El Acento

Antonio Florido

El comienzo

Intenté componer el peinado. Mil veces. Recién levantada, ya se sabe. Frente al espejo. Las arrugas comienzan. Se desgarran hacia los lados. Y los ojos, qué decir. Horribles. El pellejo se busca asimismo. Es un codicioso. Volví con los dedos abiertos. El pelo, en una postura imposible. Luego los potingues, que nadie sabe, por lo que digan, esto es, que una es como es. Después, en la soledad descorrí las cortinas. Abrí de par en par las ventanas. El calor ya había despertado. Antes que yo. Enfrente el sinuoso despliegue del Paraná, más nervioso el río ante los humedales, regando la zona desperdiciada. Hasta la ciudad del sofoco alcanzaban sus vapores. Llenaban el ambiente de ardiente hechura. Hasta los ojos. Como llorando. Pero no eran lágrimas por mi marido, cuando entonces. De eso ya va para diez años. El pobre. Arreglé el embozo, aún caliente. Desayuné un vaso de güisqui. Me enjuagué la boca con el dolor agrio de la bebida. Luego escupí. Saqué tabaco del que gustan los gringos, cuando viajé hacia el sur, hacia Rosario. Allí también hay viudas como yo. De todas clases. Jóvenes y viejas. De negro, hasta el cuello. Yo no soy, sin embargo, de esas. A mí me atraen más los colores vivos y dulces, los esponjos que se pegan a las piernas. Volví al baño. No estaba segura todavía. Necesitaba ver otra vez mi rostro. Sábado, 25 de enero. Un calor que te mueres. Tal día nací. Cincuenta ya. ¡Tantos! Parece mentira. Me parece mentira, repito, afrontando el reflejo estúpido. Fue cuando pasó lo que pasó. Me dije: “La última”. Ya no volveré a mirarme en la vida. Hasta que la muerte sea. Me cambié de bragas. Aún sonreí por el color rosado. En mancha alargada. Todavía. Señal de que una se va yendo.
Marga. Así me pusieron mis padres. Cuando crecí y entendí el sentido angustioso de las palabras lo dije. Habéis acertado. Marga. Marga, repetía incesantemente. La niña que nunca quiso crecer. La que se resistía y contaba los años por las inundaciones. Luego por las sequías, que también las hubo. Mis padres sentados. Tan viejos como el olor de los mosquitos, desde el Paraná. Ansiosos, sin saber adónde ir. Volaban y me picaban. Putos mosquitos. De lo de mi matrimonio no quiero recordar. Ya lo hice bastante. Ahora diez años sin macho. Pero me acomodo a las circunstancias. Como una vez viajo. En tren. Recorriendo las riberas onduladas. Rosario es otra cosa. Hay más vida. También más muerte. Entonces…
De a pie, a media mañana, me vino a la mente lo de esta tarde. Preparé algunas cosillas sin importancia. Las bebidas siempre las compro en lo de Adela. Ya me conoce el rostro. Reímos. Luego cargo con todo en el vagón de madera hasta 1 de Mayo, donde la plaza. Ellas querían ir al Paraná Rowing Club. A mí no me va el ambiente. Así que quedamos en mi piso. Frente al río. Ellas saben.
