El Acento

Antonio Florido

Aún puedo vomitar

Huele a tejido recién pintado, a trazos deshechos, rugosos, a líneas desleídas en el fondo del lienzo imitando una atmósfera de ceniza irrespirable; apesta a muerto ya descompuesto, a gente huida a toda prisa, a túneles cerrados por sorpresa y sin motivo aparente; los escalones se derriten en la cuesta que baja hasta el andén, mi cuerpo, absorto y desconocido, avanza solo, sin que nadie ni yo mismo, se lo ordene, en un progreso hacia ninguna parte, hundiéndose en un ambiente lechoso de sofoco y de ausencia; llego al último escalón, un pasillo mugriento se abre a la derecha; otro, igual de sucio y pestilente, lo hace hacia el otro lado estúpida armonía de los pasillos callados, sosa simetría del mundo, nada en el aire, solo silencio…y las pisadas ahuecadas en las losas podridas; avanzo tocando las paredes, rozando con la punta de mis dedos los últimos escombros de esta tierra que se hunde sin remedio, fuera quedan pocas cosas, acaso algún ser viviente que todavía no se ha enterado de qué va la película; hace frío, el viento del norte que desgaja las alheñas se convierte en un gélido aliento aquí adentro, bajo tierra, entre estos infinitos callejones por donde la gente solía caminar cabizbaja, ¡qué tiempos!
Antes éramos muchos, decenas, cientos, miles de personas las que caminábamos por aquí, cada uno a su destino, todos mirando hacia el suelo, cada uno dentro de su propia envoltura, como un cascabullo, igual que un cascarón que protege la individualidad y la sacraliza; todos íbamos deprisa, las bolsas colgadas de los hombros, los billetes en las manos cerradas, pintando un mosaico multicolor lleno de impaciencias y vacíos, pero esos días desaparecieron, ahora no me encuentro con los amigos ausentes de todos los días, soy el único que continúa esperando la llegada del tren de las 7:30, el que pasa por Candem y llega hasta Kennington para luego girar al oeste en busca de Morden; allí me bajaba a diario, tomaba el camino de piedras junto a los últimas casitas de madera y me iba al centro de la tierra para arañar los últimos restos de carbón; la tierra por dentro es dura como el alma de un desesperado; recuerdo que cavábamos todo el día sin parar, hasta llenar nuestros pulmones de humo negro, se oían toses por todos lados pero nadie hablaba, nadie cruzaba una sola palabra con el obrero de al lado porque perder el tiempo en aquellos años era perder toda esperanza de vida y de futuro; hoy ha pasado ya la hora, arrecia el aliento de la cueva, la brisa, dulcificada por las paredes gravitadas, acaricia mi rostro y una pincelada de pintura, de grumo acumulado en mi cara, se desliza hacia abajo borrando mi sonrisa; llego al andén; no hay nadie; en efecto, la soledad de este sitio es tan densa que hasta el sonido se atemoriza y huye de aquí; oigo el lamento de las paredes, de los techos curvos, de los pasillos infinitos, de las esquinas ansiosas; el desequilibrio de todo un mundo de estertores se funde con mi alma y me siento el ser más solo del planeta; por la derecha se abre una garganta oscura con el techo arqueado; parece que no puede con el peso de los años y por eso las líneas verticales, grises, opacas, se doblan hasta darse la mano por encima del cielo; en lo alto reina la oscuridad, nadie sube hasta allí para limpiar los hedores de los cientos de miles de personas que respiramos allí durante tanto tiempo; por el otro lado se abre una escalera transversal que en tiempos servía para que los pasajeros saliésemos al exterior, no sin antes cruzar infinidad de pasillos y escaleras eléctricas; hoy aparece tapiado; lo han hecho con ladrillos de cobre herrumbroso, verdes, ocres, rojizos; la pared asoma a medio acabar, ya no había tiempo para tan delicada tarea, ya nadie pasa por allí y ya ningún suspiro se quedará atrapado en las juntas de los azulejos; sin embargo, en el centro de la garganta sigue horadado el hueco con los raíles; me acerco y compruebo que las serpientes continúan con la postura elegante de