Desde el Exilio

Miguel Font Rosell

La muerte, contradictoria desconocida

 

No le temas a la muerte y no le temerás a la vida. Epicuro
Hace aproximadamente unos 30 años asistí, en Valencia, al primer congreso mundial sobre la muerte. Se trataba de un certamen de suma importancia, pues reunía a las principales figuras internacionales (la Dra. Kugler Ross, entre otros) que trataban en sus estudios sobre el particular desde distintas perspectivas, días en los que se afrontaba de forma muy abierta el fenómeno de la muerte, tanto en cuanto al hecho en sí, como a una posible “vida después de la vida”, esa cuestión afrontada por Raymond Moody en su libro del mismo título, y que tantos leímos entonces con verdadero entusiasmo, desde ese agnosticismo de aceptar que nada sabemos sobre estos asuntos, pero que nos seducen en gran medida, a diferencia de las recetas manidas de las distintas creencias que, por su primitivismo y simpleza, poco interés despiertan en quienes preferimos pensar por nosotros mismos, sin pastores que nos indiquen el camino, ni perros de pastor que nos atemoricen cuando nos separamos, ni redil donde protegernos
La muerte es lo único seguro de esta vida, y quizá sea esa seguridad el limite entre lo que llamamos racionalidad e irracionalidad en cuanto a nuestras diferencias con los otros seres vivientes, que también piensan y sienten, aunque tampoco tengamos nada claro sobre la conciencia de los animales en cuanto a la muerte y su consustancialidad con los seres vivos.
Viene esto a cuento de una esquela recientemente aparecida en un periódico local, en la que se ponía en conocimiento la muerte de una mujer, Alicia Jones, pidiendo a los amigos que se reuniesen en el Tanatorio, en una acto alegre de despedida a los efectos de tomarse, en su recuerdo, unos vinos, cervezas y unos pinchos de tortilla, pues a ella le hubiera gustado ver a sus amigos reunidos y alegres como tantas veces había disfrutado de ellos. Hay que decir que esta mujer no era española, sino galesa, aunque afortunadamente había captado de nosotros, no la parte tétrica, sino la más alegre, la de esa España que enamora.
Nuestro país, aun cuando las estadísticas digan lo contrario, sigue siendo un país de creencias, aunque solo sea por conveniencia, y ello se pone más en evidencia cuando de temas como la muerte se trata, y aquí, la inmensísima mayoría, cuando les llega la parca, aunque en vida hayan sido unos matacuras, en la noticia que en los medios anuncia su viaje, aparece siempre la cruz y el macabro reborde negro cuadriculado con ese ruego de una oración por su alma, etc. En Galicia, todavía es más patente, pues aquí la muerte siempre ha tenido un especial significado, no solo por lo de “la santa compaña”, procesión de purgantes encabezada por un vivo que va anunciando otras muertes, que solo se libra pasándole la cabecera a otro incauto, campaña solo visible para muy pocos, entre los que contar a aquellos que al ser bautizados el cura utilizó óleo de difuntos, sino porque por aquello de estar a bien con todos, indicativo identitario más de no mojarse ni comprometerse ante una disyuntiva, que de una supuesta concordia universal, se ha llegado a acuñar aquello tan significativo de que “Deus e bo… pero o demo non e malo”.
Pero, con independencia de la supuesta vida después de la vida, ¿Cual es nuestra actitud ante la muerte?. En principio pudiera parecer que debería ser distinta en función de las creencias o no de quien lo afronta, y así es si hablamos de budistas, hinduistas e incluso de judíos o musulmanes, pero en la realidad no lo resulta tanto en la católica España del día a día. Si para los creyentes, el finado ha de pasar a mejor vida, pues va a estar en presencia de su dios y librarse de este valle de lágrimas, parece que la reacción de quienes le querían debería ser de alegría, de que el ser fallecido, ahora estuviera infinitamente mejor que antes, pero no es eso lo que sucede. Los sepelios de los creyentes son tristísimos, algunos casi macabros, en los que no cabe un atisbo de alegría, ni de generosidad ante la nueva situación del finado, ni de alegrarse por él, si se supone que merecía, según sus códigos, entrar en la presencia de su dios. Estamos tristes y lloramos por nosotros mismos, por nuestra pérdida, por hacer cuerpo con el resto de los que se quedan, por puro egoísmo, sin que aparezca, por asomo, el más mínimo razonamiento apuntado en cuanto a sus propias creencias, incluso si con la muerte se libró, el pobre, de una vida que le oprimía cada vez más, bien por el padecimiento de una enfermedad o por cualquier otra desgracia.
