Desde 1971 hasta 2011 todo occidente fue amigo de los dictadores sirios Al-Ásad, primero Háfed, un militar que llegó al poder tras un golpe de Estado.
Lo heredó a su muerte en 2001 su hijo Bashar, odontólogo titulado en Londres al que recibían afablemente, junto a su moderna, liberada y elegante esposa, los jefes de Estado y Gobierno democráticos, incluidos los de España o EE.UU.
Cuando estallaron en 2010-2011 aquellas “primaveras árabes” que llevaron al poder a islamistas en regímenes árabes menos religiosos, primero en Túnez y Egipto, comenzó también la yihad en Siria.
Como extensión de la iniciada en Irak, pretendía imponer en Damasco –a propósito, a 225 kilómetros de Belén– un Califato más fanático que el Omeya, del que había sido tributario ese Al-Ándalus que los yihadistas quieren reconquistar.
Las democracias occidentales se equivocaron, especialmente Barack Obama, Hillary Clinton y Nicolas Sarkozy, al apoyar a los “luchadores de la libertad” contra Al-Ásad –y el libio Muhamar el Gadafi–, porque el espejismo de aquellas primaveras tapaba el yihadismo…
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