Es la libertad de expresión, idiotas…

Samuel Domínguez
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Fue John Stuart Mill quien, en su ensayo “La Libertad” decía aquella sentencia tan conocida: “Yo no pienso como usted, pero daría la vida porque usted pudiera expresarse”. Sentado como un delincuente cualesquiera en el banquillo de los acusados -un ladrón, un pirómano o un asesino, por ejemplo-, hemos podido ver al eximio Federico Jiménez Losantos, uno de los hombres que más han luchado y luchan en este país por las libertades.

Uno de los hombres más insultados, despreciados y odiados de España; un hombre que en defensa de una libertad que muchos dicen defender, pero en la que, obviamente, no creen, sufrió un secuestro y posterior atentado terrorista por quienes hoy aposentan sus nalgas en los doseles de la Generalitat; un hombre que cada mañana lucha con denuedo y brío contra el aparato insondable del Estado y todas sus tropelías; un hombre que, en defensa, uso y profesión de la libertad creyó vivir en un país donde ésta es eje de de ordenadas y coordenadas, pólvora negra de la vida diaria, punto de ignición, prozac y simiente de las relaciones humanas. Un hombre que -pobre de él- jugó a creerse libre en un coto de caza.

Por desgracia, este tipo de acciones que los unos llaman sanción ejemplar y los otros llamamos puro liberticidio, caen del cielo no por peso e inercia de la ley, sino que su deletérea lluvia ácida es derramada al socaire de una partida de políticos que piensan que la gobernabilidad pasa por acotar la libertad individual en beneficio de una mansa y cómoda libertad social perfectamente delimitada a convenir por el sistema de valores dominantes o la corrección política que el momento histórico aconseje. De aquellos polvos, estos lodos.

Si sacamos nuestra antorcha, convendremos en que la luz de la razón no ilumina esta lóbrega caverna de Platón, sino que más bien se halla a las puertas de encontrar material inflamable y dejar que Troya vuelva a avivar sus ascuas y prenda en llamas nuevamente.

Es cuestión sine qua non acatar la libertad hasta el fin de sus consecuencias en un Estado de Derecho en el que los poderes fácticos se hayan a kilómetros de distancia física y moral del resto de conciudadanos. De este modo, la querella impuesta por Alberto Ruíz Gallardón -con un profuso y profundo haber liberticida en su caliginosa historia- es tan peligrosa como abrir la caja de Pandora en pleno diluvio universal.

Si miramos al trasluz todo el movimiento del alcalde, encontraremos más de «echar tierra al agujero» en defensa de su propio fracaso que una medida profiláctica respecto a su salud moral y de estima:

El señor Gallardón, desde que comenzara tiempo ha a pasearse por España de la mano de Fraga -ejemplo de lo que no debiera ser un político- ha seguido la máxima estalinista de «el problema desaparece cuando desaparece la persona». Lo pudimos ver en su día en una de las historias más dantescas de nuestra reciente democracia, cuando trató de meter bajo rejas y echar las llaves al mar a toda la cúpula de Cambio 16 por la trama en la que se hallaba metido hasta el tuétano el tándem de la muerte y cobistas del Régimen Fraga-Gallardones respecto a la Triple A, llegando a secuestrar el citado diario dos semanas en defensa -nuevamente- del tan anhelado… ¿honor?. Todo un partisano en plena guerrilla de trincheras contra la libertad.

Este hombre de indecorosa estima e insegura persona, se pasea por su mundo político abriendo estrada y arrancando matojos con su Tizona, en un conato de Cid que lucha contra una mitad del país que -según cree- no tiene otra cosa mejor que hacer que ignominiar su persona. Así, que del necio venga la afrenta, como bien nos habla el refranero.

Por ello, apostando a caballo perdedor, trata de utilizar la vía más rápida y sucia que su posicionamiento le otorga para borrar del mapa a una de las personas que más lucha por las verdaderas víctimas del terrorismo -lo es-, y no mediante socarronas soflamas y consignas que todos ya damos por sabidas y que, a fin de cuenta, no se tratan más que de una mera ecolalia vacía. Humo de paja que viene venteando el alcaldísimo.

Cuando en su posición como querellante alega a un delito de injuria, cabe entrar de lleno en un análisis profundo no sólo conceptual, sino también práctico:

Según la semántica lingüística, injuria es aquella expresión que lesiona la dignidad de una persona perjudicando su reputación o atentando contra su propia estima. Ahora bien, entrando en el campo del Derecho, únicamente son constitutivas de delito aquellas consideradas socialmente de carácter muy grave. De esta manera, se puede manifestar que el delito de injurias es muy subjetivo y circunstancial, en el que hay que atender más que al significado de las palabras a la situación, lugar y tiempo en el que lo hace quien la pronuncia. Si la injuria consiste en atribuir la comisión de unos hechos a otras personas, será grave cuando se hayan llevado a cabo sabiendo que tales hechos son inciertos.

