La cajera de Carrefour

No sé si será consecuencia de insatisfacciones laborales, de contratos precarios o simplemente producto de la ineptitud de su departamento de recursos humanos; pero lo cierto es que en las pocas secciones donde no hay autoservicio, la atención que nos prestan resulta escandalosamente deficiente.

La cajera de Carrefour

En estos días de euforia consumista es cuando más quedan con el culo al aire ciertos hipermercados -grandes superficies- según se autodenominan estos centros comerciales, como si fueran las estepas rusas o los llanos de La Mancha.

Según nos dicen, el éxito de estos centros reside en la amplitud de su oferta, la relación calidad/precio de sus productos y el servicio que ofrecen a sus clientes. Sin analizar ahora los dos primeros aspectos, el servicio y la atención en ciertos «hiper», y muy en particular en algunos de origen francés cuyo nombre empieza por Carre y termina por four -antes llamado Pryca- alcanzan las más altas cotas de mediocridad y abandono.

No sé si será consecuencia de insatisfacciones laborales, de contratos precarios o simplemente producto de la ineptitud de su departamento de recursos humanos; pero lo cierto es que en las pocas secciones donde no hay autoservicio, la atención que nos prestan resulta escandalosamente deficiente.

Por ejemplo, si tras un ejercicio circense en busca del respectivo «vendedor» tiene usted la fortuna de encontrarlo, no pierda el tiempo preguntándole -si es que está en la sección de librería- por determinado autor, por muy conocido que sea. No indague en la sección de informática sobre las características de cierto ordenador, o de determinado software y, desde luego, ni se le ocurra que le aclaren algo en la jungla de las secciones de audio, televisión o video.

Lo tratarán como si fuera un extraterrestre. No sólo no sabrán responder a sus tímidas preguntas, sino que lo mirarán como dicen que las vacas ven pasar el tren. Con más indiferencia que asombro, porque estos «vendedores» parecen tener muy claro que a sus centros los clientes van a comprar. Compulsivamente. Y que si uno no compra, ya comprará el siguiente.

Te interroga como si fuera un miembro de la Gestapo. ¿Y cuántos yogures lleva?, insiste implacable. Te sientes impotente. No sabes qué más hacer para demostrarle a la inquisidora con ojos de pantera que es verdad, que su compañera se ha equivocado

Por eso no tienen la obligación de vender. O sea, que no están allí para informar, aclarar o atender a los clientes. Como creen a pies juntillas en el pronombre reflexivo, suponen que es el propio comprador el que debe informarse, aclararse y atenderse. Y que después, el susodicho tendrá la maestría suficiente como para localizarles -tarea a veces agotadora- y hasta para animarlos a que les cobren el importe de su compra. Así las cosas, el consumidor no compulsivo se marcha iracundo, acordándose de la madre de todas las grandes superficies y con mucha nostalgia de la pequeña tienda que había en su barrio. O del Corte Inglés.

Lo de la Caja Central en alguno de estos carrefoures -como en el de Las Rozas (Madrid)- es otro poema épico. Imagínense la situación. Compras de Navidad. Cola espantosa. Carro lleno. Cajera que se confunde -quizás sean las mejores y más sacrificadas trabajadoras de estos centros- y te cobra un artículo DOCE veces. Lo detectas en el ticket y reclamas. Como ya te ha cobrado, la señorita se comunica con la Caja Central y les explica su error. Ella se ha equivocado, pero tú pagas su error: si quieres recuperar tu dinero no tienes otra alternativa que peregrinar a la Caja Central.

Tras la correspondiente cola, llegas al mostrador de la Caja Central tirando del carro lleno a rebosar. En una mano el ticket de compra, en la otra el producto «repetido», y en la boca la tarjeta de crédito. Y justo al frente, tras el mostrador, a la defensiva y con cara de muy pocos amigos, te acecha otra señorita, rubia por más señas.

Educadamente le reiteras el error -te han cobrado casi 200 euros de más- como ya le ha explicado por el interfono su compañera, mientras le muestras el ticket con la anotación que ha manuscrito la cajera. Es lo mismo. Te escudriña calmadamente y comienza una larga letanía de preguntas estúpidas sobre las botellas de leche, las de vino y los paquetes de arroz que llevas en el carro. Te acorrala. Te interroga como si fuera un miembro de la Gestapo. ¿Y cuántos yogures lleva?, insiste implacable. Te sientes impotente. No sabes qué más hacer para demostrarle a la inquisidora con ojos de pantera que es verdad, que su compañera se ha equivocado. Te revoluciona el carro. Te atormenta. Te cabreas. Solo entonces -aunque sin el menor amago de disculpa y con frialdad anglosajona- te hace el favor de devolverte el importe de lo que indebidamente te han cobrado. Claro que el tiempo perdido y el berrinche -que también son tuyos-, ni aunque se lo pidas a los Reyes Magos los recuperas.

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Autor

Antonio Cabrera

Colaborador y columista en diversos medios de prensa, es autor de numerosos estudios cuantitativos para la Dirección General de Armamento y Material (DGAM) y la Secretaría de Estado de la Defensa (SEDEF) en el marco del Comercio Exterior de Material de Defensa y Tecnologías de Doble Uso y de las Relaciones Bilaterales con EE.UU., así como con diferentes paises iberoamericanos y europeos elaborando informes de índole estratégica, científico-técnica, económica, demográfica y social.

Antonio Cabrera

Colaborador y columista en diversos medios de prensa, es autor de numerosos estudios cuantitativos para la Dirección General de Armamento y Material (DGAM) y la Secretaría de Estado de la Defensa (SEDEF) en el marco del Comercio Exterior de Material de Defensa y Tecnologías de Doble Uso y de las Relaciones Bilaterales con EE.UU., así como con diferentes paises iberoamericanos y europeos elaborando informes de índole estratégica, científico-técnica, económica, demográfica y social.

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