El equilibrado Wagner del holandés errante, por J.C.Deus

Una obra menor? ¿Esta maravilla creada en la primera mitad del siglo XIX, veinte años antes que la primera sinfonía de Bramhs, por un Richard Wagner de 26 años de edad, prófugo y superviviente entre penalidades? Duda de esta opinión dominante el maestro López Cobos, y también disentimos vehementemente nosotros. El equilibrio absoluto de ‘El holandés errante’ marcaría para nuestro gusto una cima en Wagner frente a los excesos posteriores de la tetralogía, en fondo y forma, en música e ideología, que recogen entre los melómanos tantas adhesiones inquebrantables como resistencias insalvables, que combinan los momentos más excelsos con períodos tediosos, que necesitan de sumisión y sufrimiento para ser asimilados.

No hay ni atisbos de sufrimiento en esta ópera que representa el punto de fusión entre las ideas anteriores y las nuevas propias, el final de la supremacía operística italiana, una fusión casi perfecta entre libreto y música. El holandés errante o El holandés volador (Der Fliegende Holländer en alemán) es una ópera romántica en tres actos compuesta por Richard Wagner sobre libreto propio inspirado en ‘Memorias del señor de Schnabelewopski’, de Heinrich Heine. Se estrenó en Dresde en 1843 y a España llegó en 1885. Tiene esta ópera algo de ‘mala fama’ que los puristas atribuyen a la mezcla de estilos, sin valorar suficientemente como al resto de los humanos esa dicotomía entre la música más convencional que describe el mundo real, y la innovación etérea con que acomete la espiritualidad de la pareja protagonista, puede parecernos perfectamente integrada en un momento concreto de la evolución del género.

Una ópera hermosísima, accesible, coherente, brillantemente producida y perfectamente ensamblada en todos sus aspectos, que debería hacer las delicias del público del Teatro Real. Su armoniosa coherencia se despliega de forma narcótica hasta la mitad de la pieza, cuando el espectador hipnotizado despierta ante la conmoción del increible dúo de sus dos protagonistas, para ya no descender en intensidad dramática hasta el mismo final. Mención especial merece la impresionante parte coral que permite que volvamos a gozar en el Real de uno de sus mayores atractivos, el movimiento de masas en escena, la majestuosidad en movimiento de un coro de casi un centenar de personas.

Wagner viajó en el verano de 1839 en velero desde Königsberg a Londres. Una gran tormenta arrojó el barco hacia las costas noruegas. Este hecho hizo recordar a Wagner la leyenda tradicional del navegante condenado a surcar los mares en busca de la salvación. En 1840 Wagner se trasladó a París y en mayo de 1841 ya tenía terminado el libreto bajo el título de Das Geisterschiff (El buque fantasma). La penuria económica por la que atravesaba, hizo que tuviera que malvender en julio de 1841 por 500 francos el argumento y título de la obra a Léon Pillet, director de la Opera de París, que encargó la realización del libreto, en francés, a Paul Foucher y la música a Louis-Philippe Dietsch para una ópera, Le Vaisseau Fantôme (El buque fantasma), que fue estrenada en París en noviembre de 1842, un expolio y al parecer un engendro del que nadie ha vuelto a acordarse. Cabreadísimo por lo sucedido, Wagner se dispuso a perseverar en su idea original y compuso la música en sólo seis meses, estrenándola al año siguiente.

El gigantesco genio alemán coronó la composición de esta ‘Romantische Oper’ con la que iniciaría su concepción del drama musical, con el lema “per aspera ad astra” (“por la adversidad hacia las estrellas”). La trama se sitúa en Noruega y se centra en el trágico sacrificio de la joven Senta, hija del codicioso marinero Daland, que rompe su compromiso con el atormentado Erik para salvar al Holandés. Wagner combina en esta obra elementos procedentes de la ópera italiana y francesa con la tradición alemana al crear complejos números musicales, diseñar una trama que combina lo cotidiano con lo sobrenatural, y disponer de motivos específicos, repetidos en la orquesta, para retratar a sus protagonistas. Efectivamente, en esta obra aparece por primera vez el ‘leitmotiv’, el tema conductor que individualiza un personaje o define una idea o sentimiento, algo que caracteriza para siempre la obra de este compositor. Y la música, vital e impetuosa, hace distinción de los tres espacios de la acción: el espectral del holandés, el realista de la gente de la población de Sandwike, donde transcurre la acción, y el espiritual en el que se encuentran el hombre atormentado y la mujer acogedora.

