El Acento

Antonio Florido

El regalo de navidad

Antes de encenderse la noche, mientras la bruma vespertina decae, agotada, para dar paso al esplendor de un cielo estrellado, Marina cruza la calle por el paso de peatones absorta en sus pensamientos y caminando rauda sobre sus tacones ajados. Aún falta una hora para que los comercios se vayan a dormir los sueños profundos. Marina lo sabe, pero a pesar de todo siente su pecho intranquilo y lo único que desea es llegar lo antes posible. La dama alcanza el acerado y empuja con sus dedos diminutos el cristal de la puerta de entrada. Por fin ha llegado, piensa; por fin sus piececitos nacarados pisan alegres la suave alfombra haciendo silbar la musiquilla de aviso. Dentro no hay clientes. La sala, amplia, sobria y acogedora, muestra mil estanterías repletas de zapatos. Las baldas rodean las paredes como lágrimas que lloran. Son de cristal. Relucen y reflejan un mundo imaginario creando en el espacio dos naturalezas: la real, matizada de olores intensos a cuero, a metal, a tela vaporosa, y la brillada, imitación de lo verdadero y lo denso. Marina, una damita recogida, delgada y elegante, pasa junto al estante de chapines y ni siquiera se digna echar una mirada. Más adelante, a la derecha, unos zuecos canela muestran sus empellas anchas y altaneras rebosantes de hermosura. Aquí nuestra dama se ha detenido y ha cogido un par de zapatos dorados; los mira, entorna los ojos, los vuelve a observar y les da la vuelta para detener sus ojos en las suelas color caramelo que aparecen desnudas bajo las yemas de sus dedos. Marina duda. Suelta el par y toma otro con sus manos blancas y suaves. Este segundo par es del color del brezo, similares a dos grandes hojas de la Erica cinerea. Los observa escrupulosamente. La mujer parece un cirujano que se decide y no se decide, que intima en su interior la necesidad de abrir una fina epidermis. Se turba la dama, se ahoga, se desmaya. Luego, cuando el vapor doloroso huye de su alma sus manos los deposita con cuidado sobre el reflejo del cristal, que los acoge formando un todo indisoluble. ¿Qué busca la señora Marina? ¿Qué deseo llama a la puerta de su entendimiento?
Huele a glamour, a seda flotante en el espacio. Todo aquí es sutil y delicado. Los zapatos duermen esperando que alguna mano femenina los tome con ternura y los elijan. Desean ser ahijados de hermosas damas adineradas. Los escarpines vigilan sedientos el turno de ser tomados y subidos al aire. También las sandalias, más humildes y austeras, muestran sus encantos sin apenas moverse de las bases de cristal. La damita avanza, camina, se detiene, fija su mirada en unos, en otros. No tiene prisa Marina, la dejó afuera, en el acerado, junto al ajetreo de la calle donde bulle la gente que va y viene comprando sus regalos de Navidad.

