Desde el Exilio

Miguel Font Rosell

La parte por el todo

 

Pasados los años, cada vez recuerdo con mayor admiración y nostalgia aquella asignatura llamada urbanidad (no confundir con urbanismo, como hace la “culta” vicepresidenta del gobierno, la de que el dinero público no es de nadie y que fue cocinera antes que fraila, etc.), algo muy parecido a una mezcla entre ética y estética, fondo y forma, dialéctica e imagen, un conglomerado que, en general, daba como resultado la configuración de individuos educados, considerados, solidarios, éticos, respetuosos, consecuentes, y toda una serie de virtudes ciudadanas que facilitaban en gran manera la convivencia, asentaban valores y ayudaban, en gran medida, a configurar una sociedad más justa.

Eran los años 50. Hacía unos 15 años que había finalizado la guerra civil y entrábamos en un segundo ciclo conceptual de la enseñanza, una vez dejado atrás un primer ciclo en el que el aleccionamiento político en la educación predominaba sobre cualquier otra consideración. Políticamente nos encontrábamos a medio camino entre la dictadura y la llamada dictablanda, poco antes del comienzo del desarrollismo que acabaría en la tecnocracia, que nos pondría en una cómoda linea de salida, al menos económicamente, hacia la teórica democracia que ya llamaba a las puertas aunque, a día de hoy, todavía no haya acabado de entrar del todo.

Con independencia de otras materias, éramos formados en una única opción,  en la que predominaba lo expuesto al principio, pero también la buena educación, la cortesía, los buenos modales, la higiene, la alimentación natural, el comportamiento en la mesa, en la calle, en los transportes, la lectura, el buen gusto, la limpieza, la tolerancia y el respeto a lo público, así como toda una serie de indicativos de relación, que el ser humano civilizado había conquistado, a lo largo de los siglos, para una interacción convivencial fructífera, en la que la ética y la estética estaban presentes, de manera que la sociedad valoraba en gran medida a aquellos ciudadanos que tuvieran un alto sentido de lo que llamaríamos “saber estar”.

Afortunadamente, he tenido la suerte de pertenecer a aquella generación que, entre sus materias escolares, figuraba la urbanidad. Teníamos muchas carencias en otras materias, como no haber podido aprender inglés, apenas chapurrear el francés, no disponer de libros medianamente didácticos, estudiar una historia muy partidista, haber tenido la desgracia de ser absolutamente aleccionados en una intolerante materia religiosa marcada a fuego, y de la que algunos afortunadamente hemos conseguido liberarnos. Pero por otra parte, unos conocimientos de geografía medianamente aceptables, latín, filosofía, literatura y arte, todo ello con conocidos matices. 

Desgraciadamente no aprendimos nada de música, pero como no había televisión, la radio lo compensaba en parte, pero si aceptables matemáticas, física, química y geometría, lectura, gramática, ortografía y redacción, lo que en general te daba una cultura general y una educación un tanto reconocida de origen, pero en lineas generales bastante superior a la que los niños, y no tan niños de hoy practican, analfabetos funcionales en gran parte de las materias enunciadas, con mayores conocimientos técnicos, pero carentes en general de otros valores que solo pueden atesorar dependiendo del grado educacional de sus padres, en todos los aspectos.

Por supuesto, los deberes los hacíamos nosotros, quienes también íbamos al colegio solos, en compañía de los colegas de vecindad, y si te quedabas castigado o te soltaban un sopapo, al llegar a casa llevabas otro, pues entonces los maestros tenían la plena confianza, admiración y respeto por parte de los padres.

España, no obstante, ha sido siempre un país de situaciones extremas. El paso de la dictablanda a la demagogia, siguiendo la tradición expuesta, exigía romper con todo, no transformar, modificar o actualizar un tipo de enseñanza que funcionaba en lo esencial y que requería de una transformación medida, sino de una abrupta ruptura.

