Ana Mato, la adalid de la LIVG, ley integral contra la violencia de «género»; la abanderada de la discriminación positiva, el genocidio y la tiranía contra el varón por el hecho de serlo, ha vuelto a hacer gala del cinismo más refinado y la más cruda desvergüenza en el Congreso.
Audaz, sin mover un músculo, como si se lo creyera, ha dicho pausadamente: «En un país libre quien tiene que probar es quien acusa. El inocente no tiene obligación de defenderse, es más, a veces no puede hacerlo».
Y luego, en pleno orgasmo delirante y contradictorio, envuelta en la bandera del feminismo más rampante, la ministra de la presunta igualdad, la sanidad precaria y los moribundos servicios sociales ha añadido, impertérrita: «No se puede culpar a una mujer por los actos de un hombre». Con un par. O sea.
La defachatez de esta señora -todavía ministra del Gobierno de España- para negar las evidencias puestas de manifiesto por la UDEF, es cósmica; planetaria que diría Leire Pajín, su íntima amiga y conmilitona de «género».