Por ello, para que exista la reparación es necesario demostrar que hubo verdadera insidia. Es decir, no sólo la información, sino que el querellante por injurias tendría que demostrar que realmente hubo intención de dañar y que, por ende, el sujeto tuvo constancia de que la información era falsa.

Llegados a este punto, podemos señalar por ejemplo dentro de ese supuesto a la acción de Margarita Sáenz Díez respecto a la acusación vertida sobre FAES en el programa “59 segundos” y que se ha visto obligada a reparar, y no a la de Losantos, ya que el mismo Gallardón reconoció que había que obviar la investigación del 11-M para así evitar el acercamiento a ciertas posturas radicales -ven la paja en el ojo ajeno…-.

Sin embargo, podemos entrar en la crítica misma que el locutor de la Cadena COPE y escritor utilizó para referirse a Gallardón. Bien cabe señalar entonces que dichas críticas fueron expresadas dentro de un marco de pura opinión personal y no como información tácita (en el apartado de La Tertulia, dentro de La Mañana) por lo que la querella vendría a ceñirse más que a un delito de injuria por información falsa, a un delito de persona, llegando a encostrarse en la persona misma y todo lo que de ella saliese más que a lo que ésta informara, ya que dicha información en ningún momento ha sido falsa.

Quizás en este punto concreto y tirando del código penal, sería conveniente trazar la línea divisoria que separara la injuria a una persona civil cualquiera respecto a los funcionarios públicos.

¿Por qué esta demarcación cuando ambos son, en esencia, lo mismo?. La razón sería bien sencilla. La persona pública, por el hecho de tener un mayor ratio de acción y, por tanto, en consecuencia, está ante la posibilidad de barrenar la línea de lo puramente privado con sus acciones políticas, se encontraría en una clara posición de ventaja al poder anular toda posibilidad de crítica, llegando a un acercamiento a la misma censura.

Es por este mismo hecho descrito por el que, por ejemplo, dentro de la Convención Americana, sólo se limita la posibilidad de censura al poder de policía en materia de menores y la FELAP demandó despenalizar los delitos de prensa, en tanto que el funcionario público debe estar sometido a los veredictos del ciudadano que lo mantiene en su posición de poder. De lo contrario, estaríamos dando alas al encubrimiento más fachendoso de permitir que el funcionario público careciera de crítica. De este modo, conviene aclarar que distinto sería la injuria constitutiva de delito en el sentido de derramar información falsa a sabiendas; nada que ver con una opinión personal y, por tanto, juicio de valor que un periodista puede espetar en profesión de la libertad de expresión, garante ésta de las libertades civiles cotidianas. Si yo no comporto dicha opinión, no tengo derecho a que rectifiques El problema es cuando la noticia -no opinión- es objetivamente falsa. Entonces tienes el deber de rectificar. De este mismo caso llegaría lo que la Corte de Los Estados Unidos sentaría como precedente con el caso Sullivan versus New York Time en 1964, por el cual se establecía que un funcionario público no podría querellarse con éxito por libelo sólo con demostrar que la noticia era falsa, sino que también se precisaba demostrar la malicia del informante.

Me interesa sobremanera pues, el hecho de que la Federación Latinoamericana de Periodistas llevara a cabo un proceso mediante el cual la libertad de expresión dentro de la prensa contara con el beneplácito de la justicia siempre y cuando la crítica partiera desde opiniones personales. Sería muy sano para una democracia que aspira a ser enseña de garantía de las libertades formales y cotidianas medidas como éstas fueran aplicadas.

Por ello me parece encomiable la declaración de Granados, al subrayar que la libertad de expresión «hay que defenderla por encima de todo», y que a veces esa libertad no gusta «cuando alguien la ejerce para la crítica».

Nada que ver con estas ratas prisioneras de su propia ratonera como Gallardón y compañía que, en un gesto de poder y desprecio por quienes hacen de costaleros al llevarlos en andas –el ciudadano-, entran a matacaballo en una suerte de procesos purgatorios que arrancan a empellones algo tan valioso como es la libertad de expresión, ya que de ella se sustraen otro tanto de libertades igualmente básicas. Utilizar los mecanismos del Estado de Derecho para alargar el cuello, es un acto de camastronería deleznable que sólo le acarreará medallas a toro pasado, pero que, a la luz de los hechos, dejará su tumba política marcada por la miseria moral y ética. Todo un reflejo del arquetipo del pobre Plácido en la obra de Echegaray “A fuerza de arrastrarse”.

Finalmente, me gustaría resaltar algunas de las frases de Losantos durante la primera sesión: «Ha sido un espectáculo penoso que demuestra que cualquier político poderoso puede sentar en el banquillo a un periodista. Es un precedente terrible, al margen de lo que a mí respecta”

“Si la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud, hoy realmente la virtud tiene que estar extraordinariamente contenta». «De los políticos nunca me he fiado mucho, por eso soy liberal».

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