Cualquier concepto que fuera identificado con la derecha, adjudicada desde la izquierda como sucesora del franquismo y sus métodos, aunque resultase y fuera beneficiosa para la enseñanza, debía ser volada del mapa, y así se hizo. El problema fue que no fue sustituida por nada que le superase claramente, sino por el negativo de la foto fija de tantos años atrás, un método archiconocido en nuestros cambios históricos. Como consecuencia, la enseñanza fue tomada por la izquierda, quien además se veía en la necesidad de decantarse hacia extremos que la consolidasen. Por si ello no fuese suficiente, su regulación fue transferida a las distintas Comunidades Autónomas, con lo que cada cual, en aras de las distinciones propias, naturales o no, se veía en la necesidad de ser original, distinto y más “actual” que el vecino, no digamos si disponía de otro idioma además del español que nos unía a todos, pues entonces, para ser más distinto todavía, imponía firmemente el que la “educación” debía ser impartida en su idioma de andar por casa, o de una forma harto ridícula, cual es el de hacerlo en unas materias en un idioma y en otras en otro, según porcentajes seleccionados políticamente, por encima de la libertad o de la cordura. 

La consecuencia de todo ello ha sido un conglomerado de distintos planes a cada cual más pintoresco, absurdo, castrante, diferenciado y provisional, que ha ido marcando a unos individuos ajenos a toda esa serie de valores enunciados, no contenidos en ninguna de las asignaturas impartidas.

El ejemplo ocurrido con la mujer es harto significativo. En la España franquista, los roles hombre-mujer estaban claramente diferenciados. Los hombres en la calle ganando el sustento según su profesión, y las mujeres en casa cuidando la familia, sin interferencias entre ambos. Así la mujer (sus labores) sabía cocinar, ir a la compra conociendo los distintos alimentos, coser, planchar, llevar una casa, educar a los hijos responsablemente, dominaba la economía doméstica, etc. Curiosamente las familias vivían con la entrada de un solo sueldo en casa, mientras el índice de paro era poco menos que testimonial. La ruptura de usos y costumbres, no obstante, exigía modificar radicalmente el panorama y la mujer abandonaba el control de la casa para incorporarse al mundo laboral, lo que ya suponían dos sueldos y un mayor nivel de vida, aunque el mismo grado de ahorro (prácticamente ninguno), pero con índices de paro elevados que incidieron e inciden generalmente en los más jóvenes y en los de mayor edad. 

Así los hechos, lo lógico hubiera sido que la mujer, con independencia de su nuevo rol, conservase el conocimiento de tales valores y que el hombre entrase en esos conocimientos, para ser ambos los que atesorasen tales virtudes. La superficial dictadura de lo políticamente correcto, impuesta por la izquierda, no obstante, siguió el devenir histórico carpetobetónico que nuestros genes imponen, y en lugar de emplear la lógica, se empleó el resentimiento, la confrontación y la intolerancia. La nueva mujer, para ser más libre, más independiente y más realizada, debía desprenderse de todo ese tipo de conocimientos mal vistos, y así negarse a cocinar, a saber comprar y conocer los alimentos, a coser, a planchar, misiones todas ellas de marujeo, devaluadas en aras de la “libertad”, de la emancipación y del empoderamiento femenino, como si ello se consiguiese siendo más ignorante y ello comportase una mayor dignidad. 

El hombre por su parte, por comodidad, tradición y un cierto prurito machista, no dió tampoco un paso al frente ante tales virtudes, y como consecuencia de ello hoy tenemos, ya en plaza, a generaciones que no tienen ni idea de cocinar, de conocer los alimentos frescos en los mercados, de planchar, de coser, de economía doméstica, ni siquiera de saber comer educadamente, o educar correctamente a sus hijos, a los que se les consiente absolutamente todo, en aras de un absurdo temor a su frustración, etc.

La consecuencia, en gran parte, de los jóvenes y jóvenas, miembros y miembras (que diría otra ministra fruto de tal adoctrinamiento) que componen las nuevas familias, han sido adolescentes con una educación muy deficiente en casi todas las materias, y ya no digamos en el campo de la convivencia, desconocedores del lenguaje adecuado, de la correcta escritura, de la lectura habitual, de la dialéctica, de la urbanidad en la calle, en la mesa, en los transportes, del trato a los mayores, de la consideración hacia los demás, de la cortesía, etc. Si a materias académicas nos referimos, sus carencias en asuntos como la historía, la geografía, la literatura, el arte en general, son sangrantes, lo que se traduce al final en una ética, en una valoración del fondo de cualquier asunto o persona, francamente preocupantes.