Noté las pisadas sobre los escalones. Esa era Angustias. Siempre los usa. Hasta para ir de changas. Teresa confundía los sonidos con los taconeos de la amiga. Asonantes. Me puse de lujo. El azul. Está como nuevo. Total, para lo que lo uso. Pues eso. Llamaron con un desgarro seguido. Porteño, diría Teresa. Abrí como loca. La soledad me había desnudado el alma. Un día malo. Los cincuenta. Había dejado el pisito como los oros. Todo recogido. La mesa lucía, mediocre, en el centro. Nunca tuve plata para más. Ni casada. Ahora, imagina. Besamos el aire, cerca de las orejas. Cumplidos. Angustias colocó la cajita en la mesa, tomó mis hombros, mirando con recelo engañoso. Teresa repitió. El gringo, sin embargo, alargó su mano. Qué tal, dije. No lo esperaba. En Paraná todos hablan del gringo. Con Teresa a todos lados. Amancillado, decían. La verdad es que no se le conoció oficio. Nunca. Solamente sostener el brazo tierno, casi viejo, de su tía. Nunca lo dije. Pero el gringo era guapo. Alto y moreno. Un tostado entre indio y selvático, como arisco. El pelo cortito dejaba al aire una cabeza hermosa. Traía la cara afeitada. A medias. De cuatro, cinco días. Recortada con el compás de los hombres. Las chicas se sentaron en los mismos huecos de tantas veces. Él quedó de pie, desconcertado. Así me gustaba. Me recordaba a Ernesto, cuando entonces. Pero Ricardo es más alto. Los brazos le estallan. Le ofrecí mate pero desistió. Luego el vaso triste y alargado. Güisqui. Sin nada. A palo. Teresa y Angustias me felicitaron. Yo cumplí con una sonrisa. Reí mientras observaba el brazo del gringo, doblado, sosteniendo el vaso. El vello, espeso, caía a un lado. Y los nervios le doblaban por la fuerza. Era un buen hombre. Joven. Amancillado, como dije. Un macho en toda regla. Mientras hablábamos de naderías él se asomó a la ventana. Pensé, además romántico. Le gustaba como a mí, mirar las aguas hacia Rosario. En bucles infinitos. Las piernas no podían ocultar, de pie, sus ansiosos arranques. Dichosa la hembra que le coja. Bebimos. Los canapés, a lo mío, desaparecieron cuando la noche se echaba encima. Después una calma densa, pegajosa, sobre los mejunjes de las caras. Despegué, sin pensar, un par de botones. Me abaniqué. El gringo oía, disimulando. Teresa ya iba por cuartos. Angustias la miraba. Chiquilla, que te pones. A eso se levantan. El gringo agarra a su dueña. Debe llevarla. No está para nada. Pero la otra se ofrece. De modo que me quedo con él a solas. Los escalones de antes suenan al revés. Tacones desordenados. Una mano que agarra con fuerza la baranda. Como queriendo arrancarla de cuajo.
―¿Quieres otra?
―Claro, ellas se apañan.
Tomé la botella medio vacía. Le alargué el vaso. Me miró a los ojos. Le miré a los ojos. Para eso tal vez sirvan los años. Luego se derramó esa mirada por mi cuello. Lentamente. Siguió bajando, sobre mis hombros. Me acordé de los dichosos botones. Ya no hubo tiempo. Mis pechos flotaban temblando. El gringo se echó el pelo encrespado hacia ningún lugar conocido. No hacía falta. Era simple pavoneo. Mis caderas, conseguidas en su sitio, aun a pesar de los años, comenzaron a oler. Su mirada, desvergonzada. Apenas un chiquillo. Treinta, a lo más. Acaso fuese mi hijo. Se adelantó. Entre nosotros no cabía más que la pasión contenida. Sentí mis vellos erizados. Sus manos abiertas abarcaban el mundo. Rozó, atrevido, mis piernas. Yo cerré los ojos. El calor del Paraná paró de pronto. La noche en todo lo alto. La calle silenciosa. Me dio la vuelta tomándome de los hombros. Con violencia. Pensé en Teresa, la puta. Ahora me daba cuenta. Fue desabrochando pausadamente. Demasiado. Ardía. Volqué, resistiendo, la cabeza a un lado. Aprovechó para lamer mi cuello. Diez años ya, de aquello. Luché con mis recuerdos. Deseé asesinarlos allí mismo. El gringo. El puto y odioso gringo. Susurró algo que no comprendí.
―Eres realmente hermosa―dijo, clavando de nuevo sus ojos en mis ojos.
Cincuenta. Qué mejor manera, pensé.