En la sala hay dos dependientas. Son como dos maniquíes perfectos, trajeadas, acolchadas, hechas para estar allí, como si hubieran nacido al calor del cuero y de la gasa que allí se almacena. Nada dicen a la señora. La dejan hacer. La ven desde la distancia, en su ir y venir, por entre los destellos fugaces y las imágenes que aparecen y se desvanecen al ritmo de sus pasitos. Marina toma unas manoletinas plateadas, roza con sus dedos la superficie suave; las toca, las acaricia, comprende que son bellas y sonríe. Sigue caminando entre los diseños esparcidos. Los mocasines no llaman su atención. Aunque son bellos, aunque su apariencia grácil, esponjosa y mullida, llama desesperadamente a la damita, ésta no acude, sino que avanza, decidida, hacia adelante, buscando la luz mortecina del fondo.
La zapatería se reparte en dos cuerpos distintos. El más profundo, el más alejado de la entrada, pequeño, coqueto y recogido, guarda el tesoro de la empresa, el calzado femenino por excelencia en esta temporada: el escarpín taconado. La damita camina por el pasillo. Su pisar es silencioso. El peso de su cuerpo apenas si remueve los pelillos alfombrados sobre el suelo. La luz, atenuada, relaja la respiración y las clientas, al alcanzar la pequeña estancia, sienten su alma tranquila, quieta, preparada. Una de las dependientas la ha seguido en silencio. Se diría que van a un templo. Las dos mujeres están mudas. Cada una sabe a lo que va, de forma que no hacen falta las palabras. En el centro de la pared aterciopelada, de un verde esmeralda, hay un rectángulo embutido, como si fuese una capillita parroquial. Las paredes de la misma están forradas con láminas de madera clara y veteada, y la puerta que la cierra es de cristal puro, nítido, rodeado por una fina línea dorada. La empleada, atenta, se adelanta y abre la puertecita. Nuestra dama permanece cabizbaja, con los párpados entornados. Apenas respira. La muchacha le ofrece, de pronto, el par de zapatos que ha sacado y Marina los toma con las palmas de sus manos sedientas. La dejan sola. El silencio la acompaña y se puede oír, en este rincón de la tienda, el roce de sus yemas sobre la piel del calzado. Es la primera vez que sus dedos acarician la piel, casi viva, de un zapato de categoría. Marina observa un escarpín, luego el otro, cierra los ojos y suspira. Cuando su pecho se afloja les da la vuelta y comprueba las suelas negras, finas, límpidas. El par de zapatos que tiene en sus manos es rojo, un rojo como nunca antes había visto. Brillan los zapatos bajo la tenue fosforescencia de las lámparas del techo. Son suaves, elegantes, distinguidos. Perfectos para ella. Junto al rojo maravilloso se descuelgan, en el otro confín de la materia, los tacones alargados. Son infinitos –se dice. Como simas que se hunden entre los altos picachos. Transcurren varios segundos en los que la damita recupera el alma. Luego se sienta, se descalza y viste sus pies con las dos maravillas. Cuando vuelve a estar de pie, frente al espejo, intuye que el desmayo está cerca. Deliciosos los escarpines. La hermosura trabajada y conseguida por las máquinas y el amor de los hombres. Pero aun así, a pesar de reconocer el valor de lo que sostiene con sus manos, duda, nuestra damita duda. ¿Estará dispuesta a gastar todos sus ahorros en este capricho?
De pronto, entre los titubeos que la azoran y le remueven la conciencia por lo que va a hacer, le asalta una idea, una tremenda y demencial idea. “¡Sí!”, es la palabra que estalla en su cabeza. “¡Sí!”, golpea de nuevo en su sien. Marina se duele, no quiere ni pensar. Pero su cuerpo se mueve, sin querer, sin comprender, avanzando hasta la entrada, retrocediendo el camino de ida.
La dama ha llegado al mostrador. Allí, frente a las dependientas silenciosas y elegantes, los coloca a modo de ofrenda y asiente con la cabeza. Ya está todo hecho.

En el camino a casa no deja de pensar en lo atroz de su conducta. Todos los ahorros, todos, por un capricho, por una veleidad infantil, por un desconsuelo de su alma. Pero no hay vuelta atrás. Trata de consolarse, de serenar su espíritu y de justificar lo injustificable, aunque use para ello razones peregrinas, inventadas y locas. Marina llega a su casa. Abre el armario. Se apoya en el borde de la cama. La bolsa donde viajan los zapatitos es de papel de fantasía, de aspecto lábil y grávido. Saca los escarpines y los coloca sobre la colcha de crespón. Luego Marina se pone de pie y su vestido, fino y vaporoso, cae al suelo como si llovieran los hilos que lo sostienen. El espejo vertical refleja el cuerpo desnudo de la damita. Se vuelve a sentar sobre el borde de la cama y forra sus pies con el fino calzado. De nuevo contempla su cuerpo expresado. Desnuda, sonriente y lasciva, observa la curva suave de sus senos, de su vientre. Sus ojos bajan luego hasta las caderas, justo donde comienzan sus piernas infinitas y armoniosas. Los tacones, los altos e interminables tacones, dan a la dama una elegancia inefable, elevan su garbo, respiran belleza. “Le gustarán”¾, se dice. Su pensamiento va escribiendo palabras en el espacio mientras la mujer, sola con su desnudez, con su intimidad, se place en mirar, solo en mirar, -de lado, de frente, del otro lado-, su cuerpo y sus piececitos de nácar.
Jamás la soledad de una viuda se ha sentido tan encarnada y viva como en estos instantes de placer y de gozo en los que se encuentra Marina. La dama camina despacio alrededor de su cama, llega hasta el galán de noche, lo acaricia, se vuelve y continúa avanzando con sus pasitos menudos. De vez en cuando detiene su cuerpo frente a la ventana. Allí, donde las atrevidas luces de neón traspasan los finos encajes de las cortinas, recorre su cuerpo con las manos, acariciándose, recordando su vida pasada. La dama sonríe, se siente divina, feliz. Echa su cuerpo sobre la colcha, apoyando sobre la tela la espalda arqueada. “Si mi marido, el pobre, estuviese aquí, a mi lado…”, rumia en voz queda la damita encantadora. Eleva entonces sus piernas al cielo, y desde allí, desde abajo, desde el abismo de su cuerpo, advierte sus zapatos brillantes llenando con sus rojos y dorados destellos el espacio cóncavo. Nuestra damita goza por vez primera. Le invade la grata sensación de saber que ya no está sola. Que tiene algo por lo que sentirse dichosa. Se cree tan feliz y tan hermosa que sus ojos, sus negros y enormes ojos, se acristalan y dos perlas transparentes bajan por sus mejillas, raudas, buscando el camino del consuelo.

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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