siempre, paralelas, calmas, cansinas, sin ganas de moverse y sin motivo tampoco para hacerlo; dos metros, casi, de espacio vertical insalvable que me separa de la pared de enfrente, un abismo abierto en el suelo a base de martillazos, arrancando los dolores de un parto que excavó esta línea de metro con miles de brazos sudorosos; me pregunto por qué sigo viniendo aquí todas las mañanas, y yo mismo me digo que tal vez sea para recordar la podredumbre que cubría la tierra por aquel entonces; luego, cuando el tiempo pasó, alguien cogió en sus manos un pincel alargado, de muelles hebras y con él dibujó el rostro y la silueta que me da la vida; ese pintor lo hizo sacando del alma el dolor que nos acompaña toda la vida, respirando quedamente, dando con la muñeca giros misteriosos, alejándose, acercándose al lienzo, sonriendo cuando una cualquiera de esas pasadas quedaba a su agrado; parece que yo mismo le veo en su estudio, intentando expulsar de su pecho las contradicciones de sus días, dudando si seguir con el rostro o por un brazo, extraviando sus miradas en las líneas difusas lanzadas al lienzo que tiene delante; yo no soy más que un figurante de un cuadro ocre y mohoso, una escasa y diminuta efigie apenas trazada con cuatro o cinco pinceladas; no tengo cara, mi perfil es abierto, para que todo el que lo vea se imagine lo que quiera; me gusta así; no quiero destapar mi carne ante cualquier idiota que se detenga frente a mí a tratar de desnudarme; me gusta tanto que desde este plano misterioso le doy las gracias al artista y recojo los restos de hiel que él mismo desparrama por el lienzo; aunque me hubiera gustado estar acompañado no deseo negarlo, quizás con alguien más joven, con alguien que aún tuviera algo que añadir a esta historia sin principio y sin final; quién sabe, al fin y al cabo, quién soy yo para decidir si este cuadro está acabado; puede que mañana, a las 7:30 en punto, se acerque mi tren y deba de nuevo llegar hasta el camino de piedras para seguir arañando con mis dedos los estratos podridos; oigo el latido del túnel, desde el banco donde me encuentro sentado percibo el zumbido ancestral de las capas del suelo, de esas alfombras dormidas que los hombres se afanaron un día en despertar; es un sonido sordo, profundo, armónico, acompasado con el latido de mi propio corazón; me distraigo olvidando a la gente que conocí allí afuera, intentando recordar una a una todas las caras cercanas para luego lanzarlas al mar del olvido, escupiendo cada vez que a mi mente se asoma un ser estúpido al que conocí un buen día; quizás por eso vengo aquí a diario; fuera, ¿qué hay que pueda servirme de algo?, ¿tal vez alguna esperanza sincera, algún anhelo diferente que llene más que todos los que pasaron por mi vida?; ya no resisto más a la gente ni aguanto la vulgaridad de sus risas, ni las locuras de sus pensamientos; ahora soy yo el que manda: lo he decidido.
Después de varias horas deambulando como un espectro por estos pasillos, asomándome a la fosa que tengo delante, esperando en vano la llegada del tren que no viene, salgo de nuevo a la calle a respirar el aire frío del invierno; llueve, llueve en esta ciudad de cristal, de acero y de ladrillos, la atmósfera es rojiza, tenue, difuminada; no se ve a diez pasos de distancia pero me conozco cada uno de los edificios de memoria y sé que están allí, altos, hieráticos, orgullosos, mirando desde lejos las diminutas hormigas que somos los hombres; algún despistado pasa junto a mí a toda prisa y continúa calle adelante; no se miran ya los hombres, todos callan, tal vez por la vergüenza de saberse semejantes; ese animal tan lacrado que nació como una excrecencia sobre la tierra, que se levantó vanidoso durante algunos años esperando la llegada de la vejez, ese mismo ser que volvió a la tierra y enmudeció para siempre…; no hay nadie más a mi alrededor, solamente la boca oscura del metro de donde salí hace unos momentos, el mismo orificio que me tragará pronto cuando vuelva a esconderme en las entrañas de la nada.
