ANTONIO BURGOS

Julián Lago, después de la publicidad

Por Julián Lago los españoles supimos que el polígrafo por antonomasia no era ya don Marcelino Menéndez Pelayo

Julián Lago, después de la publicidad
El periodista Julian Lago. PD

El artículo, brillante, acerado, tierno y estremecedor, lo firmaba Antonio Burgos en ABC e iba dirigido a Julián Lago, quien desde hacía tres días yacía en hospital de Paraguay, más cerca de Dios que de los hombres.

Nunca desearía más que hoy que el protagonista de este artículo pudiera leerlo. No para que me lo agradezca, sino para que yo sepa no sólo que sigue vivo, sino que está en condiciones de poder leerlo.

Me refiero a Julián Lago. En horas amargas y difíciles de mi carrera profesional, Julián Lago se cogió un avión y le faltó tiempo para venir a Sevilla a ponerse de mi lado, para lo que me hiciera falta, que entre otras cosas era un papel donde escribir, que él me ofreció inmediatamente en su revista «Tribuna».

Uno, que es sentimental y va por el plan antiguo de los principios y los valores, no olvida esas cosas, y por eso no desearía en el mundo nada mejor que Julián Lago pudiera leer hoy este artículo allá en el Paraguay, donde dejándolo todo, harto de coles de este maldito oficio de relumbrones y olvidos, se fue para ayudar a los indios guaraníes a construir escuelas y a criar vacas.

Sí, todo parece de leyenda del pájaro yogüí en las Reducciones de los jesuitas. Le cuadra a Julián Lago esta escapada hacia la verdad de la entrega a una causa benéfica, tan lejos. Julián Lago tiene una cierta pinta de descubridor. En «La Misión» podía haber hecho de extra perfectamente, con coste cero de caracterización.

Pero esto no es para bromas. Por muy globalizado que esté el mundo, a veces las noticias llegan como si estuviéramos aún en un siglo XIX sin vapores del Marqués de Comillas y sin telégrafo.

Dicen confusamente que Julián Lago, cuando estaba con sus indiecitos guaraníes en Caagazú, fue arrollado por una moto que le produjo gravísimos daños cerebrales, empeorados por una asistencia sanitaria propia del lugar, donde una ambulancia tarda seis horas en llegar.

No quiero dar crédito a lo que dicen, que está enchufado a la vida artificial de una máquina y que alguien puede decidir retirarle los cables. Por eso no pierdo la esperanza de que por el teletipo de las amapolas de Internet, Julián Lago lea este artículo cuanto antes, hoy mismo, señal que todo ha sido un mal sueño.

Colijo que Julián Lago está ahora como un torero al que un novillo le hubiera pegado un buen tantarantán en un pueblo. Cuando quería vanagloriarse de algo, no te enseñaba el carné de periodista. No hacía falta. Ya había demostrado su raza en la fundación de la revista «Tiempo» mismo, en tantas aventuras de éxito. El carné que Julián te enseñaba orgulloso era el de novillero. Carné en regla.

Te hablaba de los carteles donde había figurado como si fueran el Cavia o el González Ruano. Y las que había recibido en los últimos años tenían que ser, supongo, las cornadas del oficio. Nunca vi a nadie más decepcionado por todo, por su profesión, por sus compañeros, por España, ni más acobardado por su salud que a Julián Lago cuando presentaba hace un año su libro de memorias «Un hombre solo».

Era como un memorial de agravios con la vida. En la que tuvo fama, fortuna, miles de lectores y espectadores. Estoy hablando de Julián Lago y no he llegado a la playa Omaha de su desembarco en la peligrosa Normandía de la popularidad, que fue «La máquina de la verdad» en Tele 5.

Por Julián Lago los españoles supimos que el polígrafo por antonomasia no era ya don Marcelino Menéndez Pelayo, el famoso polígrafo montañés, sino un aparato que te decía si alguien mentía. Cómo será la fama que Lago dio al polígrafo, que aún lo piden los familiares para encontrar al asesino de Marta del Castillo.

Antes de convertirse en juguete roto, Lago fue periodista de leyenda. Sobre su peluquín, sus lentillas azules y sus amoríos con su pinta de Sandokán o de espadachín había tantas leyendas como sobre la pérdida del brazo de Valle Inclán.

Así que dime, Julián, que no estás cerebralmente muerto y que me estás leyendo desde el Paraguay. Pero siguiendo tus divinas enseñanzas me atrevo a decir que no me respondas ahora. Eso me lo vas a decir después de la publicidad, torero.

Antonio Burgos

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