Desde la obertura, auténtico poema sinfónico en el que Wagner presenta los principales ‘leit-motive’ de la obra, compendio de todo su desarrollo dramático, sentimos la sensación de entrar en un nuevo mundo operístico, ni siquiera intuido por aquellos músicos que influyeron en Wagner. El contrapunto que con el correr del tiempo crearían la música y la letra de sus dramas musicales, unas veces oponiéndose y otras apoyándose entre sí, ya está aquí bastante desarrollado. Así vemos que el monólogo del Holandés -la gran ‘pièce de résistance’ de la ópera-, la balada de Senta, parte del dúo de ésta y aquél -no así el final de este número-, y toda la escena última no son sino anticipos de momentos parecidos posteriores, desarrollados con mayor fuerza y dominio a medida que se asentaba en su madurez creativa.

Dicen que en los buenos momentos convencionales que incluye -el dúo del Holandés y Daland; el aria de éste, cuyo sonido evoca en parte a Weber; los dos dúos de Senta y Erick; la cavatina de éste último-, se nota a Wagner encorsetado o incómodo por los convencionalismos del género, como si todavía debiese recurrir a estas fórmulas a pesar de sentirlas ya superadas. Ello explicaría, por ejemplo, que tras el desarrollo del antológico dúo de Senta y el Holandés, se vea obligado a acabarlo de modo harto convencional. Sin duda. Pero aún así, El Holandés errante es una obra impresionante, no sólo porque permite intuir la evolución del Wagner futuro, sino también por su extraordinario equilibrio y los retratos psicológicos de Senta -claro símbolo del tema de la redención que siempre obsesionó a Wagner-, y el Holandés. E indudablemente, la obra gana en cohesión y desarrollo dramático cuando, tal como su autor la concibió en un principio, se representa en un sólo acto sin intermedios que violentan y rompen la evolución del tejido musical y teatral. Algo que debería hacerse más a menudo con otras óperas que se hacen interminables con sus dos largos intermedios.

Así pues, la producción se ciñe a la versión original de la partitura sin descansos. El director de escena ambienta la acción en una fábrica de conservas, y omite el final ideado por Wagner:’En la lejanía se ve elevarse de entre las olas al holandés y a Senta, transfigurados y abrazados en medio de rayos de una vivísima luz. Una deslumbrante aureola circunda al grupo en el foro. Senta abraza al Holandés, se estrecha contra su pecho y con la mano y los ojos señala hacia el cielo. La roca sobresaliente, que se había elevado cada vez un poco más, adopta insensiblemente la forma de una nube’.

Jesús López Cobos vuelve a confirmar su gran entendimiento operístico en general y wagneriano en particular. El director musical admira que esta fabulosa ópera está escrita a partir de tres notas procedentes de una canción popular que Wagner escuchó al azar en ese atribulado viaje marítimo en el que estuvo a punto de naufragar. Con ese mínimo ‘material genético’ compone la balada y el coro. Y de ahí sale todo lo demás. Estrenada como balada sinfónica en un acto, luego la rehará introduciendo dos pausas, pero actualmente el gusto imperante a vuelto a la versión continuada de la que López Cobos se muestra también partidario. Y requiere como todo Wagner una enorme resistencia en los cantantes.

Alex Rigola debuta en la ópera con este montaje y hay que decir que lo hace notablemente, añadiendo a la versión que se estrenó en Barcelona hace un año, todas las posibilidades corales que el Real permite, resolviendo perfectamente los siempre difíciles movimientos de masas en el escenario. Afirma trabajar siempre partiendo del respeto al original clásico pero buscando un jugoso ‘cebo’ qué pueda sintonizar con la sociedad actual. Pensó primero en una nave espacial, pero en el espacio no hay vientos ni oleaje; después pensó en el desierto, en un lugar como Ciudad Juárez, pero tampoco encajaba con la música. Su fábrica de conservas podía haber resultado empobrecedora y pedrestre, pero no es así. La escenografía es de principio a fin convicente, y funciona perfectamente con la trama y la música. La primera imagen de la cubierta del batel diabólico es sumamente impactante, como un injerto de technicolor en un marco aristocrático. El arribaje a babor del mercante vetusto es otro momento memorable. El oleaje rompiendo contra el malecón en el tercer acto es también un gran acierto, como lo son los ventanales del segundo acto y las siluetas ficticias que completan la historia del otro lado. Otras cosas son más dudosas, como el mar en calma del inicio, mientras los personajes hablan de los coletazos de una gran tempestad, o el barquito que se eleva a través del enorme escenario sin saber muy bien por qué. Introduce algunos guiños ‘fuera del guión’, un perro, unas jovencitas salidas de cómic, unos desnudos integrales de escaparate: no molestan, completan el tono distendido con que se ha leído en esta ocasión el dramón romántico.