De nuevo respiro la profunda emoción de este oculto subterráneo, mis nervios se agitan moviendo los brazos, las piernas, los músculos, en un intenso vaivén donde las contracciones son las que mandan y las que dirigen mis movimientos; las paredes, estáticas, me miran por los cuatro costados y experimento la soledad del huérfano, del que se sabe aislado de todos, del indolente que un buen día renunció a la vida y a esta sucia rutina que constituyen los días repetidos; oigo de nuevo el zumbido de la tierra bajo mis pies, de las piedras que se remueven, que se rozan unas a otras a cientos de metros hacia abajo, hacia la sima más profunda y oculta; ahora aguzo el oído y creo escuchar a mi lado unas pisadas suaves que avanzan hacia mí; mi cabeza se mueve y aunque me faltan algunos trazos para poder reafirmarme, mi cuello voltea sobre mis hombros y observo con ansia el origen de estos sonidos; una luz difusa se contonea en el borde del último escalón, alguien se acerca, me tiembla el pulso, no quisiera por nada del mundo que la gente de fuera volviera a esta alcantarilla donde sólo las ratas, las miserias y yo mismo debemos estar; los sonidos aumentan, la luz se define, alguien está abandonando ya la bajada que le separa del mundo; pero lo primero que veo no son los pies o las manos de alguien; una escuadra de madera asoma suspendida en el aire, soportada por alguna fuerza desconocida, la forma se concreta, se vuelve definida, nítida, clara; es un rectángulo de tela extendida en un marco de pino; por el borde veo unos dedos encorvados que sostienen el peso de esa masa extraña; en pocos instantes aparecen los pies bajo la tela inflamada; por encima vuelan cabellos ligeramente encrespados y morenos; es un hombre me digo, un hombre el que transporta una especie de caballete al fondo mismo de la cueva algo totalmente sin sentido, la locura misma libremente expresada, el mundo loco que retorna; yo continúo sentado y ansioso, me extraña tanta elegancia en el porte del bulto; miro el reloj que anuncia la llegada de los trenes; nada, como siempre, parado en el mismo minuto, en el mismo segundo, eternamente esperando la llegada de un tren que nunca me llevará a mi destino; el desconocido se ha colocado a tres metros de mí, es relativamente joven, y sus manos son enérgicas, vivaces; todo su cuerpo se contorsiona mientras coloca el caballete a mi lado; luego pone una bolsa sobre el extremo de mi banco y saca de ella pinceles, botes de pintura irregulares, una paleta muy usada…
No cesa el misterio; espero a que por lo menos tenga la deferencia de saludarme, espero y espero y me cargo de paciencia, pero es como si estuviésemos en planos distintos, en universos diferentes, paralelos, aislados; el hombre se atusa el cabello y mira hacia los lados como si estuviese buscando algo, no sé si la inspiración que no llega o alguna sensación que sólo él conoce; de pronto se aparta a un lado igual que cuando alguien se cruza contigo y te toca sin querer un brazo, momento en el que sientes la violencia del que inunda tu espacio y te apartas, pero allí no hay nadie, nadie salvo él y yo; coloca ahora el caballete en la posición deseada, toma un pincel desnudo entre sus dedos, lo aleja, lo acota, como si estuviese midiendo alguna distancia, después mira hacia la escalera; se ha quedado observando la pared a medio levantar, seguro que los ladrillos herrumbrosos le causan, como a mí, desasosiego; deja el pincel en el banco y toma otro con su mano derecha; la paleta la sostiene con la otra mano, acerca las cerdas a la pintura y comienza a desplazar el pincel por el aire, después sobre la tela extenuada; de pronto y de manera muy suave la luz del túnel comienza a deshacerse en pequeñas fibras desnudas, observo las lámparas y compruebo que no son ellas las causantes de este nuevo colorido, todas siguen igual, pendientes del cielo, oteando desde la altura los sucesos del suelo, las miserias de lo profundo y divisando desde la distancia la negrura que sale de las bocas del metro; todo se vuelve gris, un gris nauseabundo que inunda el espacio donde nos encontramos; los ladrillos de enfrente