Más de Madrid

Lorenzo de Ara Rodríguez
Madrid

No sé por qué me han entrado ganas de escribir de un pasado que casi siempre se vivió en blanco y negro. No busco amigos. Detesto la lástima. El escritor frustrado –mi caso- siempre encuentra algún motivo para aferrarse a la esperanza. Inventa y rememora. Confunde. Se confunde.

Madrid, en los primeros años de la década de los ochenta me atraía, me asustaba, me arruinaba, me follaba, me cultivaba.

Si algún día regreso a Madrid será para confesar en una calle de la que todavía no dejaré escrito su nombre, que en aquellos tiempos un canario uniformado, luego de paisano y más tarde casi desnudo, se encontró a sí mismo y desde entonces vaga por las esquinas de un mundo a color pero insípido.

Una noche, ya no recuerdo si habían dado la una o las dos de la madrugada, me follaba a una gachí en la salita de un apartamento. Y ella me follaba. Naturalmente. Con el estómago vacío el sexo es una proeza.

Ella, buena persona, había leído uno de mis cuentos. Le gustó. A mí me gustó que le gustara. En la radio (no teníamos televisión) ponían buena música. En la penumbra los valientes escalan sin cuerdas.

La gachí (ni siquiera en aquel instante juraría que sabía su nombre) me la recomendó aquel petulante escritor y periodista ya muerto. Si juré que no me sabía su nombre, también juro que ha sido la mujer con la dentadura más perfecta que he visto en Madrid.

Le entusiasmaba hablar de cine. Y le entusiasmaba hablar de ella. Y eso a mí me entusiasmaba. Echado boca arriba en la cama o en el sofá me pasaba las horas escuchando sus narraciones de infancia en el pueblo de Galicia donde había nacido. Las penalidades y luego la huída. Madrid es como el puerto de Nápoles: todo llega y todo está por llegar.

Su apartamentito era acogedor.

A la mañana siguiente, cuando me despedí, le prometí que la volvería a ver esa misma tarde. Ella se puso contenta y yo me puse contento a pesar de que sabía que era una mentira. Ella cerró la puerta y por fin respiró tranquila. El escritor (jajaja) desaparecía de su vida y regresaba a la puta calle.

Manolo (un viejo maricón que me ayudó bastante) me recibió en su piso lleno de libros y de fotos de otros maricones después de terminada la guerra civil. Todos tenían cara de asustados.

Leí a Melville. Buenas noches. Al despertar: yo seguía muerto y el viejo cabrón más vivo que Ahab

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