Viene ello a cuenta del espectáculo dado días atrás en los juzgados de Madrid con la presencia de Cristiano Ronaldo, acusado de defraudar a la Hacienda Pública, o sea, a todos los españoles, haber tenido que pagar, como delincuente “pudiente”, cerca de 20 millones de euros y reconocer su culpabilidad para ser condenado, por tanto, a algo menos de dos años de cárcel para, al no llegar a los 24 meses, no entrar en prisión. !Olé la pasta gansa!. Todos iguales, pero unos más iguales que otros.

Cuando en el colegio estudiábamos urbanidad, y fuimos formados en valores,  en casa y en el cole, un personaje condenado por tales hechos, nos hubiera parecido alguien indigno de cualquier muestra de compadecimiento. Hoy este individuo, que él mismo se declara culpable de estafarnos a todos, en compañía de su mujer, exhalando diseño, dinero y superioridad por todas partes, con toda la chulería del mundo, sonriendo, firmando autógrafos y en loor de multitud, era alabado por una corte de imbéciles desnortados, cuyos inexistentes valores daban fe de una generación que disculpa a sus ídolos, confundiendo el fondo con la forma, la ética con la estética, y la verdad con el deseo. Un personaje que, salvo sus virtudes atléticas, carece de todo tipo de ética, que ni siquiera es capaz de llevar al deporte que practica, vendiéndose al mejor postor tras dejar colgado al club y a una afición que le dio todo, enfadándose cuando un compañero marca un gol al no ser él quien lo haga, sabiéndose seguido por una legión de jovencitos que, al uso actual, veneran cualquier ocurrencia de sus ídolos, anunciando apuestas en el juego, gastando auténticas fortunas en coches, aviones, casas, etc., cargándose de hijos a la carta a través de madres de alquiler, acusado de acoso sexual, analfabeto funcional, vanidoso, engreido, despectivo, etc. Un personaje sobre el que ahora, el gobierno portugués, bastante más serio (menos mal que nos queda Portugal), anuncia su decisión de revisar todos los honores, medallas y reconocimientos otorgados como representante ciudadano de Portugal por el mundo, a la espera de la sentencia de la justicia española tras reconocerse culpable de los cargos que se le imputan, a los únicos efectos de obtener una mejor condena.

Cuando valoramos a estos tipos, como a Maradona, drogadicto, maltratador, hortera, etc., un engendro como persona sin la menor virtud, por el simple hecho de haber jugado bien al fútbol, confundiendo así la parte con el todo, al igual que hacemos con políticos, actores o cualquier personaje público a los que adjudicamos todas las virtudes, y consecuentemente nos entregamos a ellos sin ver más allá que nuestros deseos, en conciencia, y para los que ya peinamos canas desde hace varios lustros, nos entra la necesidad de exigir que al menos nuestros nietos vuelvan a ser educados desde la urbanidad, en valores, recuperando todo aquello que de inteligente, y para una agradable convivencia, ha sabido atesorar el ser humano a lo largo de la historia, y que no valoren a estos tipos más que por aquello que hacen bien, pero sin adjudicar por ello a los mismos toda una serie de virtudes de las que carecen absolutamente, que no se entreguen a ellos, sino todo lo contrario, porque con actitudes así, la involución está asegurada.

Algunos somos ya mayores, o ancianos según la OMS, o “usados” en una peor acepción, carecemos de gran parte de los conocimientos técnicos actuales pero, en general, somos gente “de bien”, educada, nos importa el fondo de las cosas, pretendemos actuar desde la ética, valorar a las personas en su conjunto, con las luces y sombras que todos tenemos, desde la condescendencia incluso, pero sin pretender engañarnos, como única receta para entregar un mundo mejor desde la generosidad de nuestra experiencia.

No confundamos la parte con el todo.            

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Miguel Font Rosell

Licenciado en derecho, arquitecto técnico, marino mercante, agente de la propiedad inmobiliaria.

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