adquieren una tonalidad más rojiza, más real, como si unos obreros invisibles los estuviesen ahora mismo colocando, y los ojos del túnel nos miran ahora con más fulgor y con más hondura que antes; el hombre pinta un cuadro y lo hace con dolor, parando de vez en cuando para respirar, para apartar la mirada de las pinceladas marcadas a fuego sobre la tela, se ve que el artista sufre con su labor; me levanto, intento ver qué paisaje lleva entre manos, cuál es su estilo, por qué pintar en este sitio tan olvidado, pero cuando me acerco a su figura el hombre parece alejarse y alejarse; y pienso que posiblemente sea una sensación mía, un efecto personal de mi propio ser de tanto tiempo como llevo esperando a que me saquen de aquí, porque sin duda que sus dedos continúan dibujando extrañas figuras, densas capas, signos y líneas confusas; me retiro a un lado y trato de colocarme detrás de él para ver así mejor la obra; sobre sus hombros observo el mismo paisaje que tengo delante y que tanto conozco; a un lado el hueco perfecto del túnel que se expande como un sufrimiento hacia el otro lado, desapareciendo en lo negro; delante la pared infinitas veces analizada por mis ojos cansados, en medio la zanja insalvable y, además, todos los detalles que rodean el escenario de este cuento sin principio y sin final, de este cuento de la desesperación que intenta salvar un alma perdida de las inmundicias de lo que no comprende; el artista ha expresado hasta el aire inerte que respiro, impregnando con extraña técnica todo el ambiente de un color ceniciento y sucio, como si toda la tela estuviese manchada por algo ruin y malévolo; admiro la destreza de esos dedos ágiles, de esas manos obedientes que se mueven al impulso del corazón, pero me desazonan sus ojos muertos, sus labios tirantes, su alma agrietada que intenta sepultar en la tela todo el odio que siente hacia el mundo; ¿seré acaso yo una figura más de su cuadro?, ¿es que la realidad no es más que eso, una farándula de colores donde nadie es libre y donde todo lo llevamos marcado en la sangre?
Me duele la cara, la toco con los dedos y compruebo que mi silueta se disuelve, se ahoga en este aire gélido de realidad creada; siento miedo, por primera vez el terror invade mi alma y encoge mi cuerpo; quisiera poder hablar con este pintor para decirle que no me borre del mapa, que aunque yo sea solamente una figura, quiero seguir estando; que me conformo con ese poco de calor que me da con sus suaves pinceladas; ¡quisiera decirle tantas cosas!, pero la realidad es la que es y el artista sigue pintando y yo continúo transformándome sin remedio.
Al cabo de un buen rato el artista recoge todos sus bártulos y se va como vino, lanzando al aire sus suaves pisadas, sus tímidos coqueteos con el espacio, en un avance decidido y ligero; me duermo; el banco sostiene la parte de mi rostro que aún conservo, también mi espalda, mis brazos y mis piernas descansan; el túnel está iluminado e irradia una eterna vigilia sobre mis párpados; me duermo sin remedio, al fin, agotado por el cúmulo de emociones vividas; sueño con mi trabaj bajando a la mina, erosionando con la pica y el martillo la frágil pared de azabache; y oigo toser a mis compañeros de fatigas; un cuerpo cae de pronto al suelo, el sonido es sordo, un cuerpo laxo no deja apenas huella cuando cae al fondo del esfuerzo, esas piernas y esos brazos no cavarán más las entrañas de la materia, no sufrirán más por todos nosotros; me duelen los huesos, cambio de postura y entonces, al girar la cara me hundo en el banco, despertándome; me falta lo noto, un lado del rostro, apenas soy una silueta abstracta, una línea difusa, una pincelada obscena; mis ojos atraviesan los listones del asiento y veo perfectamente el suelo con las hormigas andando y alguna que otra cucaracha que busca un lugar para cobijarse; miro de nuevo el reloj y compruebo desesperado que no avanza, que el tiempo se ha detenido, que la infinitud me ha tomado en sus brazos y me lleva lejos de mi mundo; quiero morir, morir de una vez por todas, quizás para no mendigar un poco de vida sin sentido durante el resto de la eternidad.