Ya mi vestido cruzó los hombros hacia Rosario. Estaba perdida. Desabrochó tan tierno. Rompí mis temores y dando la vuelta, aparecí ante él como loca. Comenzó a reír el puto. Destrocé con las uñas la hermosa camisa de flores, azulada, a cachos. Y restregué mis labios sobre su pecho, empinándome. Sus brazos inabarcables los tomé a sorbos, sedienta, puta, más puta que todas las putangas de Rosario juntas. El cinturón me obligó a doblar las rodillas. Hasta los tobillos en densa carnadura de hombre, tenso, también oloroso, con los ojos cerrados, esperando. Las piernas eran duras. De acero. Se le notaba al joven una experiencia comprensible. La calma impregnaba todos sus movimientos. Subí hasta la cintura. Un abultamiento giraba encerrado hacia un lado. A media pierna. Pensé en tantas veces. Sin embargo, allí estaba la Marga, arrodillada, con las tetas danzando, con los pezones doloridos de tanto esfuerzo por contenerse. Metí la mano. La acaricié. No terminaba. Necesitaba la otra mano para abarcar. Otra mano más, tal vez. Las venas hinchadas por la sangre, a los lados, enroscadas. Ya conocía el sabor. Pero este olor a macho, a puto, a indio bronceado…
Diez minutos, quince quizás, sobando, comprendiendo mis cincuenta. La sal de la polla me llegó hasta la garganta. El gringo jadeaba. Arqueando la pelvis. Buscando agrandar más el hueco.
Antes de llegar le supliqué. Caí tan baja. Los dos sudábamos como perros. Desnudo, desnuda, me cogió en brazos. Sentí los músculos clavándose en mis piernas. Los brazos enormes. Y esas piernas… Sobre la cama que compramos cuando entonces, a plazos, me tumbó salvajemente. El macho se había despertado. Agachó su cabeza entre mis piernas. Con la botella afrutada derramó en mi coño y lamió como un cerdo, introduciendo la lengua, bebiendo, sorbiendo, paladeando. Nunca antes. Pero hoy, a mis cincuenta, qué más me daba. Subió un poco más. Tocó donde nadie se atreve. Me arqueé. Grité. Grité como una puta loca de pasión. El Paraná rezongó sus aguas. Algunos pájaros, dormidos, despertaron de pronto y echaron a volar. Soñé que follaba. Que me follaban sin remedio. El gringo arañaba mi carne con su barba de días. Resbalando entre mis piernas, por el sudor. Gateó con la lengua sobre la piel afrutada y ansiosa. Mi alma en un hilo de grito gozoso. Antes de eso, se dedicó el macho a mis pechos hinchados. Lamió mis enormes aureolas, en giro, rodeando la delicia de un amor de mentira. Un amor pasajero. Pero de dulce. Era tranquilo. Desesperante. El joven trataba de que repitiera mis súplicas. Mis ruegos. Y lo hice. Grité hasta que la garganta me estalló.
Acabó con su rabo en mi coño. Una eterna cadencia. La fiebre se apoderó de mí y le llamé de todo, al puto. Sentí hasta la cintura, más allá del ombligo, la llegada. Me destrozaba el cabrón, me rompía. Al cabo, cuando ya todas las gotas de sudor se hubieron desprendido, sacó el miembro y me regó el cuerpo de arriba abajo. También él había berreado, el bruto.
Al día siguiente comprendí que la noche pasó sobre mis ojos cerrados. Sola en la cama comprada a plazos. Con tantos apuros. Me asomé, como siempre, por la ventana. Olía a macho, aún. Miré la sábana. Manchas plateadas que el sol primerizo mostraba sin pudor. Me fui al baño. Me duché, tocando mi cuerpo, como una zorra, como una puta alocada. Después, cuando pasé frente al espejo lo hice. Rompí la promesa de no volverme a mirar. Mi rostro compuesto, las arrugas, el cuello que apuntaba ya cierta experiencia, acercándose a ese misterio de la vida…
Reí.
Como una loca.
Reí mil veces, mil millones de veces.

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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