La mayoría de las grandes religiones han sido reencarnacionistas, con matices y algunos importantes, pero creyendo siempre en el cuerpo como envoltorio y el alma como la sustancia del individuo que vuelve cada vez con un nuevo envoltorio, de forma infinita para unos y limitada para otros, pues lo son los budistas, los hinduistas, los africanos, lo es el judaísmo y lo era para Jesús, un judío que nunca se planteó cambiar el concepto por el de la resurrección de la carne, como posteriormente hizo la organización que nació a partir de su figura. Estas religiones reencarnacionistas no le temen a la muerte, pues para ellas no es otra cosa que un eslabón más de la cadena. En el Libro tibetano de los muertos se enseña como guiar a quienes están a punto de morir en su viaje al estado que media entre la muerte y el renacimiento. Para los budistas, la muerte es el fin de una vida y el inicio de otra, donde el cuerpo se transforma y el alma o energía prevalece, todo ello digno de vivirlo en alegría.
Es la concepción occidental de lo finito, del principio y el fin, de donde viene la necesidad de un dios que dé inicio a todo y lo finalice, sin reparar en que la propia existencia de tal dios ya implica otro principio. Por contra, la visión oriental de lo infinito no precisa de ningún dios, es la rueda del Samsara, el devenir continuo de las distintas vidas. Si comparamos un trozo de cuerda con nuestra vida, siempre tendrá un principio y un fin que recorreremos hasta llegar al final. Si en esa cuerda unimos ambos extremos habremos transformado una línea en una circunferencia, en una rueda sin principio ni fin, siendo la misma cuerda, y si esa rueda gira en un lago con un calado hasta su eje, donde la parte bajo el agua está en este mundo material y la superior en otro espiritual, nunca coincidirán, aun perteneciendo a la misma rueda y girando sobre el mismo eje, pero en nuestra parte de energía está el ir puliendo esa rueda de forma infinita para unos o limitada para otros, hasta obtener una perfección que la libere de seguir rodando. Es el torno del alfarero que gira mientras perfeccionamos el objeto hasta rematarlo perfectamente y entonces ser retirado para otro menester, una vez haber girado cientos o miles de vueltas, o romperlo por continuas imperfecciones y pasar entonces a usos ajenos a los primeros. El recorrer una sola vez una linea, con un solo principio aleatorio y un final que para algunos se rompe nada más iniciar el camino, ¿que sentido tiene y a que concepto de justicia universal responde, tras una única oportunidad?. Aunque por otra parte, nuestro concepto de justicia, ¿tiene algo que ver con el devenir de las cosas?.
La muerte, que para los creyentes debería ser un acto de alegría por la dicha futura del fallecido, aquí es siempre causa de desgracia, lo que aun se entiende menos si pensamos que para ellos la muerte de alguien es una decisión de su dios, quien “se lo lleva” por razones inescrutables (palabra mágica cuando no existen razones). Como agnóstico, y por tanto sin esperar ni necesitar de dios alguno para nada, la forma de proceder expuesta, en cuanto a tristeza, me parece lógica, pues ningún dato tengo sobre si al fallecido se lo llevó nadie, ni si puede estar ante la presencia de alguien, o si le espera una vida mejor o ninguna, es decir, me pasa lo mismo que a todos, que tampoco saben nada sobre el particular, aunque con la diferencia de que los creyentes no aceptan su ignorancia y quieren creer en algo que luego contradicen con su actitud, y aun a pesar de saber que van a estar ante la presencia de su dios, no quieren irse. Al menos los yihadistas si quieren irse ante lo que se les ofrece (donde estén una manada de huríes… el placer de estar ante la presencia de dios, no parece que tenga mucho tirón)
Avancemos, no obstante un poco más, y entremos solo un paso en lo de la vida después de la vida. Sobre la existencia de algo más tras esta vida, nada sabemos, ni nadie ha vuelto para contarlo, por lo que lo más lógico sería pensar que nada más existe y cuando alguien se muere, se acabó todo, postura más propia del ateo, quien al igual que el creyente basa su pensamiento en creencias y no en evidencias. Unos tienen la “seguridad” de otra vida y hasta el atrevimiento de describirla y otros la “seguridad” de que con la muerte todo se acaba, mientras el agnóstico tiene la “seguridad” de que ambas posturas son más bien propias de una querencia particular o inducida, sin la menor evidencia que las justifique, y por tanto casi todo pude tener un cierto grado de posibilidad o de cuento chino.