Aún me queda la boca para poder vomitar, y los recuerdos para conformar y rehacer el ambiente que me envuelve a su capricho; mientras nos queden bolsas de hiel que expulsar de nuestro interior seguiremos vivos, aunque este tipo de vida no sea más que una farsa, un problema sin solución, una esperanza quemada; ha transcurrido el tiempo; lo sé por la cantidad de desesperanza que llena mi alma; el reloj continúa parado en la hora eterna, las 7:30; pero ya he olvidado el día en que vivo, la semana, el año; ignoro si soy viejo o joven porque en este esófago oscuro de hierro soy incapaz de valerme por mí mismo y camino de un lugar a otro como un recién nacido, desequilibrado y abstraído; lo único que parece real es la materia que me rodea y que da forma y sustancia al espacio concreto; si no fuera por la mecánica elasticidad de las formas nada tendría sentido, porque los pensamientos se esfuman, se moldean, se transforman, y en el mejor de los casos, desaparecen; ¡qué dolor! ¡qué dolor más infinito el de ver volar ante ti una esperanza que te cobijó durante toda la vida!; es el momento de enfrentarte a la existencia y al misterio de su fin, de su definida distancia, el momento de mirarte sin el espejo de siempre y de confesarte que has sido constantemente un iluso sin los pies en la tierra; por qué pensar cuando un simple pensamiento no es más que un jirón de tu propia piel, una tira arrancada que alimenta los sueños de los demonios; ¿quién ha querido que pensemos me pregunto, que reflexionemos a lo largo de los años?, ¿quién puede haber deseado esta perversa ilusión de los deseos que nos embriagan y nos mienten?; tal vez la vida misma con sus grises matices, con sus grumos y pinceladas gratuitas; o quizás la imperiosa necesidad que todos hemos albergado de sabernos a salvo de la mediocridad, de ese insulso estado donde todo lo que hacemos o pensamos es semejante, armonioso, carente de originalidad, donde cualquier idea muere nada más haber nacido, sin haber tenido la oportunidad de rebelarse a los demás, sin haberse hecho un hueco en la masa mísera del mundo.
Dejo a un lado mis sueños recurrentes y me levanto del banco para comprobar una vez más que todo sigue igual y que las sombras recorren el túnel, los sonidos profundos continúan emergiendo de las entrañas de la tierra y que sigo estando solo, solo en medio de esta brisa amortiguada que entra por la escalera vecina; mi cuerpo continúa mostrando la forma de una simple silueta dibujada con leves trazos confundidos en el aire; ¿es esto la muerte?, ¿una espera eterna?, ¿un vacío lleno de sollozos?; creo que ya no es hora de lamentarse sino de remontar el vuelo y vivir de nuevo aunque esta vida sea creada por otro; y pienso en el artista, en su apartada distancia, en su trabajo obcecado, en la ilusión que acumula en cada trazo, pienso en él y le echo de menos y deseo que su cuerpo asome por la boca de entrada, rompiendo el equilibrio de luces y de sombras, creando, él mismo, una nueva realidad, una sustancia distinta, un momento diferente que anule todos los anteriores y me salve de esta eterna vigilia; espero sentado de nuevo sobre el banco, miro las lámparas altísimas, los techos ocultos en la negrura, la garganta del túnel que se acerca y se aleja formando con esta dicotomía una absurda paradoja de todo lo que es, de todo lo que se levanta para luego morir; y grito en medio de la nada, grito hasta que el pecho me duele, hasta que mis nervios se aploman y el aire se me acaba; luego llega el reposo y callo, miro hacia el suelo, observo las diminutas hormigas en procesión bajo mis pies, y me sacude una envidia terrible de no poder ser como ellas, civilizadas, trabajadoras, condenadas de por vida a un esfuerzo en el que no deben valorar nada más, sólo el trabajo, la tarea rutinaria, el pensamiento yermo y el sentido de sus días vacíos y sin esperanza; al menos ellas tendrán la oportunidad de morir aplastadas un buen día por cualquier trozo de materia