Pero en general asistimos a la confirmación de un nuevo director de escena operístico que ha superado el temor a trabajar con esas divas y divos que ya no se comen a nadie y que se están convirtiendo en grandes actores y actrices a medida que sube el listón en los escenarios. Para Rigola, este holandés volador es una reflexión sobre el fanatismo y los sueños excesivos, y un recordatorio de que la vida es más sencilla que todo eso. En general sus comentarios sobre la obra son un tanto banales y debería haber sido más prudente, porque por la boca muere el pez y lo que hace falta es que nade. Es el director del Teatre Lliure desde 2003 y hace un año pudimos ver un anticipio de buen hacer en ‘Vendrán días mejores’, de Richard Dresser, una magnífica coproducción de Teatro de La Abadía, Temporada Alta y Centre d’Arts Escèniques de Reus.

No tuvimos motivo alguno de queja con el segundo reparto vocal, que lo es únicamente en estricto sentido cronológico: perfectamente integrado en sus papeles, sin dramatismos superfluos que al parecer tanto echan de menos los expertos veteranos. El bajo-barítono letón Egils Silins interpeta el séptimo holandés errante de su carrera con firmeza vocal y actoral. La soprano portuguesa Elisabete Matos demostró sus grandes cualidades, aunque tiene problemas para ajustarse al papel, y Eric Halfvarson es un bajo poderoso, uno de los más destacados intérpretes wagnerianos de la actualidad. Más apagado Endrik Wottrich.

Naturalmente que Richar Wagner llegaría después al Parnaso celestial. Pero lo haría en convulsiones dolorosas y entre contradicciones geniales. No hay nada igual que determinados momentos de sus grandes óperas. Pero la grandilocuencia amenazaba el conjunto, el cual a muchos se hace intragable. Disfrutemos del genio cuando aún era fácil y accesible, equilibrado y comedido, fresco y espontáneo. Volemos con este velero maldito en pos de la redención imposible.

DER FLIEGENDE HOLLÄNDER
El holandés errante
Richard Wagner (1813-1883)
Romantische Oper en tres actos

Libreto del compositor basado en las Memorias
del Señor de Schnabelewopski, de Heinrich Heine
Romantische Oper en tres actos

Nueva producción del Teatro Real, en coproducción
con el Gran Teatre del Liceu de Barcelona

EQUIPO ARTÍSTICO

Director musical Jesús López Cobos
Director de escena Àlex Rigola *
Escenógrafa Bibiana Puigdefàbregas *
Figurinista M. Rafa Serra *
Iluminadora María Domènech *
Coreógrafo Ferrán Carvajal *
Director del coro Peter Burian

REPARTO

Daland Hans-Peter König * (12, 15, 19, 22, 24, 27)
Eric Halfvarson (14, 17, 20, 23, 26, 28)
Senta Anja Kampe (12, 15, 17, 19, 22, 24, 27)
Elisabete Matos (14, 20, 23, 26, 28)
Erik Stephen Gould (12, 15, 19, 22, 24, 27)
Endrik Wottrich * (14, 17, 20, 23, 26, 28)
Mary Nadine Weissmann *°
El timonel de Daland Vicente Ombuena
El Holandés Johan Reuter (12, 15, 19, 22, 24, 27)
Egils Silins (14, 17, 20, 23, 26, 28)

* Por primera vez en el Teatro Real
° Por primera vez en este papel

Orquesta Titular del Teatro Real
(Orquesta Sinfónica de Madrid)
Coro Titular del Teatro Real
(Coro Intermezzo)

Duración aproximada:
2 horas y 20 min.
Sin descanso
Enero 12, 14, 15, 17, 19, 20, 22, 23, 24, 26, 27, 28
a las 20.00 horas; domingos a las 18.00 horas
La función del día 19 será retransmitida en directo por
Radio Clásica, de Radio Nacional de España

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Autor

José Catalán Deus

Editor de Guía Cultural de Periodista Digital, donde publica habitualmente sus críticas de arte, ópera, danza y teatro.

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