numerito en la mano porque ya le había tocado su turno, se arrastra por el suelo dejando tras de sí una mancha sobre las losas. Le miras incrédulo y horrorizado. El gordo, convertido en un gusano nauseabundo, desliza su enorme cuerpo de grasa dirigiendo sus pasos (es un decir) hasta la primera ventanilla de la izquierda. En el otro lado un gusano parecido, aunque algo más alargado y más blandengue está siendo atendido en el lugar que le han asignado. Esta otra sabandija te recuerda al señor de los lentes que te guio hasta el ascensor de subida. Miras su rostro y el alma te da un vuelco al comprobar que, efectivamente, se trata del mismo ser transformado (quizás por tu imaginación) en un gusano, tal vez una larva, un ácaro o un simple parásito. Sientes miedo y tus miembros se paralizan. Los dedos agarrotados se abren en un intento de atrapar el aire a puñados, luego cierras las manos y deseas estrujar el aire hasta licuarlo, un raro éxtasis de locura que no tiene otro objetivo que el de despertar si es que esto se trata de un sueño. Pero el aire sigue allí, se te escapan las moléculas diminutas y no puedes asir nada, nada en absoluto. La realidad te puede y piensas en matarte. Y la única manera, la más decente que conoces de poner fin a tus días no es otra que la de arrojarte del último piso. Directo al vacío, abrazando el espacio en un último intento por salvar al mundo de esta pesadilla.
Has retrocedido asustado buscando el primer ascensor que te lleve hasta el último piso. Desde allí, piensas, te arrojarás en los brazos de Tanatos hasta que las órbitas de tus ojos estallen y desaparezcan, hasta que todo lo que te rodea se diluya en el fluir de una realidad oleaginosa e incomprensible. Cuando tu cuerpo se gira sobre sí mismo y tus piernas (aún tienes piernas) encaran la dirección elegida los demás abandonan sus ventanillas y sus asientos y todas las babosas comienzan a deslizar sus abultados cuerpos, blandos, peludos, asquerosos, en la misma dirección que has elegido. Te quedas parado, observando. Algunos se acercan tanto a tu cuerpo que te apartas y les dejas el paso libre. Han formado una hilera grotesca que baña las losas lapeadas del pavimento. Vuelven sus cuerpos, arrastrando la grasa atrapada en las partículas de piedra. La fila avanza cansina. Te quedas solo en medio del hall. Solo completamente y en un estado de congoja como nunca antes habías experimentado. Los parásitos han desaparecido. Les sigues. Eres incapaz de quedarte allí de pie rodeado de cristal y piedra, de materia inanimada, de aire congelado. La curiosidad y unas pequeñas dosis de perversión te inclinan a continuar por el mismo camino que llevan. Cuando alcanzas la entrada del primer pasillo no ves nada, salvo una flecha que indica que sigas hacia adelante. Lo mismo te ocurre cuando alcanzas el final de este primer pasillo y comienza el segundo, y lo mismo de manera repetida te sucede cuando la galería por la que caminas se bifurca nerviosa en otras tantas direcciones. En cada espacio una flecha, una orden, un camino distinto, una decisión que te aprieta el alma. Dudas por dónde seguir y decides oler el rastro baboso de los monstruos que te preceden. Pasan cinco minutos oliendo la grasa impregnada en las alfombras, luego el tiempo dilatado te indica que llevas ya media hora buscando el rastro perdido. Piensas que en el fondo no hay mucha diferencia entre esos fantasmas y tú mismo. Los fantasmas son todos parecidos y cuando te tocas los brazos con los dedos tiernos y cálidos te tranquilizas porque sabes que aún eres tú. La idea de suicidarte se te pasó de la cabeza hace ya algún tiempo y ni siquiera te has dado cuenta. Te lo digo yo y sé que aunque no me conozcas mi mirada sigue tus pasos, porque son mis propios pasos, tus anhelos son mis propios anhelos y tus miedos yo mismo los vivo a diario y por eso te digo, en puridad, que me das pena, babosa inmunda, ser de otro mundo, me das pena porque no sabes vivir y no valoras el paso del tiempo que es la única comida que nos alimenta y nos destruye. La muerte no es más que el comienzo de una nueva vida y lo mismo da ser un humano que un parásito con el cuerpo amasado y con forma indefinida.
Se abre una puerta y allí están. Ignoro cómo he llegado hasta aquí. ¿Siguiendo las indicaciones del destino clavadas en las paredes o tal vez buscando en el interior de mi alma? Ahora eso es lo que menos me importa. Ahora soy yo, YO, el que habla en voz alta y el que manda en este relato de mierda. Avanzo, me agarro al marco de la puerta y mi cuerpo se coloca en el vano de la misma como el mar cuando pasa alegre entre unos acantilados. Los ácaros están acostados, sus cuerpos, echados sobre el suelo, se mueven formando una ola de un mar horroroso. Algunos lloran, otros sonríen satisfechos. Cada uno agarra con sus fauces el numerito que la Administración le ha colocado a modo de inventario. Esto es una locura, me digo, mientras lamento profundamente que este día haya llegado. Lamento el amanecer, el sol, los árboles, la vida, y quisiera romper con todo el loco avatar que me rodea. Pero, cómo, cómo puedo yo, un ser minúsculo, un elemento que piensa, que duda, que respira, que vive, encerrado entre estas paredes estancas, cómo puedo yo cambiar las cosas…
La noche se ha ido volando en busca de nuevos horizontes. Me duele la cabeza, los ojos, al abrirse, absorben una luz matutina y con los dedos aún cálidos los restriego sin descanso. Retiro las sábanas. Miro a través de la ventana. Siento el pecho alterado. Me tomo el pulso colocando la yema del índice en el reverso de mi muñeca. Me toco la frente. Todavía la fiebre no se ha ido. Los brazos, grávidos, los siento pesados como yunques compactos. Me levanto y noto que en la mente me ha quedado flotando un resquemor de angustia y de miedo. Me siento en el borde de la cama, agacho la cabeza y la abrazo con mis manos abiertas. El recuerdo me viene. Sin duda, la pesadilla ya acabó. La noche me ha dejado exhausto, perdido, sin esperanza, ha hecho de mí un ser solitario y desarraigado de sí mismo. Miro el reloj. Las ocho. Me tengo que poner en marcha porque el día avanza y la gestión la tengo que realizar hoy mismo, y más teniendo en cuenta que es el último día, el día en que el plazo se acaba. Me dirijo al baño para asearme. Cuando llego abro el grifo. El agua tibia es maravillosa. Pronto se forma en el pequeño habitáculo una atmósfera de vapor que me agrada. Respiro profundamente. Miro mi rostro en el espejo no sin antes pasar la mano para arrastrar con mi piel el vapor acumulado. Y digo: “Ése no soy yo, Dios mío, ése no soy yo”. Me agarro el pecho y no está, luego paso las manos por el cuello, por los brazos, por las piernas…y no están. Y, por fin, abandonado al destino del horror que me atrapa decido mirar hacia abajo y sólo veo la mancha del suelo por donde he pasado. La eterna mancha de grasa encharcada que mi cuerpo ha marcado desde que desaparecí en el propio sueño.

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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