o simplemente engullidas por otro ser de mayores dimensiones; pero tienen un último día, una postrera ráfaga de luz que entrará por sus ojillos y que será la señal tantas veces esperada; yo, sin embargo, sólo dispongo de la espera sin fin, del perpetuo incomprensible hecho realidad, materia, algo tangible; y por eso, la única esperanza que me queda es que el artista me salve; sólo él dispone de mi vida; lo único que necesito es que un buen día, mientras esté ultimando este cuadro inmundo y sin apenas sentido, decida que todo ha sido un sueño asqueroso; y en ese estado de comprensión y de generosidad un estado en el que las almas, cuando lo alcanzan, se muestran en plena disposición de amor hacia el hombre, tome el pincel y deshaga todo lo hecho, rompiendo la tela en pedazos, destrozando las formas y disolviendo las líneas y los colores; sólo de esta manera mi realidad será liberada y podré descansar en paz, sin encarnar una pesadilla de nadie, sin dejar de ser yo mismo…
El artista pinta; no me he dado cuenta de nada; puede que lleve un buen rato coloreando las fantasías y los miedos de su alma; puede incluso que lleve allí de pie, junto a mí, toda una vida pintando y mostrando la vanidad y la arrogancia en cada pincelada; el experto deshace sus miedos en cada trazo, en cada vahído sacado de dentro; sus miedos, al fin, pueden ser expuestos plásticamente a la vista de todos; y luego, cuando la obra esté terminada, el pintor descansará como un niño hasta que de pronto otra angustia asalte su alma y se yerga sobre sí misma impidiéndole respirar, sembrando sus noches de pesadillas y de sueños insufribles; entonces habrá llegado el momento de bajar a la tierra con otro lienzo bajo el brazo para intentar recoger sobre la tela desmayada todas las miserias del hombre; asomo mis ojos de nuevo tras su figura; el corazón me late frenético; sus hombros mueven los brazos armados con el pincel azul de la desgracia; su mano perfila un ser anónimo sin ojos, sin rostro, sin figura donde la esperanza de ser reconocido pueda aferrarse; este ser mira hacia una mesa transversal donde cuatro o cinco siluetas examinan su paso por la tierra; un tribunal de odio y de herejía que abre sus fauces tragando la libertad y la cordura de los hombres; un episodio que se repite una vez y otra llenando las existencias terrenales de sombras alargadas, de nichos abiertos, de fosas húmedas, cálidas, vaporosas; son como tributos a un más allá venidos de pronto; los trazos se marcan suaves, rozando, acariciando la tela reticulada, apenas unas líneas difuminadas en forma de hombre; y cuando compruebo que ahora se trata de una obra nueva me echo a temblar y siento odio por este ser que me mata sin remedio, condenando mi espíritu, anclándolo en el seno mismo de unos hilos cruzados y sucios; siento odio por mí mismo, por todo lo que me rodea, por este hombre que busca en el arte una mejor forma de vivir y de morir, un camino expedito hacia la nada, una esencia sin fondo que le salve de la rutina que constituyen sus días y sus noches; una manera distinta de salvarse o al menos de intentarlo; y le odio sobre todo por no darse cuenta de que lo que él crea con el color esparcido es otra materia real, con vida, con alma, con sabores dulces y amargos, por todo esto le odio y por saber que la ignorancia la lleva prendida en cada matiz expresado, en cada misterio que le procuran los colores con todos sus matices; miro de nuevo el reloj de mis noches a la luz tenue de los faroles encendidos, y me sorprendo pensando que ahora ya la eternidad se comprime en medio de su propio ser, ahora la infinitud deja un resquicio a la esperanza; el rectángulo numerado, vivo y elocuente con su plateada elegancia, con sus dígitos esquinados, rojos, dolientes, encendidos en medio del negro aroma de la muerte, marca por fin la hora esperada: las 7:31.

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

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