El niño que nunca decía tacos

El niño que nunca decía tacos

(PD).- Es un genio y a nosotros nos corresponde el enorme orgullo de contrar con él, como bloguero de Periodista Digital y como puntal de MKonline, la primera agencia de medios y de eventos online que se monta en España. Ahora, justo antes de salir hacia la Universidad de Harvard, Carlos Blanco es entrevistado por El País.

En realidad, lo que ha sostenido Carmen Pérez-Lanzac con Carlos Blanco es un almuerzo, durante el que la periodista de El País ha buceado despacio, sin tensiones, en la impresionante personalidad de nuestro querido compañero.

El encuentro tuvo lugar en el restaurante Alkalde, salió por la nada módica suma de 107,9 euros (con IVA)y a la vista de la factura, parece evidente que a los comensales no les va apenas el vino. Uno se inclinó por la carne y el otro por el pescado.

El titular es perfecto: «No he dicho un taco en mi vida». Y la periodista comeinza subrayando que Carlos Blanco «está igualito».

Añade a continuación, por si alguien aún no lo ha reconocido, que hace nueve años, era aquel adolescente redicho impartía lecciones de egiptología en el programa Crónicas marcianas:

«El chaval, de 12 años y superdotado, explicaba que si Tutankamón tal o cual a un Javier Sardà entre divertido y estupefacto (como los espectadores)»


Aquel niño ha cumplido 22 años. En este tiempo, Carlos Blanco se ha licenciado en Filosofía, Química y Teología. Ha aprendido un montón de idiomas (inglés, francés, alemán, italiano, portugués, latín, griego, hebreo, ruso…), ha escrito dos tesis doctorales y ha dado conferencias. También ha publicado un libro, Mentes maravillosas que cambiaron la humanidad, y ha vuelto a la tele: es jurado de El Gran Quiz (Cuatro), un programa para cerebritos y que mañana celebra su final.

Carlos nació y vive en Coslada (Madrid) con sus padres, un administrativo y un ama de casa. Dijo su primera palabra a los siete meses: «Mamá». En el colegio pasaba los recreos solo, dando vueltas por el patio. Se entretenía leyendo las cotizaciones de las divisas, libros de historia… Era raro. Y mucho más listo que el resto. Una persona normal tiene un coeficiente intelectual de 100; él, 160. Fue el primero de su familia en pisar una universidad, cosa que hizo a los 12 años. Gracias a su inteligencia, ha viajado y vivido muchas experiencias. Entre sus momentos más felices destacan el día que descifró su primer jeroglífico, cuando vio la momia de Amenofis III, que se conserva en atmósfera de nitrógeno en el museo de El Cairo, o cuando oyó a la Orquesta Sinfónica de Rusia tocar el Réquiem de Mozart en el teatro Tchaikovsky de Moscú.

Carlos divide su vida en dos etapas: una primera, en la que optó por el aislamiento, y una segunda, en la que decidió hacer un esfuerzo por socializar y abrirse al mundo y que empezó hace unos cinco años. Cuando habla, cita constantemente -a Hegel, Mandel, Leibniz…-, y da apuro avisarle de que uno está perdiendo el hilo.

De cerca, más que su inteligencia, llaman la atención sus modales. Carlos se expresa con precisión, dobla la servilleta con delicadeza, se interesa por su interlocutor.

De pronto, suelta: «La lectura de ciertos libros me ha extasiado, con perdón por la palabra».

¿La palabra? ¿Qué palabra? ¿Extasiado? Así de estricto es Carlos. «No he dicho un taco en mi vida. Me lo propuse a los ocho años y lo he cumplido. Me genera problemas de conciencia».

Carlos es muy católico y, puestos a soñar, le gustaría crear una obra intelectual «que encontrase puentes entre la razón y la fe».

El verano lo pasará en Harvard, con una beca de investigación. Y, mientras sigue hablando -Copérnico, Pannenberg…-, Víctor, el camarero, marca pecho con la pareja que está comiendo en la mesa de al lado. «De pequeñito ya era así. Es la leche lo que sabe. Es que el que nace genio…».

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