Ya avanzando un poco más y desde el agnosticismo, existe la esperanza, que no la seguridad que le da la fe a los creyentes, de que pueda existir algo más, quizá en otra dimensión, en un plano más etéreo o de cualquier otra forma (¿el ejemplo de la rueda semisumergida?), ya que cuesta pensar que el destino de alguien como Einstein, nuestros padres, nuestros amigos o aquellos que más admiramos, lleguen a tener el mismo fin que una mosca. La esperanza en algo mucho más parecido a la reencarnación, en la que han pensado casi todos los pueblos hasta convertirse en religiones, momento en el que el aparato se apropia de la idea para rehacerla a su conveniencia, implantarla y ser el fiel vigilante de sus mandatos, hasta perder la esencia, como en la ruptura del cristianismo con el reencarnacionismo judaico (¿acaso eres tu la reencarnación de Elias?) convirtiendo la esperanzadora, ilustrativa y generosa reencarnación, en una mediocre resurrección de la carne con la eterna duda sobre ¿cual carne?, ¿la de 18 o la de 80 años?.
En mi caso en particular, no creo en ningún dios concreto, y menos en los que nos han incrustado hasta los huesos pues, entre otras cosas, me parecen de una crueldad absoluta, absurdos, ególatras, inútiles, vanidosos, llenos de contradicciones y con unos planteamientos que no me interesan lo más mínimo, pero sí tengo la esperanza de encontrarme con muchos de los que ya se han ido, no se como, pero de alguna manera, y esa es la presencia que me interesa, no la de todos esos dioses que todavía se veneran en el mundo, que dejan morir de hambre (la tortura de una muerte lenta y horrorosa) a diario, a miles de niños indefensos, sin hacer absolutamente nada por remediarlo, y sin embargo condenan el suicidio – “morreu porque quiso” cuando se trata del máximo ejercicio de libertad.
No se si la señora de los vinos y los pinchos de tortilla está o no en alguna parte, pero si tengo muy claro que de estar, estará encantada de ver a sus amigos contentos, a quienes esperará agradecida. Lo que no tengo tan claro es lo que pensará el fallecido de la sala de al lado, con su cuadrícula negra, su crucecita y su rogad a dios por el alma, etc., viendo que los suyos, en lugar de alegrarse por su dicha de estar en la presencia de dios, piensan más en su aflicción que en el difuntiño.
Afortunadamente, el cachondeo de la británica, como no, también se da entre nosotros. Valgan algunos ejemplos.
*Esquela de amigos: Manolo, no nos esperes levantado, ya iremos llegando… tu a lo tuyo. A los creyentes una oración por su alma, y a los no creyentes un brindis por su memoria. Hizo feliz a mucha gente hasta que la vida lo venció, cosa que puede ocurrirle a cualquiera.
*Gracias. Lo he pasado muy bien
*Abstenerse gente triste
*Vivió una vida llena y sin complejos desafiando convenciones y a veces incluso a la realidad
*!!!Te vas sin dejarnos la receta de la paella en escabeche!!!
*Rezad una oración por su alma (los hijos “pasan”)
*Sus familiares comunican que la ha palmado
*Suplica perdón a sus deudos y amigos por haber tenido el atrevimiento de morirse sin su permiso. No lo hará más
*No vengais con flores que pronto se marchitan, traed algo más de vino y un par de vasos para aquel amigo que desde hace años quedó atrás… y de esa otra que siempre estuvo un poco loca
*Para un día que salgo en una esquela y no me veo
*Aquí descansa mi querida esposa. Señor recíbela con la misma alegría con la que yo te la mando.
*Recuerdos de todos tus hijos (menos Ricardo, que no dio nada)
*Buen esposo, buen padre, mal electricista casero
*Una suegra a su yerno: descansa en paz hasta que volvamos a vernos
*Aquí yace mi mujer, fria, como siempre.
*!Aupa Athletic!
Yo por mi parte, si se puede elegir, y si mi ley lo permite, haría que la más bonita de este mundo, con la esperanza de nuestros futuros múltiples encuentros, echara mis cenizas, sin cenizos a bordo, desde la popa de mi tesoro, por toda la superficie de mi patria, en homenaje a mi dios, desde la consideración de que “es mi barco mi tesoro, es mi dios la libertad, mi ley la fuerza y el viento y mi única patria, la mar”… y luego, todos a tomarse el mejor centollo de la ria, desde aquella ventana que sabemos, para ver justo por encima de la “bombardeira”, todavía flotando, los resquicios de aquellas cenizas más ligeras en su viaje hacia ese fondo marino en el que todo se confunde, lo permita o no la “autoridad competente”. Es lo menos que se puede esperar de un pirata.
No somos nadie, ¿o si?.

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Miguel Font Rosell

Licenciado en derecho, arquitecto técnico, marino mercante, agente de la propiedad inmobiliaria.

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